Perspectivas

La reputación de nación gloriosa y otros fetiches por exorcizar

07/08/2021

 

Mantenerse en la inercia del momento solo dejará una reputación de fracaso.  Sería caminar desnudo por cualquier avenida y jactarse de una vestimenta inexistente.

Sin embargo, confieso que evitar esa desnudez prosaica no fue la motivación inicial para escribir La reputación.

Primero pesó en mí la sensación cercana de un tipo de muerte, no exclusivamente relacionada con un virus. Es decir, para quien tuvo una niñez marcada por ataques crónicos de asma, la muerte por asfixia no es algo del todo desconocido o lejano. En la memoria corporal queda tatuada de manera muy vívida la crispación cuando los pulmones no son capaces de hacer su trabajo. La imagen de los ojos abiertos al máximo, como si al brotar de sus cuencas pudieran resolver la falla mecánica, es un recuerdo bastante elocuente para ser prudente con la pandemia.

A pesar de ello, esa muerte, ese temor real a no ver a los míos, no fue un factor decisivo para sentarme a escribir durante siete meses sin parar. Si acaso, conspiró en contra.

En cierta forma, la fatalidad a la que me refiero tuvo un sentido más complejo.

Significaba la desaparición de personajes que habían sido mis compañeros de viaje durante décadas. Sería ignorar definitivamente que Nerio está a punto de ejecutar una estrategia de lobby para salvar un banco en Miami; desmontar la determinación de Clara para argumentar su independencia sexual frente a la tentación de las convenciones sociales; equivaldría a abandonar a David en su tránsito por las entrañas de un sistema político-económico que pretende devorarlo; o cortar de tajo a Romero y su meticulosa exposición sobre la racionalidad detrás de un asesinato. Todos listos para salir al escenario y de repente cancelar la función por una súbita oscuridad total. Eso generó en mí un grado importante de ansiedad, porque los había atesorado esperando el momento propicio, perfecto y -evidentemente- inexistente de encontrarnos cara a cara con el público.

No iba a abandonar a mis amigos.

Tampoco me iba a traicionar incumpliendo una deuda conmigo mismo, desestimando el deber de todo ciudadano de reconstruir una parte de historia de su país, uno que ya no es. Me persuadí de plasmar mi pasado reciente antes de olvidarlo por completo.

Con ese objetivo en mente fue una decisión natural contar la historia de La reputación a ritmo de novela negra, no solo a pedido de los personajes, sino porque las secuencias del contexto histórico que habitaban así lo reclamaban.

Hablo de un país latinoamericano (Venezuela), durante las semanas previas a una la elección presidencial donde toda la nación parece rifarse la vida. La disputa electoral entre Hugo Chávez -ya herido de muerte- y Henrique Capriles en el 2012 no es una conveniencia dramática para la narración; caracterizan la efervescencia de una sociedad díscola, arrogante y profundamente confiada en el poder de lo religioso y lo fantástico. Ese punto de inflexión -o de quiebre- lo viví después en México en el 2018 y luego se manifestó este año en Perú. Esa sensación de que nada va a ser igual después de esos resultados.

Me apresuro a aclarar que ni Chávez ni Capriles son personajes de la novela. Son escenografía, porque la elección entre ambos estuvo revestida con ropaje de épica, donde los dos bandos se sentían héroes con narrativas distintas. Unos cargando a su mártir eterno hacia un sacrificio final. Otros llevando a cuestas al David infalible, ungido para darle fin a la pesadilla revolucionaria con rasgos de Goliat.

Poco importó que ese año existiera aún la posibilidad de revertir el daño a la economía nacional, especialmente al aparato productivo agroindustrial, sin cambios tan drásticos o extraordinariamente impopulares. De no aprovechar esa ventana de oportunidad vendría, esta vez sí, la hambruna tantas veces anunciada, el colapso.

Pudo más la efervescencia.

Y también el resentimiento, “… esa llamita agazapada entre solidaridades engañosas y deseos de igualdad, siempre dispuesta a empujar a alguien al foso”. (Tomado de La reputación).

La reputación narra ese salto al vacío de la sociedad, mientras se efectuaba el ajuste de cuentas entre paisanos y de ellos contra el país. A mi modo de ver, el suicidio de esa masa frívola y soberbia era importante reseñarlo sin los pruritos o convenciones propias de ese tipo de tragedias. Convenía expresarlo de manera directa para poder enterrarlo sin el fetiche de la resurrección, o peor aún, de la reencarnación en los rincones habitados por la diáspora.

Relatar esa muerte resultó una necesidad imperiosa a contracorriente de la pretensión actual de mantener vivo el fetiche repitiendo discursos y rituales; dejando lugares vacíos en las mesas, esperando el inminente regreso de los difuntos para así volver a ser como antes.

A lo largo de la novela hay símbolos que representan esos artilugios, y se exponen ciertos dispositivos mediáticos y políticos utilizados para recrear una ilusión en nombre de la reputación nacional perdida. Son el andamiaje sobre el cual se edifica una cultura popular donde sobresale “… la adicción a la belleza, alucinógeno capaz de ocultar la grotesca realidad a su alrededor…”. (Tomado de La reputación); y en la que se retroalimenta el perenne resentimiento social.

Sus mensajes van dirigidos a consolidar el deseo imposible de recuperar la reputación que tuvimos (potencia petrolera, el país de la belleza, el Dorado infinito), no el accidente actual.

Y si bien la reputación es un activo poderoso, su esencia es delicada. La de los venezolanos, como la de los mexicanos, españoles o colombianos, se reconfigura cada segundo, pues se nutre de las actuaciones de todos sus ciudadanos. Esa inestabilidad supone un lado positivo: al no ser estática, ofrece continuamente la oportunidad de reconstruirla o crear una mejor. ¿Cómo construir una reputación positiva de una nación, si sus ciudadanos están desconectados y enfrentados? ¿Qué anhelan los venezolanos concentrados en Madrid y en qué se parecen a los asentados en Miami o Lima?

Reconstruir el tejido social que nos permita crear una reputación de referencia para todos es una tarea a largo plazo y demanda un enorme esfuerzo: inventar espacios para interactuar, conectarse como diáspora, intercambiar visiones o dar paso a liderazgos distintos (que existen, pero no son visibles, porque la fragmentación actual apuesta a la nostalgia por el pasado). Demanda salir de los guetos.

La dimensión de esa tarea es amplia y, para evitar el agobio natural, se podría empezar por aceptar la falla colectiva, descartando la tentación de la resurrección o la reencarnación. Optar por crear una nueva reputación.


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