Poesía

La rasgadura y la flor

20/03/2019

Fotografía de Casa de América | Flickr

El lunes 18 de marzo de 2019 fue presentado el libro Rasgos Comunes. Antología de poesía venezolana del siglo XX, en un evento realizado en el Instituto Cervantes en Madrid. A continuación reproducimos las palabras de la escritora Marina Gasparini Lagrange en la presentación.

Es un honor estar hoy aquí, en el Instituto Cervantes, junto a Luis García Montero y Antonio López Ortega presentando Rasgos comunes. Antología de la poesía venezolana del siglo XX. Un honor que es también una alegría; gracias Antonio por invitarme a estar junto a ustedes celebrando y acompañando este excelente trabajo de lecturas e investigación realizado por Miguel Gomes, Gina Saraceni y por ti. Gracias a ustedes tres por propiciar que estemos aquí reunidos celebrando la palabra que da voz a la poesía venezolana. Y un gracias muy especial a todos los presentes por estar aquí festejando a la poesía.  

Me viene a la memoria la imagen de una mujer. Me refiero a una figura femenina pintada al fresco en el primer siglo de nuestra era, en la Villa Arianna, en Stabia, cerca de Pompeya. Describir una pintura sin mostrarla no es una tarea fácil, sin embargo, asumo ese reto, pues ella, con la delicadeza de su andar, me señala el modo y el tempo de mi intervención.

La vemos caminar descalza delante de nosotros, con su cabello recogido con una cinta en un moño que deja su cuello al descubierto. Observamos su vestido de telas ligeras, blancas y amarillas. Sentimos la brisa que ondula su traje y descubre parte de su espalda. Nos detenemos en sus gestos y en la elegancia de su andar. Vemos el movimiento de sus pies; la delicadeza con que una de sus manos toma entre el pulgar y el índice la rama más alta en la que despuntan dos pequeñas flores blancas, quizá de cerezo. Podemos sentir la presión que hacen sus dedos al separar el tallo del resto del arbusto para agregarlo a las flores de la cesta que, apoyada en su cuerpo, sostiene con el brazo izquierdo. Ella camina dentro del verde, sus pasos son amortiguados por la hierba; ella se mueve dentro de un color, no dentro de un espacio. Ella, a quien no le vemos el rostro y no se percata de nuestra presencia, traza un camino en su andadura, va hacia adelante, hacia un lugar invisible que está fuera de la imagen. Ella recoge flores, selecciona flores; ella me recuerda que la palabra antología viene del griego ánthos, flor, y logía, selección. ¿Hermoso, no? Una antología son flores seleccionadas una a una para formar un gran ramo de formas, colores, emociones y belleza. Y las flores de hoy son venezolanas y diré algo sobre ellas con agradecimiento y admiración.

Les hablaré como lectora, es desde esa relación con la palabra poética que deseo detenerme en algunos de los poemas de la antología Rasgos comunes. Deseo hablarles desde la perspectiva más íntima y personal que poseo: mi lectura, mis sentimientos y mis emociones. ¿Acaso no recordamos que es la atenta escucha la que permite a la poesía ser cimiento en nosotros?

Sabemos que el título del libro, Rasgos comunes, rinde homenaje a Juan Sánchez Peláez, poeta mayor de nuestra poesía. Sabemos que un rasgo, nos lo dice la RAE,

es el trazo que en su letra conjuga escritura y líneas intransferibles de identidad. Líneas de identidad que en este caso comparten una misma tradición poética, un paisaje y un país como lugar de lo colectivo y lo personal. Muchos poetas del siglo XX venezolano tuvieron en común el campo y la periferia, lugares que dejaron a sus espaldas para ir al encuentro de la ciudad y la modernidad.

Rasgos comunes, antología de la poesía venezolana del siglo XX reúne a 87 poetas, y 26 son mujeres. Cada poeta es introducido con claridad y precisión. El lector encontrará en esta cartografía las notas que le permitirán adentrarse en una poesía de excelencia que, como toda poesía, llama a ser leída en la palabra misma de los autores. Todo poeta nos habla desde la visión de un mundo propio que la palabra canta, desde la realidad que, aún en la fragmentación, celebra; desde la voz que es raíz, identidad y pertenencia.

En sus orígenes, la poesía femenina venezolana fue recibida con un desinterés cercano a la indiferencia. Enriqueta Arvelo Larriva, María Calcaño, Luz Machado fueron mujeres aisladas, de provincia, a quienes la sociedad de la época les impuso, tácitamente, la vida familiar como destino. Pero la poesía es un mandato que no deja escapatoria y coloca al poeta ante el descampado en que deberá erigir y dar tono a su propio canto. Y estas poetas, obedeciendo a su necesidad, alzaron su voz.

Ellas escribieron, se escribieron, aunque, como dijo Enriqueta Arvelo Larriva, conocían la sordera que las rodeaba. Arvelo Larriva tituló uno de sus libros: Voz aislada, y en el poema “Presentación de mi nueva voz” dice: Es una voz profundamente mía, / más la daré sin sacrificio. Termina su texto afirmando: Ella -qué novedad- me dará un gozo bravo: / la sembraré en el montón sordo.

Luz Machado, en su vida de ama de casa, da voz a la casa que habita con sus ritos y decepciones, la casa que sofoca mientras sus muros arraigan en ella. Escribe: Un gran dolor pule los huesos cuando la casa/ cae con la noche encima, sobre el lecho. /Sí. Es la casa entera sobre los hombros, / sobre la espalda, sobre la frente, / sobre las rodillas, en los pies, / entre los brazos. Estas poetas hablan de los sentimientos que nacen, de las decepciones que resuenan y, abiertamente, cantan el abandono con el que se nombran a sí mismas. En muchos de los poemas aquí recogidos, la palabra poética es soledad, mirada y, a veces, también gratitud: Gracias a los que se fueron a buscar agua para mi sed/ y me dejaron ahí/ bebiéndome el agua esencial de un mundo estremecido, apunta Enriqueta Arvelo Larriva. Mientras, para otras poetas, el cuerpo es el gozo que canta y celebra el placer del erotismo: Mujer pecadora. / ¡Mujer! dice María Calcaño y recuerda la dicha vivida: Me acariciaba, lento, / contra su corazón, / como un vago perfume.

La poesía venezolana escrita por mujeres en los años ochenta y gracias a Hanni Ossott, María Clara Salas y Yolanda Pantin vivirá en nuestra literatura un boom sin precedentes. Siempre serán más las mujeres que escribirán una poesía de alta factura, de honda emocionalidad, de resonante impacto. Además de las tres poetas ya nombradas y ajustándonos al criterio que los antólogos utilizaron para la selección, es necesario mencionar a Blanca Strepponi, María Auxiliadora Álvarez, Verónica Jaffé, Edda Armas, Laura Cracco, Patricia Guzmán, Martha Kornblith y unos años más jóvenes: María Antonieta Flores, Jacqueline Goldberg, Eleonora Requena, Carmen Verde. Por cierto, el criterio rector en la antología ha sido el de incluir solo poetas cuya obra en el año 2000 llegó a tener resonancia y produjo algún tipo de influencia en otros autores.

El poeta escribe, pero ¿quién escribe al poeta? Las respuestas comienzan a aparecer en uno de los títulos capitales de la poética de Yolanda Pantin: Poemas del escritor (1989), es este el libro de la escritura y del desdoblamiento, donde la soledad es el lugar desde el cual comienza la confidencia. Allí la poeta se observa, se escruta, se vive y se da vida en la escritura. Esta mirada “ajena” le permite establecer una distancia entre el poema y la palabra que lo hace posible. Yolanda Pantin va en busca de una posible identidad, quién fue, quién es, y no titubea en decirnos cuál de todas es ella: «Yo soy aquélla en la fotografía, / de pie, // entre el miedo y el deslumbramiento». De pie y siempre andando, desde ese espacio al mismo tiempo reconocible y cambiante, escribe una poesía que da voz al instante de la revelación: «Desde el principio hasta su fin // olvido // recuerda».

La enfermedad constituye un motivo que mueve la emoción de algunas poetas; las dobla, y les cierra y les abre ventanas. Así, Martha Kornblith escribió: Me dices que te hable sobre mi vida. / Yo te propongo un poema sobre la locura. Y en su texto  “Clínica Montserrat” confiesa: Supimos que el delirio era/ una forma de sostenernos/ en los precipicios. Poesía femenina, poesía de una intimidad que no escatima esfuerzos ni palabras para dar sentido a las cosas que mueren; poetas que se empeñan en nombrar lo imperceptible, con frecuencia lo invisible, que la poesía nos hace ver con la imagen que modela su voz.

La poesía femenina recogida en esta antología da cuenta de unas mujeres que han dado voz y silencio a lo vivido, a las intermitencias de sus anhelos, a las heridas de lo perdido, a las nostalgias presentes, a la memoria que les ofrece la palabra y el tono. Ellas han moldeado y conjugado vida y palabra, la rasgadura y la flor. Luz Machado escribió con énfasis: Hay que enterrar las flores, vivas. // Es preferible a verlas morir entre dos hojas, / perdido ya el matiz y el suave aroma. / Es preferible a verlas marchitarse día a día/ como el amor fugaz de dos criaturas, / perdiendo poco a poco y en la ausencia/ el calor inicial y las palabras. /Es preferible a escribirles esas cartas/ de agua reciente en los floreros,/ rogándoles resistir un poco más que nuestra propia pena. (…) Hay que enterrarlas vivas o perderlas, / que es el modo mejor de hacerlas vivas.

 

Quisiera terminar mi intervención con un poema de Hanni Ossott, una de nuestras poetas medulares:

 

No importa que caminemos sobre piedras y que alguna

   investidura

falaz recubra ojos y brazos

Si lo necesario nos viene de reventar el sol a pedradas

o buscar nuestras primeras huellas

moriremos igual a un soldado

cumpliremos los mismos ciclos de crisálidas

Aunque los espacios imaginen perpetuaciones

 

Pido permiso para sentarme sobre los resquicios de puertas

abandonadas

debo hablar sobre el movimiento urdido en habitaciones

de un solo huésped

Gracias.


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