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CHICAGO – La pandemia del coronavirus ha tomado al mundo por sorpresa y ahora expondrá las flaquezas económicas subyacentes sea donde estén. Pero la crisis también nos recuerda que vivimos en un mundo profundamente interconectado. Si la pandemia tiene algún aspecto positivo es la posibilidad de una reformulación muy necesaria del diálogo público que centre la atención en los más vulnerables de la sociedad, en la necesidad de una cooperación global y en la importancia del liderazgo y la experiencia profesional.
Más allá del impacto directo en la salud pública, una crisis de esta magnitud puede desatar por lo menos dos tipos directos de golpe económico. El primero es un golpe a la producción, debido a la alteración de las cadenas de suministro globales. Suspender la producción de sustancias químicas farmacéuticas básicas en China altera la producción de drogas genéricas en la India, lo que a su vez reduce los envíos de medicamentos a Estados Unidos. El segundo golpe es a la demanda: en tanto la gente y los gobiernos toman medidas para desacelerar la propagación del coronavirus, el gasto en restaurantes, centros comerciales y destinos turísticos se derrumba.
Pero también está el potencial de las repercusiones indirectas, como la reciente caída de los precios del petróleo luego de que Rusia y Arabia Saudita no lograran llegar a un acuerdo sobre recortes coordinados de la producción. En tanto éstas y otras sacudidas se propaguen, las pequeñas y medianas empresas ya bajo presión podrían verse obligadas a cerrar, lo que deriva en despidos, pérdida de la confianza de los consumidores y mayores reducciones del consumo y la demanda agregada.
Es más, rebajas de calificaciones o incumplimientos de pago de entidades sumamente apalancadas (los productores de energía de esquisto en Estados Unidos; los países en desarrollo dependientes de las materias primas) podrían conducir a mayores pérdidas en el sistema financiero global. Eso podría restringir la liquidez y el crédito, y disparar un ajuste dramático de las condiciones financieras que hasta ahora han respaldado, y mucho, el crecimiento.
El desfile de posibilidades nefastas podría continuar. El punto más esencial a recordar es que la economía mundial nunca se recuperó plenamente de la crisis financiera global de 2008, y que nunca se abordaron por completo los problemas subyacentes que produjeron aquel desastre. Por el contrario, los gobiernos, las empresas y los hogares en todo el mundo han acumulado más deuda, y los responsables de las políticas han minado la confianza en el sistema de comercio e inversión global.
Sin embargo, aunque el mundo empezó con una mano débil, nuestra respuesta a la crisis del COVID-19 podría ser mucho mejor de lo que ha sido. La tarea inmediata es limitar la propagación del virus a través de pruebas generalizadas, cuarentenas rigurosas y distanciamiento social. Los países más desarrollados deberían estar bien posicionados para implementar estas medidas; sin embargo, Italia se ha visto sobrepasada por la epidemia –y la respuesta de Estados Unidos no ha inspirado precisamente confianza.
De cara hacia adelante, a menos que el coronavirus se erradique a nivel global, siempre puede regresar, o inclusive convertirse en una alteración estacional. Si no se descubre un tratamiento efectivo pronto (la droga antiviral remdesivir de Gilead actualmente parece prometedora), todos los países tendrán que elegir entre encerrarse por completo o impulsar un esfuerzo global para erradicar el virus. Considerando que lo primero es imposible, lo segundo parece la opción natural. Pero esto exigirá un grado de liderazgo y cooperación global que escasea en abundancia. La presidencia del G20 actualmente está en manos de Arabia Saudita, que está sumida en disputas internas y externas; y la administración del presidente norteamericano, Donald Trump, ha repudiado la acción multilateral desde el principio.
Aun así, algunos países clave podrían lograr mucho si dieran un paso al frente y lideraran una respuesta global, persuadiendo inclusive a más países sobre el valor de la cooperación. Por ejemplo, los países que han sido relativamente exitosos a la hora de manejar la epidemia, como China y Corea del Sur, podrían compartir las mejores prácticas. Y en tanto los países individuales empiezan a controlar el coronavirus al interior de sus fronteras, podrían enviar recursos ociosos a los países que necesitan personal médico más experimentado, respiradores, kits de prueba, mascarillas y cosas por el estilo.
Es más, finalmente se podría persuadir a China y a Estados Unidos de que revirtieran los recientes aumentos arancelarios y prescindieran de las amenazas de nuevos aumentos (como a los autos). Si bien una reducción temporaria de los aranceles no serviría de mucho para mejorar la inversión transfronteriza, al menos ofrecería un pequeño impulso a la actividad comercial. Por otra parte, un acuerdo podría mejorar el sentimiento comercial sobre la recuperación post-pandemia.
Al interior de los países, la tarea inmediata –después de implementar medidas para contener el virus- es respaldar a aquellos que están en la economía informal o con trabajos esporádicos cuya supervivencia se verá alterada por las cuarentenas y el distanciamiento social. Quienes son más vulnerables económicamente también tienden a ser aquellos que carecen de acceso a la atención médica. Por lo tanto, como mínimo, los gobiernos deberían ofrecer transferencias de dinero a estos individuos –o a todos, si las poblaciones vulnerables son difíciles de identificar- así como una cobertura por gastos médicos relacionados con el virus. De la misma manera, tal vez haga falta una moratoria sobre el pago de algunos impuestos para ayudar a las pequeñas y medianas empresas, así como garantías de préstamos parciales y otras medidas para mantener el flujo de crédito.
En los países desarrollados, en particular, la pandemia pronto revelará que mucha gente se ha sumado a las filas de la precariedad laboral en los últimos años. Este grupo tiende a estar conformado por jóvenes, e incluye a muchas personas que viven en lugares “abandonados”. Por definición, quienes están en una condición de precariedad laboral carecen de las capacidades o de la educación necesarias para garantizarse empleos estables con beneficios y, por ende, tienen una participación menor en “el sistema”. Las transferencias de dinero enviarían el mensaje de que al sistema todavía le importa. Pero, por supuesto, será necesario hacer muchas más cosas para expandir la red de seguridad social y brindarles nuevas oportunidades a los marginados económicamente.
Los partidos y los líderes populistas han capitalizado políticamente la situación de la marginalidad laboral, pero no han podido cumplir sus promesas –inclusive donde realmente ejercen el poder-. La pandemia puede aquí también tener un aspecto positivo. Los gobiernos que han debilitado a las agencias de prevención de desastres y a los protocolos de alerta temprana en vigencia hoy se dan cuenta de que, después de todo, necesitan profesionales y expertos. El COVID-19 ha sido rápido para exponer el amateurismo y la incompetencia. Si a los profesionales se les permite hacer su trabajo, pueden restablecer parte de la confianza perdida de la población en el establishment.
En la arena política, un establishment profesional más creíble tendrá la oportunidad de impulsar políticas sensatas que aborden los problemas que enfrenta la gente en situación de precariedad laboral sin dar lugar a una lucha de clases. Pero estas oportunidades no durarán para siempre. Si los profesionales no logran capitalizarlas, la pandemia no ofrecerá ningún aspecto positivo –sólo más miedo, división, caos y miseria.
Raghuram G. Rajan, ex gobernador del Banco de la Reserva de la India, es profesor de Finanzas en la Escuela de Negocios Booth de la Universidad de Chicago y autor, más recientemente, de The Third Pillar: How Markets and the State Leave the Community Behind.
Copyright: Project Syndicate, 2020.
www.project-syndicate.org
Raghuram G. Rajan
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