Fotografía de Alberto PIZZOLI | AFP
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MILÁN – El coronavirus tiene la economía global inmovilizada. Igual que muchos amigos y colegas en China, yo también he estado en cuarentena, junto con el resto de Italia. Ahora, muchos de mis conciudadanos en Estados Unidos se encuentran en la misma situación; y otros en el resto del mundo no tardarán en seguirlos.
Como aparentemente personas asintomáticas pueden transmitir el virus, este se propagó ampliamente y fuera del radar de las autoridades de salud pública. Para evitar el colapso de los sistemas sanitarios, en todo el mundo se han implementado rigurosas medidas de distanciamiento social y aislamiento voluntario, que han recibido buena acogida del público. Pero todavía no es seguro que logren frenar el ritmo de transmisión y limitar la cantidad de casos críticos en Occidente.
La evidencia de que China y otras economías asiáticas han conseguido limitar o incluso contener la epidemia es prometedora. Pero estos países no apelaron solamente al distanciamiento social, sino también a una amplia variedad de herramientas que no se usaron extensivamente en Europa y Estados Unidos: testeo a gran escala, rastreo de contactos, aislamiento obligatorio, etcétera.
Sin embargo, en todas partes las medidas para mitigar la pandemia han provocado una súbita detención de gran parte de la actividad económica (los servicios esenciales suelen ser los únicos sectores exentos). El resultado será una marcada caída del PIB y de los ingresos, una casi segura disparada del desempleo (como ya se ve en Estados Unidos), la interrupción del calendario escolar y la suspensión de casi cualquier actividad que reúna a más de unas pocas personas.
Aunque las videoconferencias, la enseñanza virtual y otras aplicaciones digitales amortiguaron el impacto para algunos, el resultado económico inevitable será una profunda recesión y amplios daños colaterales a los medios de vida y el bienestar de las personas.
Se percibe con razón el cierre de la economía como un modo de ganar tiempo para aumentar la capacidad de los sistemas sanitarios y reducir la demanda máxima que deberán afrontar. Pero no es una estrategia completa. Incluso en combinación con medidas de flexibilización monetaria y grandes programas fiscales para la protección de personas y sectores vulnerables, no se puede mantener a la economía en hibernación por mucho tiempo sin imponer en algún momento costos inaceptables a los individuos y a la sociedad.
Muchas de las actividades de la economía moderna (en particular restoranes, comercios minoristas, teatros, eventos deportivos, museos, parques y muchas formas de turismo y transporte, por ejemplo la aeronáutica) no pueden funcionar en condiciones de distanciamiento social, y constituyen una fracción considerable del empleo total. Otros sectores importantes pueden seguir funcionando, pero a media máquina.
De modo que la pregunta es qué se puede hacer ahora para asegurar que la recuperación y el regreso a la normalidad sean tan seguros como sea posible. Una cuarentena de una duración económicamente tolerable no basta para reducir los riesgos asociados con las interacciones interpersonales. Transcurridas algunas semanas (digamos, entre cuatro y seis) los costos económicos de la paralización comenzarán a acumularse, momento en el cual algunas personas empezarán a regresar a cualquier trabajo que haya disponible, sencillamente porque no tienen opción. (Para muchos pobres en la India, que esta semana paralizó su economía, la crisis será inmediata.) Aunque los riesgos de contagio sigan siendo altos, no tienen recursos que les permitan permanecer aisladas. Al mismo tiempo, pese a que los costos del cierre prolongado de escuelas son muy altos, las escuelas seguirán, o deberían seguir, cerradas hasta que el riesgo de un rebrote de coronavirus sea casi nulo.
De modo que para que la recuperación sea rápida y segura es fundamental reducir lo suficiente el riesgo de las actividades grupales. Un elemento importante de esta reducción tiene que ver con la capacidad de los sistemas sanitarios, de modo que está totalmente justificado centrar la atención en este momento en proveer a médicos y trabajadores sanitarios elementos y protección suficientes para dar atención a pacientes en estado crítico.
Pero estas iniciativas destinadas a la primera línea de lucha contra la enfermedad no reducirán el riesgo del contacto interpersonal en general. Para lo segundo es necesario usar el período de cuarentena para ampliar la capacidad de testeo, rastreo de contactos, aislamiento de pacientes y tratamiento.
En esto, es muy interesante leer un discurso que dio el 25 de marzo Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud, donde señala: «Pedir a la población que se quede en casa y suspender su circulación permite ganar tiempo y rebajar la presión sobre los sistemas de salud. Pero estas medidas no acabarán, por sí solas, con la epidemia. El objetivo de estas acciones es que se adopten medidas más precisas y específicas para detener la transmisión y salvar vidas». Si yo tuviera que hacerle algún cambio a esta clara declaración de objetivos, centrada en la salud, sólo añadiría a la última oración: «(…) y para reducir el riesgo de contagio, reiniciar la economía y acelerar la recuperación».
Tras explicar el contenido de esas medidas más precisas y específicas, Ghebreyesus añadió que son las mismas que también serán necesarias en aquellos países (incluidas muchas economías en desarrollo de bajos ingresos) cuyas cifras de contagio todavía son bajas. Ya es previsible que algunos de esos países necesitarán ayuda externa para prepararse a enfrentar brotes locales. De modo que la cooperación y el apoyo en el nivel internacional son cruciales para el manejo global de la crisis.
En cualquier caso, la cuestión clave es que las medidas necesarias para reiniciar la economía son las mismas que se necesitan para frenar la transmisión del virus. A la espera del final del distanciamiento social riguroso, la creación de capacidades de testeo, rastreo de contactos, aislamiento de pacientes y tratamiento se vuelve una prioridad económica urgente. Es imperioso reducir los riesgos del contacto interpersonal, para que los que consideren necesario volver a trabajar puedan hacerlo, y para que quienes preferirían aislarse voluntariamente puedan volver a las escuelas y a la plena actividad económica sintiéndose relativamente seguros.
La experiencia asiática hace pensar que las tecnologías digitales son herramientas eficaces para la individualización y el seguimiento de los contagios y para mantener a las personas y a las autoridades informadas de los riesgos. Algunas de las técnicas más eficaces dependen de datos de geolocalización, y pueden generar planteos de privacidad en algunos países. Pero en vista de la magnitud del desafío, no hay que descartar de entrada estos métodos. Las plataformas ya tienen datos de ubicación que pueden usarse para informar a la ciudadanía de posibles exposiciones. Al fin y al cabo, la infraestructura digital ya se reveló como un elemento clave para la resiliencia económica en esta crisis. Sin ella, el teletrabajo y la enseñanza virtual, el comercio electrónico y los servicios financieros digitales no serían posibles, y el distanciamiento social riguroso habría provocado una detención casi total de la economía.
Traducción: Esteban Flamini
Michael Spence, premio Nobel de Economía, es profesor de economía en la Escuela Stern de Administración de Empresas de la Universidad de Nueva York e investigador superior en el Instituto Hoover de la Universidad Stanford.
Copyright: Project Syndicate, 2020.
www.project-syndicate.org
Michael Spence
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