Fotografía de Randy Montoya | Sandia Labs | Flickr
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MILÁN – Muchos damos la electricidad por sentada: accionamos un interruptor y esperamos que la luz se encienda. Pero la capacidad y resiliencia de los sistemas de generación, transmisión y distribución de energía no está garantizada; y cuando fallan, toda la economía se queda a oscuras.
Hace poco participé en una reunión de la Power and Energy Society (PES), una organización patrocinada por el Instituto de Ingenieros Eléctricos y Electrónicos (IEEE). En el evento (al que asistieron más de 13 000 profesionales de la industria de todo el mundo y cientos de empresas que fueron a exhibir equipos y sistemas de avanzada) reinó una actitud de vibrante optimismo.
Pero a pesar de la confianza imperante, todos en la reunión eran conscientes de los tremendos desafíos a los que se enfrenta el sector de la energía, comenzando por la creciente frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos. Las empresas están trabajando en diseñar modos innovadores de restaurar el servicio en menos tiempo tras un corte; e invierten en infraestructuras que mejoren la capacidad de responder a situaciones extraordinarias. Esto incluye la búsqueda de minimizar el riesgo de que el sistema mismo provoque o agrave una situación extraordinaria, por ejemplo un incendio forestal.
El desafío se agrava porque el sector de la energía también tiene que hacer avances en el área de la transición verde. Esto implica reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero y al mismo tiempo mantener una provisión de energía estable a la economía. Como el uso de fuentes de energía renovables es distinto al de los combustibles fósiles, esto implica transformar no sólo la generación de energía sino también su transmisión y distribución (incluido el almacenamiento).
En tanto, factores como la adopción del vehículo eléctrico y la multiplicación de centros de datos y sistemas de computación en la nube hacen prever un aumento de la demanda de electricidad. En particular, se espera que en los próximos años la necesidad de energía de los sistemas de inteligencia artificial crezca en forma exponencial. Según una estimación, en 2027 el sector de la IA consumirá entre 85 y 135 teravatios hora al año, más o menos lo mismo que los Países Bajos.
Para hacer frente a estos desafíos, los tres componentes del sistema energético se deben integrar en lo que se denomina «redes inteligentes», administradas por sistemas digitales y (cada vez más) por la IA. Pero el desarrollo de redes inteligentes no es tarea pequeña, ya que dependen de una multitud de dispositivos y sistemas (por ejemplo, medidores residenciales inteligentes y sistemas de gestión de recursos energéticos distribuidos) necesarios para administrar una multiplicidad de fuentes de energía flexibles y fluctuantes e integrarlas a la red eléctrica. Y como la base de todo el sistema es digital, también se necesitan mecanismos de ciberseguridad eficaces que aseguren su estabilidad y resiliencia.
Todo esto implicará costos. La Agencia Internacional de la Energía calcula que para que la economía mundial alcance en 2050 la emisión neta nula, habrá que duplicar la inversión anual mundial en redes inteligentes (de 300 000 millones a 600 000 millones de dólares) de aquí a 2030. Esto es una fracción importante de los cuatro a seis billones de dólares por año que según se estima se necesitarán para financiar la totalidad de la transición energética. Pero las necesidades de inversión siguen incumplidas; incluso en las economías avanzadas, el déficit de inversión en redes inteligentes supera los cien mil millones de dólares.
Para hacer frente a todos estos desafíos se necesitarán acciones coordinadas entre sistemas que por lo general son muy complejos. Un buen ejemplo es Estados Unidos. Las más o menos 3000 empresas de electricidad estadounidenses operan en una variedad de combinaciones de generación, transmisión y distribución, además de ejercer un papel de formación de mercados en cuanto intermediarios entre la generación y la distribución. Cada estado tiene autoridades regulatorias propias, y puede ocurrir que la distribución local se regule en el nivel municipal. En cuanto a la infraestructura nuclear, en Estados Unidos la gestiona en el nivel federal el Departamento de Energía, que también financia investigaciones y (conforme a la Ley de Reducción de la Inflación aprobada en 2022) inversiones en el sector de la energía. Y además, la Agencia de Protección Ambiental tiene gran influencia sobre el rumbo y la velocidad de la transición energética.
Otras entidades supervisan las tres grandes regiones en las que se divide la red eléctrica estadounidense y sus interconexiones. Por ejemplo, la North American Electric Reliability Corporation (una organización sin fines de lucro) tiene bajo su mirada seis entidades regionales que en conjunto abarcan todos los sistemas de energía interconectados de Canadá y el vecino Estados Unidos, además de una parte de México.
Para lograr la necesaria transformación de los sistemas de energía tendremos que encontrar el modo de financiar las inversiones pertinentes y definir quién aportará en última instancia los fondos y de qué manera coordinar un sistema de redes inteligentes complejo, tecnológicamente avanzado y cambiante.
Cuesta imaginar de qué manera podrían movilizarse inversiones en la escala necesaria sin el poder de financiación de los gobiernos nacionales. Esto vale sobre todo para los Estados Unidos, donde no existe un impuesto universal al carbono que empareje el terreno de juego. Por eso es buena noticia el anuncio realizado el mes pasado por el gobierno del presidente Joe Biden de una variedad de iniciativas e inversiones pensadas para sostener y acelerar el cambio estructural en el sector de la energía.
En cuanto al origen final de los fondos, la respuesta es complicada. En principio, las inversiones que reduzcan los costos o aumenten la calidad y estabilidad del servicio deberían trasladarse a las tarifas. El problema es que para aumentar la calidad del servicio, se necesitan inversiones dispersas en una variedad de entidades que poseen diferentes activos dentro de la red. Coordinar todas estas modificaciones y transferencias tarifarias será como mínimo complicado, teniendo en cuenta la gran descentralización de las estructuras regulatorias.
En lo referido a inversiones que faciliten la transición a la energía verde (incluida la reducción de las emisiones, un bien público global) está claro quién no debe pagar: las comunidades locales. De hecho, tratar de financiar esas inversiones desde el nivel local provocará ineficiencias y subinversión. También sería injusto: no hay ningún motivo razonable por el que los consumidores que viven en áreas con sistemas heredados problemáticos tengan que pagar más. Si se les pide hacerlo, lo más probable es que se resistan.
Una idea mejor sería usar una política industrial ampliada en el nivel federal que no sólo ayude a financiar y (sobre todo) coordinar inversiones a largo plazo en el sector de la energía sino que también guíe el desarrollo de un sistema de redes inteligentes interconectado y complejo. Este sistema necesita al mismo tiempo un banquero y un arquitecto que, cooperando con las empresas, las autoridades regulatorias, los inversores, los investigadores y organizaciones de la industria como PES, lleve adelante una transformación estructural compleja, justa y eficiente. Los gobiernos nacionales tienen que involucrarse en la provisión de ambas funciones.
Traducción: Esteban Flamini
Michael Spence, Premio Nobel de Economía, profesor emérito de Economía y exdecano de la Escuela de Posgrado en Negocios de la Universidad Stanford, es coautor (con Mohamed A. El-Erian, Gordon Brown y Reid Lidow) de Permacrisis: A Plan to Fix a Fractured World (Simon & Schuster, 2023).
Copyright: Project Syndicate, 2024.
www.project-syndicate.org
Michael Spence
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