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A Karmele Nahmens, Tulio Hernández y Arturo Araujo
Tiene mucha sensualidad la absoluta soledad de los Médanos: no dejan de danzar al viento y espolvorear figuras las arenas que siempre caen curvilíneas; es plástico su silencio con fondo azul. Distinto a una casa que cambió a deshabitada, donde hubo risas y besos, y ahora no se mueve nada. Taciturna, convertida su historia en suposición en el enigma de las cuatro paredes, los objetos que dejaron de sonrojarse en la alcoba o la nada que se exhibe en paños menores en la tina del baño entran en mudez extrema. No sueltan prenda. Se arrinconan como cachorros extraviados.
Los objetos sin sus dueños lucen abandonados de caricias, de manoseo. En efecto, como en las fotos del abandono de la diseñadora Marylee Coll (una es portada de Diorama, de Ana Teresa Torres), como en los bazares y ventas de garaje, en Caracas se desparraman las cosas; saltan descosidas de sus casas. Sillas dejadas por quien las abrazaba, copas secas, sin líquidos ni carmín, chinchorros replegados en sus alcayatas sin que el amor los menee, hunda o haga crujir, estantes desprovistos, juguetes estrábicos, baúles vacíos de secretos y gavetas extrañando la secuencia por colores de mudas coquetas, las amarillas del 31, las negras con el lacito fetiche.
Y contra la pared desconchada, un cerro de libros en triste pila, o futura pira, suspiran o más bien parecen expirar. Es El dolor. Acaso La guerra del fin del mundo. Que produce una Rebelión en la granja, y todos como Fuenteovejuna claman por El amante que extrañan y sin duda más de El amor en los tiempos del cólera. La coqueta Lolita haciendo sus Travesuras de la niña mala, propone entonces compartir La emoción de las cosas con El primer hombre, persuadido de que toda mirada curiosa debería deslizarse por La región más transparente. No se le hace muy Cándido ni le parece aquello una Divina comedia a Doña Bárbara que Sobre la misma tierra y A sangre fría desdeña a El mercader de Venecia, tan inadecuado como El diente roto. Quiere Vivir para contarla.
Aflora El hambre en aquel contexto que oscila entre La guerra y la paz, y haciendo costura en la ruptura, arengan Los invencibles y Todas las almas a favor de los Puntos de sutura y La inmortalidad. Solapas tristes pero dignas, cual La fiesta de la insignificancia, aguardan Cien años de soledad, calcula Doña Inés contra el olvido por la Vuelta a la patria. No, no han sido Vagas desapariciones asume, pero cuando pase La tempestad, que pasará, y Así que pasen cien años, gracias a los Trabajos de amor ganados, durante Todo el tiempo que nos queda alguien podría decir A buen fin no hay mal principio. Se acabarán las Casas muertas.
Las ventas de garaje contienen la ciudad desmontada convertida en desdentado puzzle. Conmueve ver, sin embargo, no sólo la narrativa rota sino el azaroso reencuentro de los corotos. Las ropas bonitas imantan a otros cuerpos entallados por las rebajas. Es claro que la Barbie, los brazos extendidos, le hace guiños al José Gregorio Hernández de manos ocultas y exacto tamaño. Parece llorar la taza rosa sin plato; pero las otras cinco, a su lado, resisten orondas con las manos en la cintura sobre los suyos. Los collares setentosos escandalizan con su credo, juran que están de moda con sus signos de la paz.
Bajo puentes, en esquinas de la vía pública, en Prados del Este, El Cementerio, El Hatillo, La Lagunita, La Hoyada, el Museo del Transporte, los ventorrillos contienen el paisaje de la cotidianidad que estrenará nueva superficie, anaquel, consola, velador, dueño. La ciudad que resiste se reordena, cambia de tacones, se pierde y se encuentra, alguien da con una cafetera exacta a la de la abuela. Los mismos zarcillos oirán nuevas confesiones. Un intercambio que nos lleva al espejo, así éramos, con esos lentes. La memoria es un collar de cuentas regadas devenido rosario.
Extraña forma de reencuentro y reacomodo, de mudanza gatopardiana, de Caracas a Caracas —y de mi alacena al depósito: a buen resguardo, embaladas las piezas de mimbre de la cestería deltana, arte, vajillas de barro de Agua Viva— la hibridez nos repleta, contenemos los jarros mochos de la despedida, con la certeza de que el retorno no asegurado pero soñado de algunos al menos será también la bienvenida de nuevos adornos y souvenirs invitados a repoblar el paisaje afectivo de nuestros futuros pasos.
El que trabaja en el oficio de rematar aquello, el zamuro serial que con sentido práctico hace el favor de dar el último empujón al que se fue, tendrá, sí, mucha demanda estos días de abandono, ocupado como estará en finiquitar la inexplicable esperanza. En arrancar de cuajo la raíz. Pero brota la esperanza en el País portátil.
En el periódico El País de España, Juan Gabriel Vásquez escribe de los venezolanos que dejan sus hogares, muchas veces sin desmontar, imaginando la vuelta que no tendrá lugar. Del vacío que queda detrás del pañuelo blanco, de las multitudes que se han ido como herida en sangría, y de los peretos del recuerdo. Pero se equivoca cuando sentencia tajante, sin dejar resquicio a la duda, que este corte de cordón umbilical es irreductible. Que es Yerma. Muchos dejan el aliento, el pellejo, tanto, y tantos embalan sin dudar, como si fuera la biblia, el Libro Rojo de Scannone, y como si pudieran cargar con la ventana, una postal del Ávila. Hay adaptación, no amnesia. Escribe el articulista lo que es, pero deja en el tintero un quizá.
Desestima que el horror puede revertirse y lo hará, y con él, se volteará la tortilla del viaje, hasta convertirse el no en on. Vencer puede ser un ser que se viene. El amor puede tener bis en un tris. Es La odisea.
Faitha Nahmens Larrazábal
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