Fotografía de Don Harder / Flickr
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Hubo una vez una clase media que llegó a serlo, en gran medida, gracias a las políticas inclusivas en educación pública. Ya creyéndose consolidada, relativamente próspera y algo arrogante, le importó poco o nada, al menos no la mayoría, la suerte de esa educación que la había forjado cuando comenzó a irse a pique. En masa movió sus hijos a colegios privados. Era razonable tratar de salvarlos de un sistema que no ofrecía buenas perspectivas para la prole. Pero no por eso abandonó, en general, las costumbres del rentismo: no apostó a fortalecer las instituciones, no quiso sufragar lo que de verdad cuesta la educación (que es mucho, y que muchas veces subsidiamos los maestros, con nuestros bajos sueldos); no fomentó la formación de educadores e, incluso, no hizo nada por apoyar a las órdenes religiosas aun cuando les entregaban sus hijos para que los educaran. Hoy ya no puede pagar la educación privada y no tiene una educación pública.
Si no hubiera otra parábola para describir la irresponsabilidad y falta de consciencia política y de sus intereses de las élites venezolanas, esta bastará para demostrárnoslo en toda su dimensión. Creerse superior a lo que realmente era, desentenderse de los asuntos políticos, incluso cuando tenían que ver directamente con ellas; ignorar la situación de aquellos que no estaban en su misma situación (cuando no despreciarlos); pensar que las situación de la que gozaba era una especie de bendición caída del cielo establecida de una vez y para siempre: todo ello viene a la memoria de quien ha seguido la deriva descendente de la educación venezolana y lee el reportaje publicado por Carmen Victoria Inojosa en El Nacional el pasado 11 de marzo de este año, “Colegios privados pierden la partida”. De seguir las cosas como van, sólo sobrevivirán unos pocos, precisamente aquellos en los que el sector más depauperado de la clase media puede mandar a sus hijos. Expresión de la brecha social cada vez más amplia quedarán algunos de alto estándar, los maltrechos escuelas y liceos públicos, y todo el variopinto sistema paralelo de las llamadas misiones. Ahora vemos qué tan débiles éramos, qué tan importante es tener maestros, incluso qué tanto lo es contar, en última instancia, con una escuela nacional o municipal cerca (porque la novedad del año escolar que arrancó en septiembre fue el flujo de padres buscando cupos), y que para eso, como para todo, o se lucha como ciudadano, o se pierde.
Naturalmente, hay atenuantes significativas. Propio de un país de contrastes, justo la misma sociedad que fracasa con su educación, como pareció fracasar en mucho de lo demás en el manejo de su república a partir de la década de 1980, fue la que acunó uno de los movimientos sociales más exitosos y prometedores de los que se tengan noticia, Fe y Alegría, un invento de un jesuita, un obrero y unos estudiantes venezolanos (bueno, el jesuita era chileno, pero enraizado en Venezuela), que ya se extiende a más de veinte países. También hubo otras iniciativas, grandes y pequeñas, como el Dividendo Voluntario para la Comunidad, en la que individuos o sectores de lo sociedad comprendieron que la educación era un problema suyo, ante el que tenían algo que hacer. Ha habido iniciativas estadales y municipales muy exitosas. Y hay, claro, padres adinerados, que saben que la educación de calidad cuesta y están dispuestos a invertir lo necesario en ello. Pero hechas estas salvedades, la corriente principal de la sociedad actuó como terminó haciéndolo en casi todas sus cosas.
Pensemos en una familia estándar de clase media, digamos media-alta, de los años ochentas o noventas del siglo pasado. Lo más probable es que haya llegado a esa situación producto de la repartición de la renta petrolera, directa o indirectamente: los padres son los primeros profesionales universitarios de sus familias, gracias a la masificación educativa; a lo mejor uno de los dos tuvo una beca en el exterior; compraron el primer apartamento por un crédito relativamente blando o en todo caso por la capacidad de ahorro de un bolívar muy fuerte y estable. Trabajaron mucho, están satisfechos de sus logros, aunque a veces se los atribuyen demasiado a ellos solos, y la experiencia de los últimos cincuenta años los ha convencido de que Venezuela, básicamente, va a seguir por lo menos como está. Saben que ya los liceos no son como en la época en que estudiaron, pero eso lo meten en el mismo saco de desprestigio en el que han lanzado a todo lo estatal y a los políticos. Tienen razones para hacerlo, porque es evidente el empeoramiento de los servicios, la desidia de los burócratas y los escándalos de corrupción, los que salen en la prensa, los que han oído de gente cercana (¡fulano de tal, el que ahora vive en Miami!) y aquellos, qué se hace, en los que más o menos han tenido que participar (un soborno acá, una ayudita allá). Por eso han tomado la decisión de involucrarse lo menos posible en la política partidista y, en realidad, en cualquier otra. Razonablemente, han metido a sus hijos en un colegio privado y han contratado una póliza de seguros. Ya no pueden, como hicieron sus padres, contar con los sistemas públicos de salud y educación.
El problema es que a estas decisiones si no se amplían a un espectro más amplio, político, en esencia se traducen en un “sálvese quién pueda”. Aunque en la televisión y en la prensa todos hablan de la “crisis de la educación”, ese no es un tema que realmente les preocupa. Hay allí unos colegios y unas monjitas y unos curas donde refugiarnos. Al parecer, el rescate de aquellos sitios en los que ella misma se había formado no le parecía un asunto de principalísima importancia. Tal vez pensó que nunca más les haría falta, ni reparó en que pudieran estarle haciendo falta a otros que estaban como ellos veinte o treinta años atrás. Tal vez se les olvidó que dependían en última instancia de una renta que venía del Estado, o nunca habían reparado en ello…se ve a la distancia y es para quedar perplejos: ¿cómo una gente que depende y ha dependido tanto del Estado podía pensarse como apolítica? ¿Cómo se puede ser tan tonto o irresponsable o las dos cosas a la vez? Incluso, cuando se propuso otro modelo, para no depender del Estado en ese grado, lo razonable en un apolítico, prefirieron derrocar al gobierno y votar en las siguientes dos elecciones por quienes proponían, con grados y acentos distintos, seguir con el modelo. No consideraron su asunto formar maestros y si uno de sus hijos quería serlo, movían cielo y tierra para convencerlos de otra cosa. No se preocuparon tampoco por el sueldo de los maestros (aunque sí de criticarlos con largueza, cuando así lo consideraron). No se preocuparon tampoco, en el sector de los que mandaron sus hijos a colegios religiosos, en la fortaleza de las congregaciones: monjitas y curas eran de esas cosas que se importaban, en este caso de España, como se importaba todo lo demás y que veíamos de la manera más natural en los anaqueles (hoy sabemos que no era tan natural tenerlos ahí). Por último, sus hijos, cuando ya la deriva de la crisis empezaba a manifestarse con fuerza, concluyeron en muchos casos que simplemente el país es un desastre, que no está a su altura, que ellos en realidad no le debían nada y que lo mejor era irse. Sí empezó a ser un desastre y también es verdad que muchas veces su formación era superior a lo que el país podía ofrecerle, pero el hecho era que en realidad sí le debían casi todo a él y que el desastre era resultado, en medidas variables, de sus propias decisiones.
Ahora saltemos unos veinte años. Ya todos refugiados en la educación privada. Pero muchos en realidad no tienen cómo pagarla. Les parece un horror lo que ganan los maestros, jamás admitirían que un hijo suyo lo fuera, pero se aprovechan alegremente de ello pagando escolaridades relativamente o a veces de verdad muy bajas. Hoy ya no hay maestros. ¿Cómo convencer a alguien que sabe inglés que se quede en un colegio y no se vaya a hacer cualquier cosa en otra parte? Tampoco hay muchas vocaciones religiosas, de modo que no se puede resolver el asunto con diez novicias. O se sube la matrícula, o simplemente se cierra el colegio, eso es lo que se les informa. Se puede decir, también, que esto es otra cara de la derrota política, que han marchado y votado mucho para que las cosas no sean tan así, y no han podido evitarlo. No es asunto de flagelar tanto las abundantes metidas de pata de pasado, de torturar a gente que ya está bastante mal, sino de evitar las futuras. Las conclusiones de la parábola de los colegios son claras: la educación es cara, las clases medias normalmente requieren de sistemas públicos y para que haya uno privado, debe haber una sociedad civil autónoma y robusta que los sostenga. Y lograr todo esto es un asunto político. O lo entendemos en esos términos, o nunca nos podremos recuperar. Hubo una vez una clase media… ¿podrá volverla a haber?
Tomás Straka
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