Perspectivas

La oración de Sócrates

Fotografía de Aleksandr Zykov | Flickr

15/12/2018

Si uno coge el tranvía que lleva desde el centro de Atenas a la playa de Faliro, a pocos pasos de la estación Zappio, justo en el lugar donde se interceptan las avenidas Rey Constantino, Reina Olga y Ardito, hay un curioso lugar marcado por unas extrañas rocas que generalmente pasa desapercibido. Injustamente desapercibido, porque desde allí hay una de las más hermosas vistas de la Acrópolis. Exactamente desde allí la Roca Sagrada luce todo su esplendor por las mañanas, cuando el sol pega de lleno en la fachada este del Partenón, pero sobre todo por las tardes, cuando el mármol se tiñe de un rosado brillante y melancólico que no he podido ver en ninguna otra parte. Entonces los transeúntes contemplan alelados el espectáculo y no reparan en una curiosa hondonada que se abre al otro lado de la avenida, flanqueada por dos inmensas rocas que la firme determinación de unos arqueólogos salvó de la dinamita hace ya casi un siglo, cuando se trazaron las modernas avenidas que hoy cruzan el centro de Atenas.

Por lo demás, bajar a esa hondonada supone penetrar en otro mundo. Una pequeña escalera lleva tras las rocas. Allí, sombreado de sauces y platanales, se abre un espacio fresco y sombrío que las piedras resguardan del ruido de las avenidas. A un lado se levanta una pequeña capilla dedicada a Santa Elena, pero no es desde luego esa la razón por la que los arqueólogos han cuidado el lugar con tanto celo. Una leyenda junto a la capilla nos explica mejor el motivo: por ese lugar pasaba hasta hace un siglo el río Iliso, que después soterraron las avenidas. A un lado quedaba la fuente Calírroe, de la que nos habla Tucídides y que todavía hoy da nombre a la zona. Las rocas formaban una suerte de caverna natural que era santuario de Pan, el desenfrenado semidios de los rebaños y los pastores que vivía junto a las ninfas en el monte Parnaso. A pocos pasos quedaba también el Santuario de las Ninfas junto al del dios-río Aqueloo, porque en aquellos tiempos también algunos ríos eran dioses. No cabe duda, pues, de que este era un lugar sagrado.

Pero este lugar también significa mucho para la historia del pensamiento. Cuenta Platón que hasta aquí se llegaron Sócrates y su amigo Fedro un caluroso día de verano. El muchacho venía de escuchar un discurso acerca del amor, pronunciado nada menos que por el célebre Lisias, y se disponía a dar un paseo fuera de las murallas para pensar un poco en lo que había escuchado. En el camino Fedro se encuentra con Sócrates, quien le ruega que le cuente sobre ese discurso que lo tiene tan pensativo. En su diálogo Fedro o de la belleza, Platón nos cuenta lo que conversaron Sócrates y Fedro ese día. Hablaron de la naturaleza del amor y del enamoramiento. El maestro decía que el amor no podía ser malo puesto que es un dios, y que otra cosa muy distinta era el enamoramiento. Hablaron del deseo y de la locura. Sócrates explicó que la locura viene de los dioses y que existen cuatro tipos: la locura profética, que viene de Apolo; la locura poética, que viene de las Musas; la locura báquica, que viene de Dioniso, y la locura de amor, que viene de Eros y Afrodita.

Casi sin darse cuenta los amigos llegan hasta el Santuario de las Ninfas y se sientan bajo un árbol a descansar y a disfrutar del frescor y de la sombra y del canto de las chicharras. Allí continúan la plática. Sócrates explica a Fedro que el alma es inmortal y que los dioses envidian a los que enloquecen de amor. Dice que hay varios tipos de alma y que los destinos de las almas se diferencian según la cantidad de verdad que conocen. Explica que las almas superiores están reservadas a los reyes y a los filósofos, mientras que las inferiores están destinadas a los demagogos y a los tiranos. Así se les va el día, conversando de tantas cosas. Al caer la tarde deciden volver, aprovechando que el sol amaina y empieza a refrescar. El maestro propone, a manera de despedida, dirigir una oración a los dioses de aquel lugar sagrado. Fedro está de acuerdo y Sócrates dice en voz alta:

Querido Pan y todos los demás dioses que aquí habitan: concédanme ser bello por dentro, y por fuera, que todo lo que tenga esté en armonía con lo de adentro. Que considere rico al sabio, y que todo el dinero que yo tenga no sea más que el que puede poseer un hombre sensato.

Entonces le pregunta a su amigo: “¿Tenemos algo más que pedir, Fedro? Para mí es más que suficiente”.

Platón tuvo la gentileza de no describirnos la cara que debió poner Fedro al oír semejantes palabras. Así que existe una belleza interior que debe estar en armonía con la exterior. Así que hay una riqueza asociada a la sabiduría y que debe considerarse superior. Así que poco dinero es suficiente para ser feliz si uno es sensato. Fedro debió pasar mucho tiempo pensando en aquella oración de Sócrates. Tiempo después, Aristóteles también pasó mucho tiempo pensando en ella. Plotino y San Agustín pasaron mucho tiempo. Descartes, Espinoza, Nietzsche, Kant, nuestro Andrés Bello, también pasaron mucho tiempo pensándola. Pero Sócrates no dijo su oración solamente para los filósofos y los eruditos, sino más bien para los dioses y sobre todo para la gente común. Por eso yo, de vez en cuando, también la pienso.


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