Perspectivas

La nueva crítica

Guillermo Sucre retratado por Vasco Szinetar

25/07/2021

[Apenas publicado, en 1967, Borges, el poeta (México, UNAM), Guillermo Sucre se convirtió en uno de los críticos más perspicaces de Latinoamérica. Por ello, cuando el argentino César Fernández Moreno –una encomienda de la Unesco en sinergia con la Editorial mexicana Siglo Veintiuno convocó a un grupo de especialistas para estructurar el volumen colectivo América Latina en su literatura (1972), el capítulo correspondiente a la crítica literaria fue asignado, por derecho natural, al escritor venezolano. Reproducimos ese lúcido texto, pleno de reflexiones estéticas de penetrante actualidad.]

 

1. La crítica como creación

No por ser obvio hay que dejar de decirlo: la crítica es esencial a la creación literaria. No solo forma una parte de ella, sino que también la hace posible. Pero es algo más que un método o un modo de conocimiento. Así como la ficción literaria no puede ser reducida a sus puras técnicas expresivas y siempre hay en ella una dimensión que las trasciende, de igual modo la crítica no puede ser confinada a un mero ejercicio de investigación. Toda gran crítica supone, por supuesto, un método, solo que este método es una relación personal con la obra. Tras todo método existe asimismo un sistema de ideas, pero estas no operan como categorías permanentes: están en función particular de la obra y de la experiencia que ella suscita. En principio, la actividad crítica es inherente a la propia naturaleza del hombre. Impulso o acción, el hombre es igualmente pausa reflexiva; su verdadero ser se define por este tenso equilibrio entre opuestos. «Todo vivir –afirmaba Alfonso Reyes– es un ser y, al mismo tiempo, un arrancarse del ser. La esencia pendular del hombre lo pasea del acto a la reflexión y lo enfrenta consigo mismo a cada instante». El gran escritor mexicano añadía también: «La crítica es ser condicionado. La poesía es ser condicionante. Son simultáneas, pues solo teóricamente la poesía es anterior a la crítica. Toda creación lleva infusa un arte poética, al modo que todo creador comporta consigo la creación».[1]

Simultánea a la creación, la crítica no cristaliza, sin embargo, sino en la fase posterior: en la relación de la obra ya creada con el lector. Y sabemos justamente que esta relación no es externa: la obra no revela su o sus sentidos sino al contacto de una mirada que la actualice. Es el paso de la potencia a la verdadera presencia —presencia que es continuamente una posibilidad. Para Borges, el hecho estético es la inminencia de una revelación que no se produce.[2] Búsqueda de esa revelación es la mirada crítica. Esa mirada, en su presente y en su discurrir es múltiple, así como es múltiple la naturaleza misma de la obra. La lectura única de un poema o de una novela sería imposible y aun la muerte de toda creación estética. Si la poesía, como lo señalaba Antonio Machado, es palabra en el tiempo, la crítica es mirada en el tiempo: sucesión y cambio, tal como la propia obra. Su absoluto es el instante, pero el instante que conlleva todo un contexto de correspondencias y relaciones. Así, la crítica no es solo un método de razonamiento sugestivo, como quería Poe; es, más aún, «una potencia de razonamiento reminiscente», como hoy la define Lezama Lima.[3]

Se reconoce al poeta en el simple hecho de que hace del lector un «inspirado», decía Valéry. No sería arbitrario proponer que a la crítica eficaz se la reconoce también por el hecho de ser la más inspirada. Es decir, aquella que al recibir el mensaje poético (que no hay que confundir con tesis o aberraciones de propaganda) no solo lo esclarece e ilumina profundamente, sino que al mismo tiempo lo hace más resonante. Por ello quizá el fundamento de la crítica sea la creación. «Poesía y Crítica son dos órdenes de creación, y eso es todo», concluía Alfonso Reyes en un análisis sobre el tema.[4] Y ya antes de él un ensayista como Rodó asumía una perspectiva semejante: «La facultad específica del crítico –escribía– es una fuerza no distinta, en esencia, del poder de creación». Formulada a comienzos de siglo, esta concepción podría ser tomada como el comienzo de la crítica moderna latinoamericana. Y lo es en muchos sentidos. Rodó tiende a liberar a la crítica de esa empobrecedora disyuntiva de afirmar o negar los valores de una obra, y la hace más bien participar en ellos. Si la obra –nos recuerda, aunque todavía con cierta reminiscencia naturalista– es el mundo visto a través de un temperamento, lo importante es que concibe que la obra a su vez tiene que pasar por la contemplación de otro temperamento para revelar su íntima naturaleza. Por ello, para él, la crítica lleva en sí «un germen de actividad y originalidad creadora que solo en grado difiere de las que constituyen el genio del artista».[5]

¿Qué orden de creación es la crítica?, cabría preguntarse aún. Claro está, no del mismo orden que el de la poesía. En efecto, la crítica no vive sino de las obras, aunque también es verdad que las hace vivir. No es una actividad autónoma (autotelic, diría Eliot) como la poesía. Creación, pues, no del mismo tipo de la poesía, pero quizá, sí, de la misma estructura. Ninguna obra poética es tampoco una creación ex nihilo: si el poeta se hace frente a la página en blanco, como figuraba Mallarmé (¿el propio Darío no sugería lo mismo en su poema «La página blanca»?), sabemos que esa inocencia está impregnada de una tradición y de una memoria. Finalmente, la inspiración del poeta es su memoria y la aventura sucesiva de esa memoria frente al lenguaje. De manera semejante, el crítico se hace frente a una obra en blanco; quiero decir: frente a una obra que nada diría o diría muy poco si solo la consideráramos literalmente y no la convirtiéramos –o la actualizáramos– en su verdadera naturaleza simbólica y múltiple. ¿No es esta, incluso, la visión que lleva a un poeta como Octavio Paz a titular uno de sus últimos libros Blanco? Sería vano tal vez buscar en este nombre otra implicación que no sea lo que Paz considera como la naturaleza real de la poesía y la crítica, y aun del mundo. Su libro es, ciertamente, un libro en blanco. Todos los procedimientos que emplea Paz en él (desde los caracteres tipográficos, la disposición del texto, el espacio de la página, hasta las imágenes mismas) nos llevan a esta evidencia: es un libro que está y no está escrito y en el que la palabra está y no está dicha. Es, pues, un llamado al lector para que, convertido a su vez en poeta, le haga decir lo que encierra. Solo que lo que dice el lector está de algún modo implícito en el discurso del poeta.

Pero ¿no sería una excesiva pretensión de la crítica querer convertirse en la mirada que confiere existencia a la obra? ¿Y no supondría igualmente, por parte del poeta que lo acepta, una dimisión de sus altos poderes creadores? Quizá ni una ni otra cosa. Comencemos por la última. Nunca como ahora, el creador ha cobrado conciencia de que su lenguaje ha perdido unicidad y toda rígida connotación semántica; es consciente, además, de que cualquier visión del mundo sufre hoy una ruptura y un resquebrajamiento: su coherencia es un perpetuo móvil. No una unidad compacta sino un conjunto de relaciones. De ahí que su obra se presente no como algo ya hecho y dado de antemano, sino como algo que se está haciendo bajo nuestra mirada; su lenguaje, en definitiva, es sobre todo una búsqueda de sentido. Por ello, Borges tiende siempre a debilitar la noción de autor. No hay paternidad porque la obra es un continuo hacerse y rehacerse. El autor no tiene la última palabra. Pero tampoco el crítico. En efecto, el crítico no pretende imponer un código de referencias inamovible y eterno; sabe, por el contrario, que su comprensión de la obra no solo no es única sino también personal, y hasta la asume como aventura. Lo que hace es restituir a la obra su original carácter de obra abierta, es decir, su disposición de ser lo que en verdad es: realidad e irrealidad de un mundo a través de la palabra. Comprender la obra sin petrificarla ni desarticularla, ¿no es ya hacerla vivir de nuevo? Pero, además, el crítico verdadero la hace visible dentro de un conjunto de obras. En tal sentido, su tarea es también creadora. No es que invente la obra, obviamente, pero, como alega Octavio Paz, «inventa una literatura (una perspectiva, un orden) a partir de las obras». El propio Paz lleva hasta sus últimas consecuencias esta idea cuando añade: «en nuestra época la crítica funda la literatura. En tanto que esta última se constituye como la crítica de la palabra y del mundo, como una pregunta sobre sí misma, la crítica concibe a la literatura como un mundo de palabras, como un universo verbal. La creación es crítica y la crítica, creación».[6]

Pero para inventar esa perspectiva y ese orden de que nos habla Paz, el crítico no puede valerse de la pura erudición. Es verdad que lo que podríamos llamar entre nosotros crítica universitaria ha dado trabajos profundos de investigación. Esos trabajos quizá constituyan los elementos de una futura ciencia de la literatura. Pero no son la crítica propiamente dicha. Les falta posiblemente un mayor grado de imaginación y de poder descifrador. La crítica más eficaz, para Eliot, era la que se fundaba en los hechos. Pero ¿qué son los hechos de una obra? No es posible pensar en criterios de objetividad y de verosimilitud. No hay hechos unívocos en literatura. No hay sino formas que son símbolos, signos que son símbolos. Y, por lo tanto, hay que interpretarlos. No existe una ecuación matemática o una relación fija –advertía Alfonso Reyes– entre el lenguaje poético y lo que nos comunica; esa relación es cambiante para cada lector. De ahí –concluía Reyes– que «el estudio del fenómeno literario es una fenomenografía del ente fluido».[7] Y en otro texto suyo llegaba a formular: «Si ya toda percepción es traducción (la luz no es luz, la mesa no es mesa, etcétera), mucho más cuando el filtro es la sensibilidad artística».[8] En efecto, solo por un resabio de positivismo (de causalismo extremo) puede creerse que toda interpretación no es más que fabulación arbitraria o una manera de eludir la realidad de la obra.

El verdadero crítico sigue siendo un traductor y un intérprete, como lo concebía Baudelaire, solo que interpreta y traduce iluminando el ser mismo de la obra. Pues no parece cierto que pueda hablar sobre la obra si no habla desde ella. No descubrir la obra –dice Roland Barthes–, sino cubrirla con su propio lenguaje. En efecto, la intuición del crítico no es un alarde de invención; cuando es eficaz, está en sintonía con la intuición que hizo posible a la obra. También es verdad que ha sobrevenido en cierta crítica actual una manía tal de interpretación que se ha perdido no solo el goce estético espontáneo frente a la obra, sino también la visión de su propia naturaleza. Es lo que Borges denunció hace mucho tiempo con el nombre de «la supersticiosa ética del lector»: subordinar la emoción que comunica la obra a una suerte de análisis, inhibitorio y hasta fetichista, sobre la disposición de las partes que la integran. Así, sostenía Borges, «ya no van quedando lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son críticos potenciales».[9] Más recientemente, esto lo ha señalado también Susan Sontag en su libro Against Interpretation. Pero, por supuesto, contra lo que están tanto Borges como la escritora norteamericana es contra cierto tipo de interpretación; un tipo que Borges podría calificar de superstición ética y que Susan Sontag, a su vez, denuncia como superstición humanística, es decir, el sometimiento del arte a significaciones puramente intelectuales en desmedro de su realidad sensible, de su potencia formal. Pero ambas, en el fondo, asumen una manera –una nueva manera– de interpretar la obra. Es evidente, por ejemplo, que si la crítica de Borges llega a iluminar lo esencial e inherente de la creación, no por ello deja de ser una mirada muy particular, que vuelve “borgeano” todo lo que ve. Y no porque Borges sea –como llamaba Eliot a los artistas críticos– un crítico practicante. Si pensamos en un crítico puro como Emir Rodríguez Monegal, nos encontramos que al fondo de su crítica, inmanente y apegada a los textos fundamentalmente, hay una línea de interpretación más o menos constante: la psicología profunda, la biografía simbólica. Esa interpretación nos remite, a su vez, a una perspectiva personal, mejor, a una búsqueda interior del propio Rodríguez Monegal. Búsqueda interior: quiero decir también estética y hasta igualmente simbólica. En ello reside una de las ambigüedades de la crítica: vive del yo de la obra y del yo del que la contempla, vive de la obra como objeto y de la decisión solitaria de un sujeto que la experimenta.

Es que hay interpretación de interpretaciones. Y, además, el no asumirla –dentro y no fuera de la obra– podría conducir a dos riesgos por igual negativos: caer en el puro impresionismo, o someterse a los cánones de que ha vivido la crítica tradicional y que Roland Barthes ya ha denunciado con suficiente eficacia en su libro Critique et vérité. Esos cánones, es sabido, son la verosimilitud, la objetividad y, por lo tanto, la asimbología de la obra. Una perspectiva crítica erigida sobre ellos tendría, en definitiva, que reconocer de antemano una suerte de autoridad, de realidad externa a la obra o de total literalidad. Pero todo es interpretación, alerta Barthes, puesto que la obra es un universo de símbolos y una coexistencia de sentidos múltiples. De ahí que él invoque también la célebre frase de Rimbaud sobre el sentido de Une saison en enfer: «J’ai voulu dire ce que ça dit, littéralement et dans tous les sens».

Solo de esta manera la crítica asume a la vez el rigor y la aventura implícitos en toda obra fundada en el lenguaje; esto es, postula un método y ese método no toma en cuenta sino la realidad misma cambiante de la obra. Por ello, si la crítica es análisis (y comparación, como quería Eliot), es también pasión, identidad profunda con la obra, aun cuando esa identidad implique finalmente una oposición. ¿Qué es el Contre Sainte-Beuve de Proust sino la requisitoria más radical y a la vez más sutil contra la crítica erigida tan solo en la pura inteligencia y de la que el autor de Lundis parecía asumir la fiel representación? ¿Y no es admirable, al mismo tiempo, que este libro de Proust sea en el fondo la meditación preliminar sobre el sentido de su gran creación novelesca? Es decir, Proust intuye la realidad de su obra intuyendo también la realidad de la crítica y del arte. Así, su libro tiene hoy plena vigencia en el plano estético; revela además, y una vez más, que no fue SainteBeuve –el crítico profesional, el crítico de hechos y de la objetividad– el que realmente estableció la crítica moderna en Francia. ¿Este destino no le pertenece acaso, más bien, a un poeta como Baudelaire? Más allá de sus limitaciones o prejuicios, es evidente que la crítica de Baudelaire no solo fue la más eficaz y esclarecedora de su época, sino también la que más ha contribuido al conocimiento del arte moderno. Y Baudelaire no proponía sino una crítica «parcial, apasionada, política, hecha desde un punto de vista exclusivo», aunque precisaba luminosamente: «pero desde un punto de vista que más abra horizontes». Pues, cómo dudarlo hoy, la pasión es para él igualmente el reino de la lucidez y de la imaginación, la alianza entre la reflexión crítica y el impulso creador. Por ello, al definir la poesía (hablando de Poe) excluye todo sentimentalismo y propone una nueva emotividad: la pasión de la imaginación. Esta alianza marca todo el arte y el pensamiento contemporáneo: ambos son esencialmente subjetivos. De manera que la crítica que aún presume de ser científica es la menos científica de todas y se sustenta en principios (objetividad, verosimilitud, juicio, etc.) que además resultan ya hipócritas: promueven lo contrario de lo que postulan. La nueva crítica, por el contrario, al definirse como subjetiva es ciertamente más sincera y eficaz; al asumir sus propios riesgos, esclarece el destino mismo de toda labor literaria: una perpetua aventura por descifrar el mundo a través de la palabra. Y es así como a la actitud de Baudelaire responde hoy, como un eco, la de Roland Barthes. «Una subjetividad sistematizada –escribe–, es decir, cultivada [relativa a la cultura] sometida a las inmensas presiones que surgen de los símbolos mismos de la obra, tiene quizá más oportunidad de aproximarse al objeto literario, que una objetividad inculta, ciega respecto a sí misma y que se refugia tras la letra como tras una naturaleza.»

Interpretación de la obra e invención de la literatura misma, la crítica es por ello también, y sobre todo, una escritura. No quiero decir saber escribir “bien” ni aludo a los episodios de la puntuación y de la sintaxis, que irónicamente evoca Borges, quien, por lo demás, tampoco estimulaba las negligencias. Se trata de algo quizá más significativo: saber intuir el juego real de toda escritura, el de inventarse a sí misma a medida que inventa al mundo. En lo cual vienen a identificarse escritores y críticos. Eliot establecía una diferencia entre críticos practicantes y críticos puros; esta diferencia parece girar aún en torno a una noción de posible objetividad o de amplitud a favor del crítico puro. Por ello resulte tal vez inadecuada hoy. No tanto porque esa noción pierda cada vez más validez. No tanto porque posiblemente han sido los críticos practicantes (desde Baudelaire hasta el propio Eliot; desde Borges hasta Paz, entre nosotros) los que con más profundidad han penetrado en la obra de arte. Sobre todo porque el escritor y el crítico se hacen frente a una misma realidad: el lenguaje. «Ya no hay ni poetas ni novelistas: ya no hay sino escritura», advierte Barthes. Esto quiere decir, como lo explica el propio Barthes, no solo que la actividad del crítico se centra en el lenguaje, sino que su verdadero objetivo, al igual que el del poeta o del novelista, es revelar la naturaleza simbólica y la ambigüedad constitutiva de ese lenguaje.

En efecto, no es cierto que el poeta o el novelista tengan una materia original que es el mundo. Su verdadera materia es el lenguaje; no ven el mundo sino a través de palabras. «En el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin», escribe el Borges de la madurez.[10] Y sabemos que toda creación mítica no empieza sino en la palabra. «La verdadera experiencia del poeta es ante todo verbal –dice a su vez Octavio Paz–; o si se quiere: toda experiencia, en poesía, adquiere inmediatamente una tonalidad verbal.»[11] Paz mismo explica cómo este rasgo define especialmente a la literatura moderna, a partir del Romanticismo. Ciertamente, es un rasgo distintivo de la conciencia poética moderna. Ni un poeta tan renovador como Góngora llegaba hasta proponer la crítica del significado o del sentido de la palabra. En cambio, anota Paz, escritores como Mallarmé o Joyce (podríamos añadir a Cortázar en nuestro ámbito) son una crítica y a veces una anulación del significado. Esta labor supone un doble movimiento: destrucción del lenguaje y a la vez su nueva creación. El poeta debe ceder la iniciativa a las palabras, sugería Mallarmé. No es la dimisión del poeta, obviamente, sino la aceptación al extremo de su verdadera energía creadora: la que le comunican las palabras. De ahí que todo se invierte en la literatura moderna: no son las ideas (fondo) las que hacen a las palabras (forma), sino inversamente, porque todo es lenguaje. El poeta propone y el lenguaje dispone. «La forma secreta su idea, su visión del mundo», como en la síntesis que hace Paz sobre el tema.[12]

Ahora bien, la crítica se quedará al margen de la verdadera creación estética si no toma en cuenta este sentido de la literatura moderna. No se trata ya de hacer una crítica sobre autores sino sobre obras y textos. Detrás de cada autor lo que hay es un lenguaje, no un yo. Siguiendo a Valéry, Borges proponía una historia de la literatura en donde no hubiese nombres sino obras. Octavio Paz llega hasta proponer una tradición que no sea una sucesión de nombres, obras y tendencias, sino un sistema de relaciones significativas fundado en el lenguaje. Por ello, es esta conciencia del lenguaje –como interrogación y problema– lo que hace finalmente a la crítica nueva. La obra no es sino palabras, y no hay ninguna objetividad fuera de las palabras, sino entre ellas, en el texto mismo que configuran. Y aun esta objetividad es cambiante: las palabras se comunican entre sí para poder revelar su sentido, pero también se comunican con alguien que al recibirlas de alguna manera las modifica. La sinceridad de la crítica es asumir este riesgo del lenguaje. No se trata, pues, de que el crítico escriba “bien”. Lo importante es que realice con toda lucidez algo que también ha sido subrayado por Barthes: la crítica es un lenguaje que habla plenamente de otro. Plenamente, con todos los poderes de la palabra, con su ambigüedad, su energía múltiple, su discurso y su silencio, con su fuerza erótica también. La crítica es una erótica en tanto se funda en el placer del lenguaje. Este placer en nada disminuye la lucidez; por el contrario, introduce una relación aún más estimulante con la obra y el mundo.

2. La crítica en América Latina

¿Existe en la literatura latinoamericana una perspectiva crítica en los términos en que acabamos de plantearla? Esta es la cuestión que en adelante nos interesa dilucidar. Hasta ahora no hemos hecho sino una descripción aproximada –y quizá teórica– de dicha crítica. Pero el lector habrá notado que esa descripción se apoya continuamente en el pensamiento y en la experiencia creadora de escritores latinoamericanos. ¿No sería ya una prueba de la existencia de dicha crítica?

En un libro de hace ya más de una década, Enrique Anderson Imbert analizó la situación de la crítica hispanoamericana por ese entonces.[13] Desde un punto de vista sociológico pero también estético, ese análisis comenzaba por señalar los aspectos negativas de nuestra crítica. La desproporción, por ejemplo, entre «una enorme producción crítica», de escasa validez por lo demás, y la producción literaria misma. «En este tipo de crítica –sostiene Anderson Imbert– hay de todo. Naturalmente, lo que abunda es la irresponsabilidad. Por lo general se lanzan opiniones que no están respaldadas ni por una concepción del mundo ni por una tabla de valores. En el mejor de los casos, de esas opiniones caprichosas se pueden extraer los rudimentos de una posición crítica muy superficial: dogmática, hedonista, impresionista.» Sin embargo, su análisis tiende al final a ser más optimista. «A pesar de lo dicho –concluye–, hay en Hispanoamérica buena crítica. Contamos con brillantes críticos que honrarían cualquier cultura.»

Más recientemente, Octavio Paz asume una actitud más radical frente al mismo tema. Más radical y también más orientada quizá dentro de una concepción nueva de la crítica. Sus ideas son por ello esenciales en esta dilucidación. ¿No es Paz justamente uno de los fundadores de la crítica moderna entre nosotros? Nos ha faltado, aduce Paz, tanto un pensamiento o un sistema de doctrinas como esa capacidad que tiene la crítica de situar a la obra en su espacio intelectual, es decir, en ese lugar donde las obras se encuentran y dialogan entre sí haciendo posible una literatura. «La crítica –afirma– es lo que constituye eso que llamamos literatura y que no es tanto la suma de las obras como el sistema de sus relaciones: un campo de afinidades y oposiciones.»[14] Desde esta perspectiva, que en lo esencial habría que compartir, es evidente que la crítica hispanoamericana no ha tenido verdadera eficacia: más que iluminar las obras y su contexto estético-cultural, parece haberse orientado hacia la mera información o la descripción externa.

Pero la posición de Paz es doblemente significativa: al negar la existencia de esa crítica entre nosotros, la está formulando y constituyendo –o más bien, como veremos, rescatando– desde realidades y aportes concretos, pero hasta ahora subyacentes en nuestro pensamiento crítico. Así, su negación se convierte en un principio de afirmación. Y es lo que igualmente ha ocurrido con nuestra propia literatura: ha nacido en verdad de su autocuestionamiento, de la conciencia de su desamparo o de su anacronismo.

Es cierto, la crítica latinoamericana, en general, no se ha nutrido de un pensamiento propio ni ha sabido fundar nuestra literatura, tal como lo señala Paz. Ha sida, más bien, una crítica externa, impresionista o vagamente sociológica; rara vez se ha estructurado sobre una verdadera visión del mundo o en torno a una noción de la literatura como estética del lenguaje. Quizá podría alegarse, como atenuante, que también esa crítica correspondía a una literatura igualmente externa, que creía en la obra como reflejo, documento o testimonio de la realidad. Pero es solo una atenuante, y bastante precaria. En primer término, porque la crítica no tiene por qué ser el eco de la literatura que trata, aunque es justo reconocer que una relación estrecha entre ambas no deja de imponerse (la crítica es también histórica). Por otra parte, no toda nuestra literatura surge de una concepción que podríamos llamar ingenuamente realista. Ya con el movimiento modernista hispanoamericano, desde fines del siglo XIX, se inicia una nueva perspectiva creadora; esa perspectiva representó un cambio esencial: su renovación del lenguaje poético implicaba ciertamente una manera distinta de concebir la creación misma. Y aunque es verdad que no surgió un sistema crítico correspondiente a la estética modernista, lo importante es que por primera vez se tiende a contemplar la obra como creación del lenguaje. Rodó, Blanco Fombona, Sanín Cano, García Calderón, entre otros, iniciaron ese cambio de la perspectiva crítica. Y no faltaron los aportes teóricos de los propios creadores del modernismo. Rubén Darío o Jaimes Freyre, por ejemplo, no solo renovaron y enriquecieron el ritmo poético y la estructura del poema, sino que también formularon ideas sobre el tema; e igual podría decirse de Lugones con respecto a la metáfora. Es quizá el primer momento en que creación y crítica tienden a relacionarse más íntimamente.

Ciertamente, no es esto lo que Paz pone en cuestión. Sus ideas apuntan sobre todo a la existencia o no de una concepción crítica coherente en todos los planos; no niega los aportes individuales. Pero quizá sean estos aportes los que hoy cuentan. Sobre todo porque no han sido tan aislados; además, porque son los que han influido en la nueva literatura. Ha habido un cambio radical en nuestra propia literatura de creación. No se trata tan solo del paso de una literatura realista o testimonial a una literatura de la verdadera imaginación y de la liberación del lenguaje. Hay tal vez un hecho todavía más fundamental: el escritor latinoamericano ha cobrado conciencia de que más que un mundo por expresar o inventariar, lo que tiene ante sí es un mundo por fundar. Ha cobrado conciencia de lo que el mismo Paz ha llamado literatura de fundación y que en términos distintos pero no opuestos han concebido también otros escritores hispanoamericanos: Carpentier, Lezama Lima, Cortázar.

 

No voy a resumir aquí todo el pensamiento de Paz al respecto, pero sí creo indispensable subrayar algunos de sus puntos de vista. Como toda literatura, la nuestra se erige contra una realidad. Solo que la realidad contra la que se levanta nuestra literatura –afirma Paz– es una utopía: la que creó el pensamiento europeo en torno a América en el momento del descubrimiento. La utopía cristaliza en el nombre mismo, que nos condenó a ser un mundo nuevo, es decir, un mundo naciente y por hacerse. ¿Lo éramos realmente? La paradoja de esa utopía era que en los hechos venía a fundarse en estructuras anacrónicas: la que nos vino de cierta tradición peninsular. Por ello, nuestra literatura no entra en la modernidad sino cuando empieza a romper con ese anacronismo, cuando empieza de verdad a realizar la utopía. La ruptura del movimiento modernista con la literatura peninsular hispánica tuvo una significación más amplia: negación de un pasado, búsqueda de lo nuevo y de una tradición universal. De ahí que el modernismo haya sido inicialmente una literatura de la evasión y el desarraigo; pero ello tuvo en el fondo un objetivo superior: recobrar nuestra realidad de mundo nuevo a partir, esta vez, de nuestra propia invención. Y así la literatura de la evasión se convierte, progresivamente, en una literatura de exploración y regreso. Rubén Darío, dice Paz, es el espíritu universal que redescubre a Hispanoamérica, con lo cual, además, se establece una diferencia significativa con el escritor español de su época: este descubre el mundo a partir de España (¿Unamuno no decía incluso que había que «españolizar» a Europa?). Pero aun la literatura que siguió al modernismo fue también una literatura del desarraigo, de la aventura en el universo, para luego descubrir a América. Piénsese, por ejemplo, en la poesía de Vallejo, de Neruda, de Enrique Molina. El llamado modernismo brasileño hacia los años veinte, con Mario de Andrade, Manuel Bandeira, Jorge de Lima y Drummond de Andrade, ilustra también este doble movimiento hacia lo universal y lo americano. La obra misma de Borges, en la perspectiva de Paz, «no solo postula la inexistencia de América sino la inevitabilidad de su invención». Por ello, nuestra literatura es tentativa por fundar la realidad, una empresa de la imaginación. Pero fundar un mundo, concluye Paz, es a un tiempo inventar y rescatar lo real. «La realidad se reconoce en las imaginaciones de los poetas; y los poetas reconocen sus imágenes en la realidad. Desarraigada y cosmopolita, la literatura hispanoamericana es regreso y búsqueda de una tradición. Al buscarla, la inventa.»[15]

Así, quien negaba la existencia de un pensamiento crítico entre nosotros, en verdad lo estaba formulando lateralmente. Estas ideas de Paz esclarecen la naturaleza de la nueva literatura latinoamericana en un nivel que incluye la estética y va más allá de ella. O en otras palabras, es una estética concebida dentro de una verdadera imagen del mundo; esa imagen es radicalmente latinoamericana, pero no se configura a partir de los “americanismos” tradicionales.

No es difícil encontrar resonancias o afinidades de estas ideas de Paz en la literatura latinoamericana actual, ya sea la ficción o la crítica. Pero, además, es evidente la correspondencia con escritores de su misma generación o anteriores a ella. ¿No es, acaso, el mejor signo de que, en lo esencial, sí existe una coherencia en nuestra actitud frente a la literatura? Borges, por ejemplo, ha subrayado muchas veces que la tradición del escritor latinoamericano es múltiple y no por ello una simple síntesis sino una verdadera creación. A la pregunta de cuál es la tradición argentina, Borges ha respondido en un ensayo: «Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que puedan tener los habitantes de una u otra nación occidental». Aunque Borges en ese ensayo (El escritor argentino y la tradición) se refiere especialmente a su país, es evidente que está dilucidando –y así lo expresa en varios pasajes– un tema general sudamericano. Evoca la participación de los judíos y de los irlandeses en la cultura occidental, una participación regida por un doble movimiento: actúan dentro y a la vez fuera de esa cultura. Este doble movimiento les ha permitido ser pueblos con su propia originalidad creadora. Y luego Borges afirma: «Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas».[16] Asimismo, en este ensayo, como en toda su obra, Borges plantea no solo el tema de la tradición, sino también el de la literatura como invención. Rompe con la idea habitual del determinismo, que tanto había dominado en nuestra literatura. Para él, aun la supuesta literatura popular, la poesía gauchesca, es algo más que el simple reflejo de una realidad: hay en ella una creación verbal intencional, es «un sueño dirigido», como todo arte.

Literatura como empresa de fundación (Paz) o como creación verbal (Borges), ¿no hay también relación entre estas perspectivas y las reflexiones de Lezama Lima sobre la imagen o sobre las eras imaginarias? En efecto, para el escritor cubano la literatura se funda en «una concepción del mundo como imagen», y además «en la imagen como un absoluto, la imagen que se sabe imagen, la imagen como la última de las historias posibles». Lezama Lima tiene una visión a la vez estética y metafísica de la imagen. Estética: en ella cristaliza el poder encantatorio del poema, es la visión final que asegura el cuerpo metafórico, las infinitas relaciones que se suscitan en el poema. Metafísica: lo importante en ella no es la ilusión realista (aunque no descarta la semejanza), sino su capacidad de maravillar y en el maravillamiento la posibilidad de encarnar al mundo y sus secretas conexiones. Por ello afirma: «Ninguna aventura, ningún deseo donde el hombre ha intentado vencer una resistencia, ha dejado de partir de una semejanza y de una imagen; él siempre se ha sentido como un cuerpo que se sabe imagen, pues el cuerpo al tomarse a sí mismo como cuerpo, verifica tomar posesión de una imagen».[17] La imagen es, pues, naturaleza sustituida, pero en esta sustitución se abren paso todas las relaciones posibles con la cultura y con las imágenes creadas por ella. De ahí que la estética de Lezama sea una estética de la intuición; descarta por completo la fácil relación causal para acogerse a la síntesis creadora. Es también una estética de la Forma, en que la naturaleza, por acción del sujeto metafórico, se convierte en «paisaje». Lo esencial en ella son, por lo tanto, las estructuras y las conexiones del lenguaje. Como bien lo ha señalado Severo Sarduy, a propósito de la ficción de Lezama, «pero importa la justeza cultural de [sus] metáforas: lo que ponen en función son relaciones, no contenidos; lo que cuenta no es la veracidad –en el sentido de identidad con algo no verbal– de la palabra, sino su presencia dialógica, su espejo».[18] En igual sentido, para Lezama, el diálogo entre hombre y naturaleza hace de esta un espacio en el que se conjugan entidades naturales y culturales que se metamorfosean mutuamente para crear una nueva realidad: la visión. Por otra parte, la imagen rige la relación de hombre y naturaleza, pero también la de hombre e historia. No conocemos finalmente la historia sino a través de imágenes dominantes de cada época; la historia son los mitos que en ella encarnan. El tiempo del hombre son las «eras imaginarias».[19]

3. Diversas tendencias de la nueva crítica 

La visión de la literatura como un mundo autónomo, con sus propias leyes y estructuras, de la obra como símbolo y encarnación imaginaria de lo real, es lo que ha dado un nuevo tono a la crítica latinoamericana. La tendencia no es reciente, aunque sí más general en los últimos tiempos. Entre sus iniciadores, habría que mencionar en primer término –¿cómo no hacerlo? – a Alfonso Reyes. En efecto, al fondo de su admirable trabajo de erudición despuntó siempre en él la sensibilidad y la mirada crítica capaces de captar el verdadero movimiento de la creación. No podía ser de otro modo: fue también uno de los creadores más lúcidos de nuestra literatura. Es cierto, parte de su labor crítica se limita a la erudición y a la exégesis; comparable a la de otro maestro como Pedro Henríquez Ureña, esa erudición fue quizá más afinada y, aunque dispersa a veces, tiende a una síntesis donde la experiencia estética prevalece: en esa experiencia se siente además la aventura personal, la pasión de una búsqueda. Su par, por ello, entre nosotros, es más bien Borges. Ambos comparten –además de una escritura mesurada, irónica, capaz de todos los matices– la concepción del arte como forma y como juego: una forma que se convierte en la esencia misma de la creación, un juego que llega a implicar la más plena realidad. El paralelo podría prolongarse, pero quizá baste con ello. Muchas de las cosas que podrían decirse de Reyes valen también para Borges, e inversamente. Son dos espíritus afines y están al comienzo de nuestra modernidad. Pero aún quiero poner de relieve algunos aspectos del pensamiento crítico de Reyes. Ese pensamiento es uno de los más coherentes en la literatura hispanoamericana; está expresado sobre todo en dos libros fundamentales: La experiencia literaria (1941) y El deslinde (1944). En este último, si bien Reyes no llegó hasta formular y sistematizar una teoría de la literatura, sentó sus bases: con rigor penetrante, supo deslindar la órbita de la literatura de las demás actividades del espíritu, sin por ello olvidar los vasos que las comunican entre sí. En el libro anterior, Reyes parte, como ya he indicado, de la idea de literatura como forma, como lenguaje, aunque no tan solo a la manera de la crítica estilística o filológica. El lenguaje poético, para él, se funda en los tres planos del idioma (gramática, fonética, estilística) y es el que mejor los aprovecha y profundiza. Pero es igualmente una creación irreductible a esos planos. En verdad, el poeta se hace en lucha contra el lenguaje; la poesía es palabra trascendida: un lenguaje dentro del lenguaje, como proponía Valéry. «De ahí –dice Reyes– su procedimiento esencial, la catacresis, que es un mentar con palabras lo que no tiene palabras para ser mentado». Lo que explica al mismo tiempo su vigilancia, y su pasión, por la forma: «El poeta –añade– no debe confiarse demasiado en la poesía como estado de alma, y en cambio debe insistir en la poesía como efecto de palabras».[20] La literatura es finalmente una creación, «un suceder imaginario», cuya validez no reside en una supuesta correspondencia con lo real, sino en la palabra misma. Esa validez está en su propio contexto. A semejanza de los sofistas griegos que cita, Reyes considera «como un índice de dignidad humana el aceptar, en serio, los engaños del arte». Lo que parece implicar, a su vez, que es la actitud del lector –en última instancia, también la del crítico– la que hace de esta aceptación una realidad: la realidad de lo irreal. Ello, por sí mismo, no deja de ser memorable. Si pensamos en todo el verismo y el prurito sociologizante que abrumaba a nuestra crítica tradicional, el pensamiento de Reyes nos revela lo radical del cambio que postula. Como el de Borges, ese pensamiento marca la línea de «partage» no solo entre dos perspectivas críticas; más aún, por supuesto, entre dos actitudes creadoras.

Reyes y Borges –repetimos– están al comienzo de nuestra literatura moderna. Y hay un hecho fundamental en esto: ambos pusieron de relieve la inmanencia de la obra y, por lo tanto, de la crítica misma. Las diversas tendencias en que luego se ha manifestado la nueva crítica latinoamericana tienen, por lo menos, este denominador común. Así, todas gravitan en torno a una estimativa dominante: la literatura como creación de formas y mundos imaginarios, la literatura como principio constitutivo de lo real y no como un reflejo de él. Es decir, han roto con la relación causalista entre obra y realidad, obra y sociedad, obra e historia. Esa relación –recíproca y dialéctica– es ahora percibida en un plano estético. Aun la nueva crítica con fundamento histórico o sociológico (que entre nosotros tiene sus mejores antecedentes en Gilberto Freyre, Martínez Estrada y Picón Salas) está muy lejos de las concepciones positivistas o deterministas del pasado. Primero porque no encubre la ideología en que se funda; luego, porque no tiende a hablar en nombre de una “verdad”: busca más bien constituir los valores no obvios de una época en la relación profunda con lo que la obra dice y calla al mismo tiempo. No es una crítica que quiera ser simplemente «comprometida», sino que aspira a descubrir cómo dentro de la obra se va desarrollando una concepción del mundo y la conciencia de una sociedad. Es una crítica que, en este sentido, se inserta dentro de la nueva sociología de la cultura a la manera de Lukács, Adorno, Goldmann.[21] Pero lo importante que debe destacarse, aun dentro de este tipo de crítica sociológica, es que no se pierde de vista un hecho fundamental: la significación de la obra no está dada por las ideas que encierra, sino por la visión totalizadora que del mundo tenga el escritor y, finalmente, por el comportamiento frente a su propio lenguaje. Lo que podríamos llamar moral tanto del escritor como del crítico reside en esta remisión a los poderes del lenguaje.

Los estudios lingüísticos y la crítica estilística que se derivó de ellos se sitúan en los comienzos de nuestra nueva crítica. Si en alguna medida esta perspectiva tiende a resultar hoy académica o universitaria, no se puede desconocer su virtud primordial: la de haber explorado con sentido estético la naturaleza lingüística de la obra. Uno de los primeros –o quizá el primero– en practicar esta crítica estilística fue el chileno Yolando Pino Saavedra con su libro La poesía de Julio Herrera y Reissig (1932). Pero tuvo su centro de formación e irradiación en Buenos Aires, en torno al maestro español Amado Alonso. Esta tendencia ha contribuido no solo a renovar nuestra crítica y proponer un método idóneo, sino también a esclarecer la realidad misma del objeto literario: su realidad formal. En tal sentido, al menos, correspondería a una primera tentativa de lo que hoy constituye el análisis estructuralista. Así lo revelan las obras de Raimundo Lida, Ángel Rosenblat, María Rosa Lida, Ana María Barrenechea y Enrique Anderson Imbert. Un libro de este último, Crítica interna (1961), podría resumir los rasgos esenciales de esta tendencia. Pero es quizá el estudio de Amado Alonso, Poesía y estilo de Pablo Neruda (1940), el que sigue siendo el más representativo del método; en muchos sentidos, además, es todavía uno de los mejores libros de crítica en América Latina. Posteriormente, otros críticos han continuado esta misma línea. Entre ellos: Alberto Escobar, Orlando Araujo y Jaime Alazraki. Uno de los más representativos es también el escritor brasileño Afrânio Coutinho, renovador de la crítica en su país y muy cercano a las concepciones del new criticism.

Pero si la crítica estilística revelaba la naturaleza formal y aun estructural de la obra, parecía toparse con una limitación: no traducía plenamente el carácter abierto de la obra, la multiplicidad y la energía cambiante de su lenguaje. En el fondo de su análisis, se respetaba todavía no solo cierta noción de objetividad, sino de fijeza semántica de la palabra poética. Por ello, sin rechazar el aporte de la estilística, y más bien incorporándolo, surge una perspectiva más amplia que aspira a integrar en su visión tanto elementos de la lingüística como de otras ciencias del espíritu (la antropología, el psicoanálisis, la sociología, etc.). Así, el fenómeno estético tiende a ser visto como una totalidad, porque esa totalidad está dada en el lenguaje mismo, en el lenguaje como un sistema de conexiones. Este nuevo enfoque crítico tiene diversas modalidades, aun en sus niveles más altos.

Octavio Paz y Lezama Lima practican una crítica que podríamos calificar de las grandes correspondencias. La obra se ilumina no solo en su propio texto, sino también en un contexto más amplio: el diálogo con las demás obras, con una tradición viva. La obra es, por lo tanto, un verdadero haz de relaciones y la labor del crítico es revelar las proyecciones y conexiones de su trama. No se trata ya de singularizar un lenguaje, y tras ese lenguaje la «personalidad» del autor, como de hacer surgir de la obra misma una presencia más universal que sin cesar se trascienda. Es esta perspectiva la que ha permitido a Octavio Paz, por ejemplo, en su libro Cuadrivio (1965), renovar la visión que nuestra crítica tradicional tenía de Rubén Darío o de López Velarde. Su análisis obliga a una nueva lectura de estos poetas y quizá también de toda la poesía latinoamericana. En efecto, el Darío y el López Velarde que surgen del libro de Paz son poetas casi inéditos: creadores de una tradición, pero insertos en otra más amplia que los ilumina y da a sus obras una nueva resonancia. Darío en la de un simbolismo cósmico y esotérico; López Velarde en la del erotismo que se inicia con la poesía provenzal. Pero además de su valor puramente estético, toda la crítica de Paz, como la de Lezama Lima en su libro Analecta del reloj (1953), tienen la gran virtud de saber situar lo latinoamericano en una dimensión universal. Y ello sin recurrir a los tristes expedientes de las influencias (esa labor bajamente policiaca, de que habla Borges) o de la llamada crítica de fuentes, tan habituales en nuestra crítica tradicional. Esta es una crítica que no se funda en nociones externas, sino en los estilos y los sistemas de pensamiento. En este sentido habría que ubicar aquí la obra crítica de Cintio Vitier y de César Fernández Moreno. El primero escribe un libro titulado Lo cubano en la poesía (1958); en el título ya está dado el carácter de su concepción: no el afán de proponer una poesía «cubana», sino de mostrar el aporte de un país a la creación universal. Es también la misma tentativa de Fernández Moreno en su libro La realidad y los papeles (1967); aun cuando en él la visión de la poesía argentina moderna tiende a configurarse en torno a ciertas categorías nacionales, estas, no obstante, son asumidas igualmente en una perspectiva universal y estética. Fernando Alegría frente a la literatura chilena, Enrique Pezzoni frente a la argentina y Wilson Martins frente a la brasileña asumen igual perspectiva de universalidad. Así, lo importante en la nueva crítica latinoamericana es su intento por superar los localismos y las estimativas estrechas. Cada vez se tiene más conciencia de que lo latinoamericano se inscribe en un orden espiritual más amplio.

Crítica también inmanente, pero que tiende a dilucidar en el texto otras significaciones (psicoanalíticas, filosóficas, etc.) es la que han realizado Emir Rodríguez Monegal, Ramón Xirau, Rafael Gutiérrez Girardot, Marcial Tamayo, Adolfo Ruiz-Díaz y Néstor García Canclini. El primero es quizá uno de los críticos más completos y penetrantes de la actual literatura latinoamericana. En sus ensayos sobre nuestra novela contemporánea (aún no recogidos todos en libro), ha sabido destacar lo que distingue a esta novelística y lo que la separa de la tradición realista. Pero sobre todo su libro sobre Neruda (El viajero inmóvil, 1966) revela las excelencias de su método crítico. Este método aplica las concepciones de la psicología profunda: el análisis del texto como el suceder de un «yo» simbólico e imaginario, creado por la obra misma. Es decir, no la búsqueda de la biografía del autor detrás de la obra, sino la búsqueda (según las ideas de Ezra Pound) de la persona poética. Pero en esta tentativa, Rodríguez Monegal no solo lee en el texto sino en la vida del autor. De ahí que su interpretación de la poesía de Neruda –especialmente de Residencia en la tierra– resulte tan distinta de la de Amado Alonso. Mientras para este se trata de una poesía hermética, para él es una poesía abierta, aventura existencial. Xirau, Gutiérrez Girardot, Marcial Tamayo y Ruiz-Díaz (estos dos últimos al menos en el libro que escribieron conjuntamente, Borges, enigma y clave, 1955), se orientan al esclarecimiento de las implicaciones filosóficas de la obra. Pero lo filosófico en ellos aparece como un horizonte; el verdadero espacio lo constituye la realidad formal de la obra. Es, pues, esencialmente, una crítica estética. Aunque sin practicar especialmente la crítica y formulando más bien una reflexión filosófica y teórica sobre el fenómeno estético, sobresalen en el Brasil escritores como Wilson Chagas y Vilém Flusser. Justamente es el Brasil uno de los países latinoamericanos de más rico pensamiento estético en los últimos años. Y no es por azar que uno de nuestros movimientos poéticos más renovadores, el de poesía concreta que encabezan Augusto de Campos, Décio Pignatari y Haroldo de Campos, sea a la vez una teoría muy precisa sobre el lenguaje.[22]

Hay otros aportes críticos frente a los cuales es quizá más difícil, por ahora, precisar tendencias definidas. Esos aportes son valiosos en la medida en que siguen operando con una visión inmanente de la obra. Algunos se orientan marcadamente hacia el contexto sociológico incorporando también otras perspectivas, como Ángel Rama, Emmanuel Carballo, Luis Harss y Noé Jitrik. Otros prefieren sobre todo el análisis estético: Alfredo Lefebvre, Cedomil Goic, Jaime Concha, José Miguel Oviedo, Saúl Yurkievich, Manuel Durán y Luis Leal.

Entre los más jóvenes, si alguna tendencia parece destacarse con mayor relieve es la del estructuralismo. Severo Sarduy es el primero y el que mejor la representa. Su reciente libro Escrito sobre un cuerpo (1969) es un admirable ejemplo de lucidez y de capacidad de lectura. Pero también hay que señalar a Julio Ortega (La contemplación y la fiesta, 1968) y a José Balza. A los tres debemos algunos de los análisis más penetrantes sobre nuestra nueva narrativa. Algunos de los ensayos de Sarduy, además, tienden a proponer una nueva forma de la escritura crítica: una combinación de análisis textual y de reflexión marginal que no solo implica el plano del crítico como tal, sino también sus apartes, sus pausas, sus repliegues mentales en el momento mismo de escribir. A la actitud tan dominante, en lo mejor de nuestra literatura, del escritor que crea y se mira crear (Borges, Paz, Cortázar y el propio Sarduy), viene a corresponder ahora la del crítico que analiza y se mira analizar. Si la mirada del primero lo sustrae momentáneamente a la corriente de la creación y la hace crítica, la del segundo –que es doble, y quizá por ello mismo– lo sustrae al puro análisis y lo inserta en la propia creación: hace de su relación con la obra una experiencia viva y única. Quizá aquí reside el destino de la crítica y del ensayo en el futuro: no discernir juiciosamente los valores de una obra, sino encarnarlos en el doble plano del análisis y de la participación. Además de haber escrito excelentes ensayos de crítica en su primera época, el Cortázar de la madurez parece anunciar también esa nueva forma de escritura crítica. Me refiero a La vuelta al día en ochenta mundos (1967). Este libro no solo contiene agudas observaciones sobre la literatura latinoamericana e incluso verdaderos textos críticos, como el dedicado a Lezama Lima, no solo encierra, al igual que los ensayos de Borges, una especial capacidad de desacralizar la cultura instaurando el humor y la ironía en todo lo que trata, no solo logra también combinar y confundir los más diversos planos: la confesión y el puro análisis, sino que es, sobre todo, un libro en que el lenguaje mismo se convierte en una suerte de sistema crítico: el lenguaje como la aventura más radical del pensamiento. Libro autobiográfico, además, quizá lo que más cuenta en él es su visión impersonal. Y siendo de alguna manera un libro de ensayos y de crítica, su búsqueda es problematizar toda relación con la literatura y el mundo: tomar –como en el texto de Jules Verne que cita– lecciones de abismo. ¿No será ésta también, en el fondo, la búsqueda de toda nueva crítica?

***

Notas

[1] Alfonso Reyes, «La experiencia literaria», en Obras completas, T. XIV, México, Fondo de Cultura Económica, 1962.

[2] Jorge L. Borges, Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé, 1960.

[3] José Lezama Lima, en Analecta del reloj, La Habana, Orígenes, 1953.

[4] A. Reyes, op. cit.

[5] José E. Rodó, «Proteo», en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1967.

[6] Octavio Paz, Corriente alterna, México, Siglo XXI, 1967.

[7] Ibid.

[8] A. Reyes, «El deslinde», en Obras completas, T. XV, México, Fondo de Cultura Económica, 1963.

[9] Jorge L. Borges, Discusión, Buenos Aires, Emecé, 1957.

[10] Jorge L. Borges, El hacedor, Buenos Aires, Emecé, 1961.

[11] O. Paz, op. cit.

[12] Ibid.

[13] Enrique Anderson Imbert, La crítica literaria contemporánea, Buenos Aires, Gure, 1957.

[14] O. Paz, op. cit.

[15] Octavio Paz, Puertas al campo, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1966.

[16] Jorge L. Borges, op. cit., cf. nota p. 6.

[17] Lezama Lima, op. cit.

[18] Severo Sarduy, Escrito sobre un cuerpo, Buenos Aires, Sudamericana, 1969.

[19] José Lezama Lima, La expresión americana, La Habana, Instituto Nacional de Cultura, 1957.

[20] Alfonso Reyes, op. cit., cf. nota p. 1.

[21] Buena tentativa de este tipo de análisis sociológico, especialmente aplicado a la literatura latinoamericana, puede encontrarse en la revista Aportes (núm. 8, París, abril de 1968), número preparado por Rubén Bareiro Saguier y en el que colaboran, además, Fernando Alegría, José Guilherme Merquior, Iber H. Verdugo y Guillermo Yepes Boscán. Igualmente representativos de dicha tendencia son los escritores brasileños Otto Maria Carpeaux y Antonio Cándido, quienes tienen una obra importante en este campo.

[22] Cf. Augusto de Campos, Décio Pignatari y Haroido de Campos, Teoría da poesía concreta, São Paulo, 1965.


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