Perspectivas

“La mejor pintura del mundo”

26/05/2018

La resurrección; por Piero della Francesca. 1463.

A Constanza y Ale

Es improbable que, aun con toda su conocida clarividencia, Aldous Huxley, hubiese imaginado que una línea suya iba a salvar de la destrucción a una de las obras más notables del arte occidental. Precisamente, “la mejor pintura del mundo” (The best picture in the world) , como había escrito de La resurrección de Piero della Francesca en un luminoso ensayo publicado en 1925. El trabajo, que cambió la consideración sobre el gran artista y estimuló las aproximaciones de Longhi, Berenson, Pope-Hennessy, Cacciari, Bernard-Levy o Ginzburg, había sido el resultado de un viaje en busca de las huellas de Piero. Cuenta Huxley cómo, desde Urbino, en un viaje de más de siete horas en autobús a través de los accidentados Apeninos, se dirigió, a comienzos de la primavera, hacia la provincia de Arezzo, atravesando una de las zonas más hermosas de la península. Se trata del Valle del Alto Tíber, con sus tupidas colinas y su planicies de un verdor incansable. Las flores del campo, rojas amapolas y amarillas primaveras (primroses en inglés) que parecían “réplicas en miniatura del sol que les dio vida”, se extienden bajo la luz bendita de Toscana. El principal objetivo del viaje era Piero della Francesca, para lo cual la parada en Sansepolcro, su lugar de nacimiento, era ineludible.

Durante los años que precedieron a la Segunda Guerra, las opiniones de Huxley eran la mejor expresión de esa “época de ansiedad” que precedió el conflicto. De 1928, es su estupenda Contrapunto; y, de 1932, la más leída y releída, Un mundo feliz. Sus lectores, especialmente las nuevas generaciones, seguían con atención su particular manera de enfrentar la crisis, a medias entre la racionalidad y la intuición. Uno de esos lectores fue Henry Clarke, un joven inglés amante del arte que había sido impresionado, como tantos, por la afirmación de Huxley sobre La resurrección de Piero: The best picture in the world. Una circunstancia que le valdría a Clarke la fama y el agradecimiento de los seguidores de la pintura del Renacimiento. Es irrelevante cuando Clarke se leyó el ensayo de Huxley, lo importante es en qué circunstancias lo recordaría. Aquella mañana de 1944, cuando al mando, en su condición de capitán del ejercito británico, de una unidad de artillería, recibió la orden de bombardear Sansepolcro donde se encontraba el fresco de Piero, y en cuyas calles de acuerdo a los servicios de inteligencia, aún ofrecía resistencia un contingente de soldados alemanes. Desoyendo las instrucciones, y arriesgando una corte marcial, Clarke impidió la acción, suministrando a su comando la falsa información según la cual los alemanes ya habían abandonado la ciudad, lo que eventualmente harían. Años más tarde, las autoridades de Sansepolcro le rendirían homenaje y bautizarían una calle con el nombre del ex-capitán, convertido en el propietario de la librería más importante de Ciudad del Cabo.

La provincia de Arezzo, con breves incursiones en Florencia, Perugia y Urbino, es la geografía de Piero della Francesca, como Florencia es la de Masaccio y Filipo, o Venecia la de Carpaccio. En tres localidades de la geografía aretina desplegó Piero su genio. En la catedral de Arezzo, donde realizó uno de los ciclos de frescos más permanentes del Renacimiento, “La historia de la Santa Cruz”, con su despliegue de formas heredadas de Masaccio y Ucello y su colorismo típicamente toscano. Un paisaje donde las distancias entre la noche y el día se borran como se borran los linderos entre la realidad y el sueño. A unos cuantos kilómetros de Arezzo, en la apartada Monterchio, Piero realizó uno de los frescos más inquietantes de su tiempo, la Madonna del Parto, un formidable retrato donde la Virgen María, en avanzado estado de gravidez, señala con la mano derecha su viente donde crece el que será Jesucristo. Las apariencia de la obra, independientemente de las medidas, es imponente. María aparece acompañada por unos disminuidos ángeles que corren una cortina para mostrarla. Pero lo verdaderamente memorable es el rostro de la Virgen. Dramático, con no poco de teatral y conmovedor. Sin patetismo y para nada resignada. Se trata de la expresión de una madre que sabe que el fruto de su vientre será de corta de vida. Apenas treinta y tres años y una muerte crucificada. No creo que ninguna otra Madonna exprese de manera tan dramática la intolerable certeza. Piero nos recuerda, como lo hace en la Resurrección, que con todo lo divino, estas criaturas fueron ante todo seres humanos y como tal padecieron su destino. Ser escogida y visitada por el Arcángel no fue, precisamente, lo que entendemos como “un regalo de los dioses”.

En Sansepolcro, donde nació y a la que nunca abandonaría, Piero realizó varios encargos por desgracia desparecidos. Se conservan, sin embargo, los dos más importantes, la Virgen de la Misericordia, con sus veintitrés fragmentos, una de las más ambiciosas obras de su autor, y la Resurrección apenas restaurado. Se discute a dónde estuvo originalmente destinado, pero no es insensato pensar que fue un encargo de la ciudad para que decorara el salón principal de lo que era el Ayuntamiento, convertido hoy en Museo Civico. En los 225x200cms, Piero diseñó una teología y una poética. El Cristo que se levanta del Santo Sepulcro no es el volátil espíritu de muchas versiones del tema, en las cuales el Salvador alza el vuelo para reunirse con el Padre, después de consumado el sacrificio supremo y dar cumplimiento a la profecía de restaurar el Templo al tercer día. Todavía le quedan algunas horas en la tierra, pero su destino es el más allá. Tampoco es el de Piero el resucitado que llega con hambre a Emaús para cenar con un par de incrédulos discípulos. Ese joven transformado, tal como lo describe Caravaggio en su versión de Brera, por la experiencia de la muerte y su estadía entre los muertos. Su narración asombra y atemoriza a quienes lo escuchan, y él mismo no puede disimular el estremecimiento. El Maestro, en esta versión de Caravaggio, es el hombre resignado de Schopenhauer ante el triste e inevitable destino de la humanidad. Es el Cristo más romántico y existencial de la pintura moderna.

En el fresco de Sansapolcro, no obstante, el Cristo resucitado ha vuelto para terminar sus asuntos en este mundo. Su actitud es la de un héroe griego, porque heroica, entiende Piero, es la tarea que le espera. Su aparición no ha sido notada por los soldados, uno de los cuales reproduce los rasgos del pintor, pero sí por la naturaleza que aparece al fondo y que no es otro que el de las colinas de esta parte de Toscana. Un paisaje yermo a la izquierda, que con la Resurrección, se ha transformado en la verde primavera de la derecha. El tiempo viejo, el del paganismo, ha quedado atrás para dar paso al tiempo del Nuevo Testamento. Como buen representante de las tendencias humanistas de su tiempo, Piero, que ya no era el artesano del medioevo, sino un intelectual que se especializó en la óptica e influyó hasta el plagio en una eminencia como Luca Paccioli, modela a Cristo como ilustración de esta naciente ideología. Lo que importa, el centro del universo, es el hombre, el cual, incluso en pleno desarrollo de sus posibilidades, no puede olvidar que su verdadera esencia es ser un mortal. En su humanista teología, el maestro de Sanspolcro, al decirse a pintar el santo sepulcro, recuerda que sólo a través de su muerte, y por eso lo hace, Cristo se convirtió en hombre. Y eso es lo que representa su imagen del Salvador. Un inmortal que, para alcanzar la proclamada humanidad, tuvo que pasar por el rito de paso de su propia muerte. En eso es que lo ha convertido su resurrección. Para Piero, Cristo murió y resucitó no para demostrar que era el Hijo de Dios, sino para confirmarnos que había dejado de serlo en su afán de convertirse en hombre. Una empresa que culminó aquel atardecer de portentos en el Gólgota, cuando la tierra se abrió y el cielo perdió altura. Cristo como representante e ilustración de lo que Massimo Cacciari, hablando del gran artista, llamara ¨humanismo trágico” (Tre iconi). Esta versión del milagro supremo, no insiste, como en tantos otros tratamientos del asunto, en una imagen de victoria, una niké que expresa el carácter inmortal del protagonista. Y si una victoria hubo es la de Cristo convertido en hombre través de la muerte. La solidez del personaje, el rotundo protagonismo de su cuerpo, tiene las proporciones del hombre vitruviano reinterpretado por Leonardo.

La poética de la Resurrección es la de un realismo impreciso e inquietante. Aunque las colinas y la vegetación son los de su país natal, y los rostros son los de sus contemporáneos, tal como se los encontraba en la calles de Sansepolcro o Arezzo, y el tiempo es el de la primavera con sus colinas dulces y su luz que se extiende como una melodía, hay algo en este realismo que lo diferencia del realismo sus contemporáneos como Masaccio o Filippo. Nada hay de fantástico en la iconografía de Piero y, sin embargo, nada menos real que sus caballos, sus construcciones y su gente. Ni menos cotidiano que el movimiento de esos cuerpos. Una acción detenida, imágenes congeladas que solo aparecen en las visiones y el sueño. Esta atmósfera metarrealista es la que impresionó a notables ingenios del siglo XX, como Chirico y Balthus, y del XXI, como Bob Wilson y Bill Viola. Y, en 1925, hace casi cien años, a Aldous Huxley quien, con toda razón la reconoció como “La mejor pintura del mundo”.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo