Perspectivas

La libertad

09/10/2021

«La Statua della Libertà», de Nicola Giancecchi

Uno de los conceptos que nos permiten acercarnos a la mentalidad de los antiguos griegos es el de la libertad, la vieja eleuthería. No puede ser de otra manera, porque se trata de una idea que marca decisivamente nuestra conducta, individual y colectiva. Por supuesto que muchos de los viejos poetas, historiadores y filósofos la mencionan. Para Píndaro la libertad estaba “establecida por los dioses”, y Heródoto en sus Historias, al hablar de los atenienses, diferencia entre los que preferían la libertad y los que preferían la tiranía. Por su parte, Sófocles en su Electra nos cuenta el sufrimiento del “linaje de Atreo” (Agamenón y Menelao) por alcanzar la libertad. En estos tres lugares distinguimos tres aspectos de un mismo concepto: la libertad humana en su relación con Dios, la libertad política y la libertad personal. El problema de la libertad humana, el destino y la voluntad de los dioses ocupa un lugar central en la tragedia de Sófocles. Edipo busca burlar el destino que le tienen fijado los dioses: ser el asesino de su padre y el esposo de su madre. En su huida solo consigue precipitar su propia perdición. Antígona debe escoger entre la ley humana y la ley divina. Solo la muerte la liberará de los designios de un tirano.

Se trata, lo acabamos de decir, de tres aspectos de una misma idea, no de tres libertades diferentes. Los tres están íntimamente relacionados, pues las relaciones entre dioses y hombres pasan por la cuestión capital de la libertad humana. ¿Hasta dónde podemos actuar? ¿Qué tanto podemos hacer sin transgredir los límites de la voluntad divina? Recordemos que se trata del gran argumento que los defensores del poder real esgrimen contra la independencia de Venezuela tras el terremoto de 1812. El terrible sismo, decían, era un claro castigo de Dios a los republicanos por haber desafiado la autoridad del rey. Semejante acusación motivó el cultísimo alegato de Juan Germán Roscio, recogido en El triunfo de la libertad sobre el despotismo, que puede resumirse en una frase sencilla y contundente: Dios, precisamente, nos hizo libres. La idea, desde luego, no es nueva, y la podemos encontrar en Heródoto. Para el historiador, la causa de que los persas, inconmensurablemente superiores en soldados y armas, perdieran la guerra contra los griegos es muy sencilla: se habían atrevido a desafiar la voluntad de los dioses, que deseaban que los griegos fueran libres. Platón dirá más tarde que la agresión de los persas contra los griegos fue “en cierta forma contra todos los habitantes de Europa”.

El asunto atraerá buena parte de la atención de los filósofos. Para Platón y Aristóteles todavía la cosa tiene un matiz político, pues todavía no es posible concebir la acción humana fuera de un marco que no sea la polis. En Las leyes, Platón critica “el exceso de servidumbre y tiranía” de los persas, pero también “la libertad absoluta, fuera de toda autoridad” que, dice, tienen los atenienses. En su opinión, ambas en realidad son formas de tiranía (la de un déspota o la de la muchedumbre, da igual) pues la verdadera libertad es aquella que se somete a normas y regulaciones.

Al llegar a este punto siempre recuerdo unos versos de la Ilíada a los que me he referido otras veces. En el canto XVI Zeus está observando la batalla junto a los muros de Troya. De repente advierte que uno de sus hijos mortales, Sarpedón, está a punto de morir. Dice así el padre de los dioses: “¡Ay de mí! El destino cruel ha dispuesto que Sarpedón, a quien amo sobre todos los hombres, sea muerto por Patroclo. Entre dos propósitos vacila mi corazón, ¿lo arrebataré de la lucha salvando su vida o dejaré que sucumba?”. Hera lo escucha y le reclama por haberse siquiera planteado salvar a un mortal que ya estaba condenado. Entonces el padre Zeus, el más poderoso de todos los dioses, calla y no le queda más que aceptar y someterse a la ley del Destino.

No puedo decir que los estoicos y los epicúreos hayan tenido en mente estos versos de Homero. Sin embargo, para ellos el problema es también de la mayor trascendencia, aunque con soluciones muy diferentes. Para los estoicos, todo cuanto ocurre en el universo está predestinado en la mente de Dios. Para Epicuro en cambio, todo cuanto que pasa es resultado del inexorable movimiento de los átomos. Los dioses, si existen, no se interesan por los asuntos humanos, pues son felices, y si se ocuparan de nosotros dejarían de serlo y ya no fueran dioses. Una lógica gélida y cruel. Es evidente que el espacio para la libertad se va estrechando más y más. Tanto estoicos como epicúreos la han pensado desde otra circunstancia, cuando ya no existe la polis y Atenas forma parte del inacabable imperio de Alejandro. Ya en sus calles no hay espacio para la vieja eleuthería, y ésta corre a refugiarse al interior del individuo, en su relación con la divinidad. Una situación que prepara la llegada del cristianismo.

Resulta interesante ver cómo, desde sus remotos inicios, la idea de la libertad, individual y colectiva, está signada por un elemento común, el de la regulación y la limitación. La libertad, para que realmente lo sea, debe estar sometida a otras fuerzas que la regulen. Nadie, ni siquiera el padre Zeus, es libre de hacer lo que le venga en gana y quebrantar todas las normas sin exponerse a un grave castigo. Se trata de una vieja lección que suelen olvidar muchos gobernantes.


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