La leña, la prehistoria y el “hoarding” de la nostalgia

Fotografía referencial de World Bank Photo Collection | Flickr

23/10/2020

Atendamos al enunciado, desprovisto de matices: un mayor general anuncia que, ante una crisis de gas doméstico, su tropa está dispuesta a unirse con los líderes políticos de una región para repartir atados de leña sacada de los árboles que arrastran las corrientes de los ríos en época de lluvias.

Y remata su argumento advirtiendo que esto no significa “volver a la prehistoria”.

Tiene razón.

Tiene tanta razón que quizás ignora que, justo en esa afirmación que pretende usar a su favor, está el núcleo de la incorrección de eso que intenta contarnos.

Se entiende que la prehistoria es ese casi indeterminado período de tiempo que va desde la aparición de los primeros seres que, dejando de ser primates, son reconocidos como homínidos, hasta el momento en que el Homo sapiens logra empezar a dejar constancia de los hechos, mediante la documentación.

Es decir: es imposible que volvamos a la prehistoria porque, se quiera o no, estas palabras del mayor general han quedado grabadas, los nombres de esa lista de soldados que cortarán la leña serán el parte de tropa, la fecha y la manera en que esos liderazgos políticos entreguen los atados de leña tendrán un registro…

Así, de manera sistemática y sucesiva, se irán documentando hechos que contrastan con la historia del país petrolero que un proyecto político prometió convertir en potencia global.

Y toda acción de documentación es una acción histórica.

Por ejemplo: que se decida alterar la regulación natural de los ríos, para transformarla en leña y así los representantes políticos puedan hacer que aquellos que tengan algo que llevar a los fogones tengan algo de fuego donde cocinar.

Eso no es volver a la prehistoria.

En todo caso, cocinar con leña mientras el poder político, económico y territorial se concentra en unas pocas manos sería más parecido a volver a la Edad Media.

Y mientras eso pasa, se documenta el fracaso de una terca manera de hacer, que ya sólo parece reaccionar con la intención de evitar que el desespero se transforme en agitación y, con eso, en costo político y social.

Tan es imposible volver a la prehistoria que el propio mayor general es víctima de su memoria y documenta, sin notarlo, su nostalgia, camuflada de argumentos a favor, aunque todo cuanto afirma se le viene en contra:

“Yo me acuerdo de que, en la casa de mi abuela y en la casa de mi mamá, preparaban una olla de granos, una olla de pasta, una olla de arroz, y estaban ahí en la cocina (…) Yo recuerdo que de muchachito iba a hacer mandados y compraba: una papeleta de azúcar, una papeleta de café y un cuarto de kilo de queso, que un señor de apellido Zapata picaba con un nylon. Pero ahora nosotros, miren cómo nos cambiaron la mentalidad: si yo no compro un bulto de harina, un bulto de arroz, un bulto de papel toilet, la cosa está mala. ¿Ven? Porque nos crearon la ansiedad, producto del manejo manipulado de los recursos”.

Y el mayor general vuelve a tener razón. Señala elementos importantes, aunque de nuevo sin quererlo: digamos que tan solo se equivoca de culpable.

Esa ansiedad, conocida en el universo económico como “hoarding”, no tiene que ver con la ambición desmedida, neoliberal y capitalista, de quien quiere tener y tener. Lo que pasaba en la familia de aquel niño que hacía mandados era que el asunto de “vivir al día” se podía sostener, porque al menos se tenía la seguridad de que mañana y pasado mañana y la semana que viene, en esa misma bodega, habría azúcar y café para comprar en papeletas, además del memorable nylon de Zapata, cortando queso de un bloque nuevo recién llegado.

En cierto modo, el mayor general también hace “hoarding”, sólo que un “hoarding” de la nostalgia: acapara todos los recuerdos que puede, con la intención de utilizarlos cuando le toque demostrar que antes era distinto, que no siempre ha sido así, que alguna vez hubo leña y papeletas y “vivir al día” era posible.

La vaina es que pasaron mucho tiempo diciendo que aquello estaba mal.

La vaina es que ahora, en Los Andes venezolanos, ni siquiera es posible vivir al día.

La vaina es que hoy las ruinas de la guerra económica no solo comparten el fracaso de PDVSA, PDVSA Gas y Corpoelec: en esas batallas perdidas contra el pasado también están Mercal, PDVal, Bicentenario, las cajas CLAP e incluso VENAL, ¿la recuerdan? Las desafortunadas siglas de Venezolana de Alimentos, pensadas por alguien que no sabía que en nuestro idioma se considera “venal” a todo aquel que se deja sobornar con dádivas.

En aquel país petrolero que no pudo ser potencia no solo falta el gas doméstico: tampoco hay gasolina, así que a Zapata no le llega café, ni azúcar ni queso.

Tampoco hay transporte, para que los miembros de esa familia vuelvan a la hora del almuerzo y coman de la olla de granos común, llena de gusto gracias a que al sofrito se le había podido poner algún embutido, un huesito ahumado o, con suerte, una chuleta, cocinada seguramente gracias a la magia que hacían las figuras maternas para ablandar los granos al remojo y así ahorrar el gas de la bombona.

El poder a veces olvida que, justo porque es imposible volver a la prehistoria, tenemos mucho tiempo documentando nuestro pasado para entender que es muy difícil pretender usar la memoria de los demás a conveniencia.

Cada atado de leña será, les guste o no, un documento más del fracaso.


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