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A raíz de la ilustración que acompañó a mi artículo de la semana pasada, “Bolívar lector”, y que no podía ser otra que el célebre cuadro de Tito Salas, “La lección de Andrés Bello”, recordé unas viejas notas que hace tiempo escribí a propósito de ese cuadro y que hoy quiero compartir aquí. Van, entonces, a continuación:
De toda la iconografía heroica de Venezuela, copiosa y repetitiva, no hay un cuadro que me guste tanto como la “La lección de Andrés Bello” de Tito Salas. Desde siempre sentí fascinación por ese cuadro que sin duda constituye una rara y hermosa excepción entre las imágenes que nos cuentan la fundación de nuestra nación. No hay sangrientas batallas, ni tropas embistiéndose con furia, no hay caballos desbocados, ni sangre, ni muerte, ni estruendo de galopes que retumban en la polvareda, ni disparos, ni cañones, ni rostros desencajados por el dolor o la ira, ni gritos de juramentos altisonantes, todas esas cosas que desde hace siglo y medio quieren que admiremos y que todavía hoy, a pesar de que por todos lados vemos las dolorosas consecuencias, algunos siguen empeñados en hacernos creer que representan a la patria. No. “La lección de Andrés Bello” nos habla de una Venezuela totalmente diferente.
La escena se sitúa, qué duda cabe, en un patio, afuera, a la luz de la mañana caraqueña. Una de esas clarísimas mañanas en que el sol dibuja con precisión las curvas del Ávila y derrama su luz por el valle. Es una escena bucólica, como todo lo que tiene que ver con el Bello de aquellos años. Ambos jóvenes (el maestro apenas le lleva dos años a Simón, quien tan solo cuenta catorce) están sentados a la mesa, a la sombra de un árbol ¿Es un samán, una caoba de esas fuertes y bellas que se dan en el Valle de San Francisco? Es una ceiba, dice Rafael Pineda en su estudio publicado por Ernesto Armitano (Caracas, 1974) ¿Dónde están? ¿Acaso en el Patio de los Granados? Casi se puede sentir la brisa bajando de la montaña. Casi se puede oír el canto de los güitíos, de los tico-ticos, de los ponchitos con su cabecita tan amarilla, el bochinche de los loros y las guacamayas retozando por las ramas. Casi se puede sentir la corriente limpia del Anauco, del Catuche (“…que entre peñascos corra un arroyito”). En cualquier momento podría aparecer una ardilla o una pereza entre lo verde, un colibrí buscando entre las flores.
Salas representa a dos hombres mucho más maduros y robustos que el par de imberbes que entonces eran. Andrés, sin embargo, tenía ya bien ganada fama de brillante y dedicado en esa Caracas de “ocho iglesias, cinco conventos y un teatro” que conoció Humboldt. Salas nos pinta un Simón en la flor de la edad, con esa mirada negra, eléctrica y penetrante que todos dicen que tenía, muy pendiente de la lectura del maestro. Eran los tiempos en que “le amaba con respeto”, como él mismo recordara después. Bello luce mayor y acuerpado. No parece el debilucho muchachito que no pudo acompañar a Humboldt en su expedición hasta La Silla. El sol le pega de lleno en la frente amplia que incluso luce algunos surcos. Lee en voz alta y con la mano gesticula. Alineado con el tronco de la ceiba, atento y discreto escucha el padre Andújar bajo su hábito franciscano capuchino.
Sin duda lo que leen les apasiona, se les ve en el gesto aunque la escena luce plácida. ¿Lee en latín, lee en español, en francés? ¿Qué le lee Bello a Bolívar? ¿Acaso aquella carta de Séneca que dice que la montaña más alta es la que más atrae al rayo? ¿Acaso aquél poema de Horacio, versión del viejo Arquíloco, donde dice que no hay que alegrarse tanto en la fortuna ni entristecerse demasiado en la desgracia? ¿Acaso la Égloga IV de Virgilio, donde el pastor Polión anuncia al mundo la llegada de un tiempo nuevo (“otro Tifis habrá, y otra Argos…”)? ¿Acaso el canto VI de la Eneida, cuando Eneas baja a los infiernos para conocer el futuro de Roma?
¿Por qué me gusta tanto este cuadro? Como toda obra maestra, “La lección de Andrés Bello” nos dice muchas cosas a la vez. Nos habla de otra Venezuela, pero también de otra manera de entender la historia y la vida. Nos habla de miles de personas que cada mañana, sin mucho grito ni aspaviento, salen a estudiar y a prepararse para un día poder ser útiles a su tierra. Nos habla de dos jóvenes que no sospechan el destino que les aguarda (Heu quantum fati!, dijo Ovidio), que llegaron a tenerse afecto, y a los que la vida juntó y separó sin ellos saber cómo ni por qué. Nos cuenta la historia de dos carajitos, dos chamitos que se ponían a leer con pasión y a aprender con humildad bajo un árbol de Caracas. Nos dice también que la historia se escribe todos los días con el esfuerzo callado de cada uno, en una mesa de estudio, a la sombra de un árbol, no en palacios ni en batallas, lejos del griterío y la arrogancia de los que creen que están escribiendo la historia. Que no hacen falta uniformes ni armas para escribir la historia. Que los verdaderos cambios solo se dan cuando hay mucho estudio y reflexión. “La lección de Bello” nos cuenta acerca de un país pequeño en el que poco a poco se fueron acumulando los libros y los lectores, de una larga tradición de lectura y pensamiento, de reflexión, de gente estudiosa que se preparó calladamente y con esfuerzo antes de tomar las graves decisiones que le tocó. Nos dice finalmente que, mientras haya gente estudiando bajo un árbol, esta historia no se termina.
El cuadro, pintado en 1930, está expuesto en la Casa Natal del Libertador, a la vista de todos, para recordarnos que “La lección de Andrés Bello” no es solamente para Bolívar.
Mariano Nava Contreras
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