Rinaldo enamorado de Armida en la isla de Orontes. David Tenier, 1630.
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En su tiempo el poeta más celebrado de Italia, y el más disputado por sus ilustradas cortes, el gran Torquato Tasso (1544-1595) parece hoy más conocido por protagonizar el exquisito drama de Goethe, que por ser el autor de una de las épicas más estupendas de todos los tiempos. Su época fue la del Renacimiento en crisis, la de la aparición del llamado manierismo, expresión de aquellos tiempos contrarreformistas que prefiguraban la conmocionada Europa del Barroco; y del cual fue nuestro protagonista uno, pero no el único, de los más desgarrados protagonistas, de acuerdo a Arnold Hauser: “Nadie como Tasso sufrió tanto la neurastenia de su generación ni pagó con un trastorno más devastador la oscura sensibilidad y el espíritu de su época”. No obstante, fueron buenos tiempos, acaso los últimos, para la poesía épica, un género que terminaría desacreditado y sustituido por nuevos modos, más afines con la sensibilidad de la triunfante burguesía. El más conspicuo fue la novela cuya consolidación, en el siglo XVIII, contaría, pero ya más nunca cantaría, las aspiraciones y logros, y miserias, del hombre occidental. Las nuevas épicas serán en prosa; y sus protagonistas, hombres de carne y hueso, menos esforzados que el típico héroe clásico. Los nuevos héroes serán tan variados como los representantes de la triunfante clase burguesa, desde el escurridizo pícaro Tom Jones, de Henry Fielding; hasta el taciturno príncipe Andrei, de La guerra y la paz.
Al malogrado Torquato Tasso, la literatura occidental debe uno de los mejores poemas épicos y seguramente uno de los menos leídos. Petrarca también tiene el suyo, Africa, igualmente preterido aunque, en su caso, sin duda merecido. Gerusalemne libertata, que es como Tasso llamó su ambicioso proyecto, fue comenzado hacia 1559, a sus precoces quince años, y terminado a los treinta y uno, en 1575 en sus veinte cantos en octavas reales. Siguiendo de cerca los modelos de Ilíada y Eneida, el poeta, comprometido con la ideología tridentina, inculcada por sus maestros jesuitas, cuenta y canta la gesta de los caballeros cristianos que participaron en la Primera Cruzada (1099), y terminaron tomando la Ciudad Santa al tercer año de su llegada al Medio Oriente. Las intenciones de Tasso, como antes de él las de Virgilio, son claramente políticas y, además, religiosas. Entre otros méritos, se trata de un apasionado reclamo a la desunión de los príncipes cristianos en un momento en que los avances del Turco habían llegado a las puertas de la cristiana Viena. No obstante, la posteridad, con razón, desconoce estos elevados sentimientos, y admira la Jerusalén liberada por su inspiración y acabada estructura. Otro modelo, esta vez incómodo, se le presentó a Tasso en su propósito de escribir un poema tan grande como el de sus modelos de la Antigüedad. Se trata de Orlando furioso, publicado algunos años antes por su compatriota Ariosto y considerado como la cima de la épica moderna. Y, en verdad, no era ayuno de logros el epos de Ariosto, de lo que carecía era modernidad. Y si Jerusalén liberada tiene mucho que atrae y fascina a lector moderno, es poco lo que nos anima a retomar el Orlando, después de las obligadas lecturas del liceo que me tocó a comienzos de los sesenta. Don Antonio Izquierdo, en el prólogo a su espléndida traducción en prosa del poema de Tasso, publicada en 1823, aclara las diferencias de estilo entre los dos bardos peninsulares: “La imaginación del Tasso, menos original, y menos fecunda tal vez que la de Ariosto, estaba nivelada por un gusto más delicado, y por principios más sanos, por un estudio más profundo de los medios del arte, por un discernimiento más exacto de lo justo y de lo bello”.
Jerusalén liberada, cuenta con todos los elementos de las grandes épicas. Después de imitar el comienzo de Eneida:
Canto los piadosos combates, y el guerrero que libertó el sepulcro
de Jesucristo. Numerosas hazañas señalaron su prudencia y su
valor, y trabajos sin números probaron su paciencia en aque-
lla gloriosa conquista. En vano se armó el infierno contra él;
en vano se armaron para combatirle los pueblos reunidos del
Asia y el Africa. El cielo protegió sus esfuerzos, y condujo ba-
jo santos estandartes a sus compañeros errantes.
Se suceden grandes enfrentamientos entre ejércitos y las esforzadas acciones de los protagonistas; denodados héroes que, como Ulises, enfrentan con desigual decisión las lances bélicos y amorosos, intervenciones sobrenaturales; bellas y peligrosas mujeres; excesos (a los de Ulises con los pretendientes se corresponden, en Jerusalén, los de los cruzados al ocupar la ciudad sagrada); indeseadas muertes y reconciliaciones. La historia comienza con el nombramiento, gracias a la recomendación divina, de Godofredo de Bullon, como comandante de las fuerzas cristianas que irán al rescate del Santo Sepulcro en la Jerusalén de Saladino. En la clásica enumeración de los participantes en la empresa, destacan dos guerreros, Tancredo:
Tancredo, el más valiente, el más generoso, el más intrépido, el más
bello de todos aquellos guerreros si Rinaldo no existiera.
Y este es Rinaldo, émulo de Aquiles en el valor y de Ulises por sus enredos amorosos:
Pero Rinaldo, aun en la primavera de su vida oscurece a todos los hé-
roes cristianos. Sobre su frente majestuosa brilla una amable fiere-
Todas las miradas están fijas sobre él: sus proezas se han antici-
pado a su edad, y han excedido a todas esperanzas. Los primeros
días de su adolescencia dieron frutos, que otros no cogen sino en el
otoño de la edad. Cubierto con su armadura, con el dardo en la ma-
no, es el Dios de los combates, y del amor si se quita la cimera.
Y quitársela será su perdición pues un día, después de fieros combates, se quedará dormido a la sombra de una encina, y allí lo encontrará la enemiga y maga Armida, quien, con la ayuda de poderosos filtros amorosos, lo llevará a su palacio, como una Circe cualquiera, y allí lo domará haciéndole cambiar la férrea armadura por livianos linos y perfumadas sedas.
Por el lado de los defensores de la ciudad, destacan el esforzado Argante, y dos bellas guerreras, Clorinda y la ya mencionada y hechicera Armida, cuyos amores con Rinaldo serían el asunto de inumerables pinturas e inmortales partituras. Al lado de ellos, la presencia de lo sobrenatural en la figura de arcángeles y demonios, equivalentes a las ventajosas y no siempre justas acciones de las criaturas del Olimpo en la épica clásica. Líder de los “infieles” el gran y terrible Aladín, dueño de Solima:
Demasiado seguro de su odio, su ferocidad amortecida por los años
renace más irritada. Jamás fue más ardiente ni apeteció más la san-
gre: así la sierpe, entorpecida por los hielos, despierta más dañosa
en primavera, y así el león, que parece domesticado, viene a ser cuan-
do se le ofende más terrible y más furioso. Yo veo, dijo el tirano, yo
veo en esos infieles señales demasiado ciertas del gozo que les anima…
Yo haré abortar sus pérfidos proyectos. Yo apagaré mi enojo en su san-
gre, e inundaré con ella a Solima. Yo degollaré los hijos en el seno de
sus madres, destruiré sus casas, quemaré sus templos, y estos serán
su hoguera: y sobre esa tumba, que ellos adoran, en medio de sus
sacrificios y sus votos, sus sacerdotes serán mis primeras víctimas.
Con semejantes contendientes, la lucha no podía ser menos que cruenta y feroz. Y, como bien suele suceder con los poemas épicos, los mejores momentos son los dedicados a la guerra. Es el caso de los vibrantes y brillantes Cantos XI y XII cuando, después de caros reveses, los cristianos terminan por tomar la ciudad sitiada. Tasso, más liberal que sus modelos antiguos y modernos, trata de hacer justicia cuando describe la simetría del exceso en la actitud de los caballeros cristianos al entrar a Jerusalén:
La ciudad se hundió en una masacre generalizada, montones
y montañas de cadáveres. Los heridos fueron tirados encima
de los muertos, con los enfermos y enterrados todos.
Todo impresiona en Jerusalén liberada, tanto como la desdichada existencia de su autor. El más brillante de los poetas del Renacimiento, enterrado, como uno de los infelices defensores de Jerusalén, por la implacable demencia que lo persiguió hasta el final, y lo hizo vivir en los gélidos calabozos del Palazzo Estense de Ferrara, donde su “protector”, el duque Alfonso lo hizo recluir durante siete años. Al cabo de los cuales se le permitió mudarse a Mantova, de donde decidió escapar para marchar a Roma, a la protección de una las grandes familias, quienes consiguieron para él, como antes lo había logrado Petrarca y nadie más, el reconocimiento de “Poeta laureado”, máxima distinción para un bardo cristiano. Pero esta vez la locura, asistida por injusta muerte, impidieron el anhelado consuelo al último de los vates épicos de la cristiandad, el inspirado autor de Gerusalemne liberata, una obra a la escala de la Capilla Sixtina en gloriosos versos endecasílabos.
Alejandro Oliveros
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