Imago Mundi

La inolvidable Estambul

Fotografía de Ángel de los Ríos | Flickr

21/08/2020

Volamos de Madrid a Estambul en diciembre de 2015. Nos esperaba una ciudad helada y cubierta de nieve. Lo primero que nos llamó la atención fue el tamaño del aeropuerto y la variedad de destinos anunciados en sus pantallas. Otra constelación latía en aquellos nombres terminados con el sufijo «stan» (lugar de), un mundo al que podía irse desde Estambul, la capital legendaria (fue Bizancio, fue Constantinopla) de un país de ochenta y tres millones de habitantes, bastante más desarrollado de lo que puede suponerse a la distancia. Una suerte de combinatoria tensa entre oriente y occidente, desde que Kemal Atatürk se propuso occidentalizarlo sin abandonar el islamismo, creando la República de Turquía en 1923, después de la desaparición del imperio otomano, al concluir la Primera Guerra Mundial.

Alguna vez le escuché decir a Álvaro Mutis que la entrada a Estambul en barco era como sumergirse en un sueño, y no le faltaba razón. Él relataba un viaje con su esposa Carmen, Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha, en el que se dieron el lujo de caminar por las calles de la Estambul de Orhan Pamuk mientras la gente creía que Gabo era un turco más, sin advertirle el rostro de Premio Nobel. Nosotros no entramos en barco, pero sí tomamos uno pequeñito para recorrer el canal del Bósforo al caer la tarde, y sí tuve la sensación de haber penetrado en una suerte de duermevela en la que no sabes si lo que ves es cierto o es fruto de algún delirio oriental.

La Mezquita Azul y la basílica de Santa Sofía iluminadas, un puente muy alto (Fatih Sultán Mehmet) que se sostiene como un arco a punto de soltar la flecha, y comunica a Europa continental con Asia (así de fácil), las casas de la orilla, algunos hoteles majestuosos; y los barcos de gran calado, 15 pisos, como ralentizando el tiempo de la bahía y diciéndole al mundo “aquí vamos”, todo esto, mientras tiritábamos de frío en la cubierta del botecito y bebíamos un café hirviendo, y yo pensaba para mis adentros, qué lejos estamos de Playa Guacuco.

Ya habíamos entrado en el laberinto del Gran Bazar de Estambul y nos habíamos perdido por sus callejuelas repletas de ofertas artesanales, imantadas por la impaciente simpatía de los vendedores. Ya habíamos comido dulces turcos de pistacho, endiabladamente superiores; y habíamos comido pescado, y entrado al santuario de un Hammam, donde nos habían bañado con estropajos y un jabón que producía tanta espuma como una lavadora ensamblada en Perú. Ya habíamos tomado té a toda hora y en todas partes, y nos habíamos paseado por el museo de Santa Sofía y visto el incómodo maridaje entre el credo católico y el islámico; también habíamos bajado a ver las catacumbas romanas de cuando Constantino gobernó estos parajes lejanos de Roma, y esta ciudad era uno de los epicentros del mundo conocido.

Para este viaje, ya era nuestra costumbre una sana práctica turística. A la ciudad desconocida que llegamos, lo primero que hacemos es subirnos al segundo piso de un autobús a dar una vuelta completa e intentar entender a dónde demonios hemos llegado. El método no falla. Te bajas y tienes una dimensión mejor del centro antiguo de la ciudad que vas a penetrar.

Los obeliscos se habían erguido ante nosotros: Constantino VII, Tutmosis III, y la plaza de Taksim había mostrado sus espacios a nuestros ojos alertas ante los arrebatos del terrorismo. Íbamos atentos en aquella megalópolis de quince millones de habitantes. Aquel día, además, vimos los colores del crepúsculo estallar desde la terraza del Ciragan Palace Kempinski, a orillas del canal. Entonces, mojé un croissant en una taza de chocolate caliente y recordé que prospera una leyenda según la cual fueron los turcos en Viena quienes, al invadir en 1683, llevaron a que los panaderos hornearan un pan de media luna de hojaldre, como la bandera turca, dando la voz de alarma de la llegada de los invasores en la madrugada. Cierta o no, aquella media luna me supo a gloria.

Nos dicen que hemos debido ir en verano, pero yo creo que no, que aquella ciudad iluminada, por la que caminábamos a veces con la nieve hasta los talones, era un destello mágico de aquel diciembre de luces oníricas. Quizás volvamos en verano y en barco, y naveguemos del mar de Mármara al Mar Negro por el puro gusto de pasar otra vez ante aquella ciudad encendida, bullente, repleta de gente que habla otra lengua, y ya no ve la ciudad como nosotros lo hicimos aquella primera vez, como niños maravillados ante el paso de las estrellas fugaces.

Estambul es Grecia, Roma, el pueblo turco, el islam, el imperio bizantino, mitad Asia, mitad Europa, son muchas capas históricas que se suceden unas a otras, dando cuenta de una historia a sangre y fuego, y la ciudad sigue allí, cada día más hermosa, más desafiante al paso del tiempo, como la esfinge en las arenas africanas.


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