Perspectivas

La increíble historia de la copa Jules Rimet (o una película que haría Tarantino)

Representantes de la federación italiana de fútbol presentan la Copa Jules Rimet a sus homólogos brasileños el 22 de junio de 1950 en Río de Janeiro, dos días antes del inicio de la 4ª Copa del Mundo en Brasil. Fotografía de STAFF | AFP.

25/04/2022

Esta historia comienza con un abogado francés llamado Jules Rimet, el presidente más longevo que haya tenido la FIFA, pues ocupó el cargo desde 1921 hasta 1954. Seguramente el papel lo haría Leonardo Di Caprio, sí, un Di Caprio canoso, peinado de lado, con bigotito. Al tipo se le ocurre un día una idea tan genial que hoy nos parece que se cae de obvia: ¿qué tal organizar una copa mundial de fútbol? Y que el evento se convierta en un espectáculo mediático. Eso, poner a varias selecciones nacionales a jugar un torneo corto en un solo país y que los medios no hagan otra cosa que hablar del mundial de fútbol durante esos días. Seguro que ahí hay un negocio. Quien quita. Valdría la pena explorarlo.

Entonces Jules Rimet destina unos fondos de la FIFA para mandar a hacer un trofeo con una base cuadrada de mármol sobre la que se adosaba una estatuilla de plata esterlina enchapada en oro de la diosa griega de la victoria: Niké. Esa misma figura alada que parece un ángel, que normalmente acompañaba a Zeus o que solía sostener en sus manos la gran diosa Atenea durante sus batallas. Y a Di Caprio –perdón, a Jules Rimet– se le ocurre algo mientras se retoca el mostacho, para hacer más emocionante aún el asunto: vamos a jugar este torneo internacional cada cuatro años en una sede distinta y quien gane tres veces la copa se la lleva definitivamente para su casa.

Listo, se decide que la primera copa mundial de fútbol se jugará en Uruguay y que comenzará el 13 de julio de 1930. Y el trofeo que se lleve el campeón es tan dorado, mide treinta centímetros, pesa cuatro kilos y medio de sólida belleza. Pero hay un detalle: no tiene nombre. Bueno, pues vamos a ponerle el del dueño de la idea, que se llame Jules Rimet, así lo deciden. Leonardo Di Caprio sonríe, agradece ese gesto que tanto le honra, sabe que su nombre quedará grabado en la historia. Le comenta entonces a los otros jerarcas de la FIFA: “Tengo un pálpito: y es que nos vamos a forrar”.

Retrato de Jules Rimet. Fotografía de STAFF | AFP.

La final de ese Mundial Uruguay 1930 se jugaría entre la selección anfitriona y sus vecinos de Argentina. Hay una discusión antes del partido porque cada quien tiene su propia pelota y pretende jugarlo con ella. Al final se decide que está bien, se jugará con el balón argentino. Una cosa que pesa medio kilo y es como patear un balón medicinal de cuero compacto. Algunos jugadores usan incluso boinas para poder cabecear aquella masa inclemente. Las madres en aquella época seguro le rogaban a sus hijos: métete a boxeador, enrólate en el ejército, pero no seas futbolista que eso es malo para la salud y te vas a quedar bruto a punta de balonazos. En fin, de nada le sirve a Argentina jugar con su balón porque esa final la ganarían los uruguayos 4 a 2. Afortunadamente, Argentina no se puso con la clásica de: “Si las cosas son así agarro mi balón y se acabó la partida”. El primer nombre que se escribirá en la base de la copa Jules Rimet será entonces el de Uruguay.

Se juegan después las copas de Italia 1934 y Francia 1938, con el mismo ganador en ambas ocasiones: la escuadra azzurra italiana; y todo parece apuntar a que la copa Jules Rimet, como señalan sus estatutos, se quedará definitivamente en Roma. Pero, en vez de mundial de fútbol, en 1942 (cuya supuesta sede sería Alemania) lo que tenemos es Segunda Guerra Mundial en pleno apogeo. El torneo, obviamente, queda cancelado hasta que el mundo esté para celebrar mundiales de fútbol otra vez. Dado que Italia había sido el último campeón, la copa Jules Rimet estaba en el país de la bota y el vicepresidente de la FIFA, un señor llamado Ottorino Barassi, es su custodio. Barassi (seguramente John Travolta, maquillado y con lentes de pasta) se da cuenta de que la Gestapo está detrás del codiciado trofeo de la diosa Niké porque el ejército alemán –como tantos otros en la historia pasada, reciente y actual– es un insigne saqueador uniformado que va ocupando los territorios mientras se apodera de cuanto objeto de valor consiga a su paso. Así que Travolta –Barassi, disculpen– decide en secreto llevarse la Jules Rimet a su casa y esconderla en una caja de zapatos. La Gestapo, después de visitar cortésmente la sede de la Federación Italiana de Fútbol (FIGC: Federazione Italiana Giuoco Calcio), donde se suponía debía estar la copa y no dar con ella, decidió visitar también con la cortesía característica el domicilio de Ottorino Barassi y le dejó la casa patas arriba al vicepresidente de la FIFA. Sin embargo, no se les ocurrió revisar las cajas de zapatos que guardaba el señor debajo de su cama y donde se escondía la preciada estatuilla dorada de treinta centímetros. Seguramente el comandante de la Gestapo (interpretado por Christoph Waltz, hablando a la perfección el alemán, el inglés y el italiano) habrá amenazado al valiente Barassi en varias lenguas asegurándole que volverían a verse las caras, y que una vez hallaran lo que buscaban se aseguraría de fundir no solamente la copa sino de meter al horno también a quien la había estado ocultando. Los nazis se van. Travolta agarra su caja de zapatos, la abraza contra el pecho, la oculta en otro lugar aún más seguro. Los alemanes la siguen buscando en vano hasta que acaba la guerra y caen derrotados.

La copa Jules Rimet pasó por muchas manos e hizo un incógnito recorrido por el mundo, no se supo de ella hasta cuando reapareció sorpresivamente en Brasil para el mundial de 1950. Vemos una última imagen de Barassi/Travolta que baila solo de pura felicidad en medio de un amplio salón.

En 1946 el mundo aún no se recuperaba de la guerra ni estaba para mundiales, así que ese año lo que se jugó fue un campeonato sudamericano donde Argentina acabaría ganando la final a Brasil con marcador de 2-0. Pero para 1950 sí habría Mundial y sería en Brasil. La fiesta estaba servida para que la canarinha ganara en casa con su equipo plagado de estrellas. No había manera de que el nombre de Brasil no estuviera escrito en la base de la Jules Rimet al finalizar el torneo. Tenía que ocurrir una tragedia de dimensiones apocalípticas para evitar la fiesta brasileña. Y esa tragedia tuvo lugar y se llamó “El Maracanazo”. Pues resulta que la humilde selección charrúa a la que supuestamente le tocaría recibir un recital de jogo bonito y un carnaval de goles para el deleite de los casi cien mil espectadores que acudieron al Maracaná ese día, ha remontado el marcador adverso y acabó ganando la final por 2-1. Así que el país que por segunda vez inscribiría su nombre al pie de la Jules Rimet sería Uruguay.

Jules Rimet (izquierda) entregando el trofeo de la Copa Mundial de la FIFA al presidente de la Asociación Uruguaya de Fútbol, Raúl Jude. Fotografía de Wikimedia Commons.

Brasil, con el orgullo herido y espueleado por la dolorosa derrota en casa, se dijo: qué va, esto no se queda así, esa copa será brasileña, tan brasileña como el Cristo carioca del Pan de Azúcar. No verían su vendetta consumada para el Mundial de Suiza 1954, cuando la Jules Rimet tendría una nueva selección escrita en su base: Alemania Federal. Y allí comenzaría a construirse un fenómeno que nadie mejor que el delantero inglés Gary Lineker para resumirlo: «el fútbol es un deporte en el que juegan once contra once y siempre gana Alemania».

El hecho es que Brasil ganaría la copa del mundo en dos ocasiones consecutivas, en Suecia 1958 (de la mano de una estrella juvenil de apenas diecisiete años, que se mandó dos auténticos golazos en la final, un tal Edson Arantes do Nascimento, mejor conocido como “Pelé”) y luego en Chile 1962. Sin embargo, las alarmas se encendieron cuando las imágenes de la final de 1958 mostraron a los jugadores brasileños sosteniendo una copa “distinta”. Era más alta y con una base octagonal. Esa no era la Jules Rimet original. Entonces la FIFA tuvo que dar explicaciones: hemos retocado la copa, ahora es más grande, y tiene una base octogonal porque ustedes no se ponen de acuerdo en quién la gana tres veces así que ya no caben los países campeones en una base cuadrada. Ah bueno, dijo el mundo, está bien, les creemos, pero seguro fue que se la robaron o alguien la tiene escondida, porque la Jules Rimet no es así.

Y aquí viene la parte en que a Tarantino se le sudan las manos, se las amasa con toda la malicia, se carcajea y aplaude frente al teclado pensando en lo que va a poner en el guion, porque resulta que cuando faltan apenas unos meses para la Copa del Mundo Inglaterra 1966, la Jules Rimet desaparece. Se la roban. Se esfuma. No hay copa. Se nos perdió. Y ahora cómo explicarle esto al mundo. Y lo que es más grave: a la reina (la reina que, por supuesto, es Helen Mirren). Se considera inclusive seriamente la posibilidad de suspender el Mundial. Cómo es posible un Mundial sin copa. Y cómo es posible que le pase esto a los ingleses, en Londres, en la capital de lo que fuera un imperio donde no se ocultaba jamás el sol. Y uno de los que más se ríe es el presidente de la Confederación Brasileña de Fútbol quien declara (anoten esta frase que la vamos a utilizar más adelante): «Qué vergüenza. En Brasil jamás hubiéramos permitido que se robaran la copa del mundo».

Se ponen los británicos como locos a buscar la copa. Tiene que seguir dentro de la isla. No puede haber sido fundida y sacada de allí. Scotland Yard no tiene somera idea de dónde pueda estar. Helen Mirren ordena (la Reina Isabel II, quise decir) que así haya que resucitar a Winston Churchill la Jules Rimet aparece y se celebra ese mundial. Y además lo gana Inglaterra por orden directa de su majestad. Y cuando la policía está más perdida que un camello en la Antártida ha aparecido un perrito blanco y negro llamado Pickles que una tarde paseando con su amo (nadie se acuerda del nombre, así que el mismo Quentin Tarantino hace un cameo como dueño de Pickles) se pone a olfatear unos arbustos y le pone tal empeño y tal es el jaloneo de la cadena que el amo cede y se encuentran con un bulto envuelto en papel periódico. Cuando lo desempacan, para asombro y regocijo de Gran Bretaña, era la copa Jules Rimet. A Pickles lo nombran héroe nacional y una marca de alimentos para cánidos firma un contrato para proveerlo de croquetas de por vida.

Se celebró, pues, el Mundial y lo ganó Inglaterra (que a la reina se le obedece) en una final contra Alemania (con un gol polémico que nunca cruzó la línea y que es una de las razones histórica por las que se inventó el VAR), pero el hecho es que cuando el mítico capitán inglés Bobby Moore (actuación estelar de Brad Pitt) levantó la copa lo que le habían entregado realmente era una réplica por temor a que en medio del desorden (los ingleses son muy flemáticos y gentlemen pero a la vuelta de nada, lo sabían, iban a ser skinheads y hooligans) se volvieran a robar la Jules Rimet. Así que se dice que esa copa que levantó Inglaterra no es la auténtica y todo se celebró con una copia mientras la verdadera estaba en otra parte. O al revés. Sí, probablemente al revés.

La Reina Isabel presenta la Copa Jules Rimet a Bobby Moore, capitán de la selección nacional de fútbol de Inglaterra. Fotografía de STAFF | AFP.

Llega el Mundial de México 1970 y quien ganara la final entre Brasil e Italia se quedaría definitivamente con la copa, porque en cualquiera de los casos sería la tercera vez en conseguirlo. Pelé, consagrado ya, en la cima del estrellato, estuvo imparable. Se dice que no ha habido mejor selección en el mundo que esa de Brasil en el 70, aunque algunos dicen que el fútbol total lo conoceríamos cuatro años más tarde con la llamada “naranja mecánica” neerlandesa liderada por Johan Cruyff. En fin, que gana Brasil y esa es la mítica foto a color que conocemos de Pelé en hombros sosteniendo la Jules Rimet que se quedaría para siempre en Brasil.

Bueno, eso juraban todos. Porque trece años más tarde la Jules Rimet desaparecería una vez más. Aquí hacemos un flashback al dirigente de la Confederación Brasileña de Fútbol riéndose de los ingleses y asegurando que en Brasil no se hubieran robado la copa jamás. Pues bienvenidos al mundo real: el 3 de diciembre del 1983, en horas de la noche, unos hombres armados entran a la Confederación Brasileña de Fútbol ubicada en Río de Janeiro, someten al guardia de seguridad y sin la menor dificultad quitan el panel posterior de la vitrina donde tienen exhibida la Copa del Mundo. Resulta que la Jules Rimet estaba rodeada de tres de cristales blindados pero la cuarta pared, la del fondo, era una delgada lámina de madera. Simplemente hicieron palanca, separaron la frágil madera y se llevaron la Copa del Mundo.

Pelé levanta la copa Jules Rimet, en marzo de 1971 en París | AFP.

Murillo Bernardes Miguel (interpretado por Samuel L. Jackson) es el agente policial encargado del caso. El hombre va atando cabos, tiene contactos en los bajos fondos, le dan una pista importante de dónde están los autores materiales del robo. Son tres argentinos. Los ladrones son apresados de inmediato, pero ellos no tienen la copa, simplemente son unos mercenarios contratados por un pez más gordo, el autor intelectual del crimen, un joyero argentino que supuestamente controla el tráfico de oro en Río de Janeiro para fundirlo en su taller y convertirlo en lingotes. Un tal Juan Hernández, también argentino (aquí Tarantino duda entre Ricardo Darín y el mexicano Damián Bichir). Murillo Bernardes Miguel apresa al joyero argentino, pero Juan Hernández niega estar involucrado en el robo de la copa del mundo. Insiste en que él no tiene nada que ver. Entonces el comisario Murillo se saca un as de bajo la manga: “Le dije que para los brasileños era una bofetada que un argentino haya convertido la copa en lingotes de oro”, relató el policía brasileño. “Entonces vi que en su rostro se dibujaba una sonrisa. Ese momento fue la prueba de que lo había hecho“, concluyó.

Juan Hernández negó -durante el juicio y en todos los años que pagaría cárcel en Brasil- que había tenido algo que ver con el robo y la fundición de la Jules Rimet. Un experto brasileño le dio la razón: la verdad es que no había habido tiempo ni tampoco horno capaz de convertir una copa de más de cuatro kilos en lingotes. Además, recordemos, la copa no era de oro macizo sino de plata esterlina con chapa de oro, lo que hacía inútil el proceso de fundición y creación de lingotes. El argentino Juan Hernández (ojalá aceptara Darín, aunque su difícil relación con Hollywood no promete) al salir de prisión pidió cambiar su declaración: la Jules Rimet había sido realmente enviada a un coleccionista italiano de nombre nunca revelado quien había pagado toda la operación. Y ese es el fin de la historia. Un final inconcluso.

Ahora nos tomamos una licencia al estilo Tarantino que le encanta virar por medio de la ficción los desenlaces de la historia. Nos vamos a la secuencia final de la película. Se le salen las lágrimas de la risa a Tarantino mientras la imagina. Nos encontramos de pronto con Roberto Benigni, el famoso actor y director de La vida es bella. Roberto está enfurecido porque Italia acaba de perder el repechaje contra Macedonia del Norte. Se queda fuera del Mundial por segunda ocasión consecutiva. Mamma mia. El flaco se amasa los cuatro pelos parados que tiene, grita una retahíla de groserías contra el televisor y después a la ventana abierta para que se le escuche en Roma entera. Luego se va mascullando más palabrotas en dirección a su cuarto. Se saca una llave diminuta que le cuelga de una cadena del cuello. Abre un compartimiento secreto en su armario. Entonces las vemos. Ahí están, una al lado de la otra, tres estatuillas doradas. Las dos primeras, las reconocemos, son su Oscar a la Mejor Película Extranjera y el del Mejor Actor en 1999 por La vida es bella. La tercera, la que saca, besa y llama “mía”, es una dichosa copa desaparecida en 1983 con la figura alada de la diosa Niké.


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