“El ocio es el padre de todos los vicios, y es el coronamiento de todas las virtudes”
Franz Kafka
Hay una contraposición entre el Wilhelm Meister de Goethe y el Peer Gynt de Ibsen. El primero es una novela de formación, la gesta de un proceso de crecimiento intelectual y moral, es decir, la historia de una vida de provecho, mientras que el segundo es todo lo contrario: el lamentable cuadro de quien ha desperdiciado su existencia.
En el lenguaje coloquial, el término ocio es ambiguo, puede significar cosas opuestas. Por una parte, significa falta de ocupación o pereza. En este registro, San Agustín afirma: “La ociosidad camina con lentitud, por eso todos los vicios la alcanzan”. Por otra parte, también puede significar un tiempo sagrado donde la persona realiza su propia esencia. Este segundo sentido es el que supone Aristóteles cuando afirma que las matemáticas nacieron en Egipto debido al ocio que disfrutaba la casta sacerdotal (Met., I, 1, 981 b 23-24).
La explicación de este segundo sentido es la función que ocupa el ocio en el mundo de la actividad humana. El ocio libera de las necesidades inmediatas y permite el tiempo mental para el trabajo intelectual. De esta forma, tuvo lugar, en la antigua Grecia, el nacimiento de una cultura superior. Este hecho estuvo caracterizado por la emergencia de la filosofía y el desarrollo de las ciencias puras: geometría, aritmética, así como las artes.
El ocio, entendido en este sentido, es un estado mental. Más aún, puede ser una actividad espiritual. Para los griegos, la vida más valiosa era una vida dedicada al ocio. En consecuencia, el trabajo era un medio para conseguir un fin superior; el tiempo libre para dedicarlo a la curiosidad intelectual. A este respecto, Aristóteles afirma: “Puesto que el ocio es preferible al trabajo y constituye su fin, hemos de investigar cómo debemos emplear nuestro ocio” (Pol., VIII, 3, 1337 b). Para los antiguos, el ocio no es ausencia de actividad, sino actividad no utilitaria, es decir, contemplativa.
El ocio y la educación
Por lo antes dicho, se hace evidente que la idea de ocio está conectada con la educación. El término griego para “ocio” es “skholé”, de donde deriva “schola” en latín. Este es el antecedente etimológico de nuestra “escuela”: el lugar donde tiene lugar la educación.
Hay que aclarar que, a diferencia de la instrucción utilitaria, la educación, en su sentido pleno, conduce a la contemplación intelectual de los valores superiores: el bien, la verdad y la belleza. Fueron los romanos quienes establecieron la distinción entre el “otium”, el ocio, y el “nec otium”, no ocio, o sea el negocio: el espacio de las actividades instrumentales. Séneca sentenció: “el ocio sin literatura es la muerte y final de la vida humana” (Epístolas a Lucilio, 82, 3).
A partir de esta distinción clásica, los filósofos medievales clasificaron las actividades humanas en artes liberales y en artes serviles. Las artes liberales eran las artes propias del hombre libre, es decir, del señor. Las artes serviles, las del trabajo de los siervos. Ahora diríamos, de los asalariados. El clasicista español Pedro Laín Entralgo acota que:
“Para el pensamiento medieval hay una íntima conexión entre la acedia y la incapacidad del hombre para el ocio. Acedia, ‘pereza’, es la viciosa falta de ánimo para realizar lo que uno debe ser” (El ocio y la fiesta en el actual pensamiento europeo)
Si el ocio es un bien, la pereza no lo es. La forma eminente de la pereza es la “acedia”, indolencia espiritual, cuya consecuencia es el huir de nosotros mismos, el diferir patológico del desarrollo de nuestras potencialidades. En otras palabras, evadir lo que los románticos alemanes denominaban la Bildung, la autoeducación que conduce a la grandeza personal.
A partir de estas consideraciones, es lamentable el diagnóstico de la educación contemporánea. En la concepción educativa actual existe un predominio de lo utilitario. Hay una reducción de la educación a instrucción. Se enseña lo útil, pero no lo contemplativo. La escuela pierde la noción de la “curiosidad ociosa” de la que nos habla Thorstein Veblen, es decir, ese investigar por el mero deseo de conocer y que, al final, nos humaniza.
El ocio y el trabajo
Max Weber fue quien destacó la relación que existe entre la moral protestante y el espíritu del capitalismo. Tanto el protestantismo como el capitalismo establecen un culto al trabajo. El mundo del trabajo está caracterizado por el negocio. Desde la perspectiva modernista del capitalismo, el ocio es solo tiempo de descanso indispensable para recuperar fuerzas y volver otra vez a trabajar. Este no es concepto de ocio de los antiguos griegos, ni el de los medievales.
El culto al trabajo termina no solo conspirando contra el ocio, sino contra el mismo placer. Baudelaire llega a una afirmación extrema: “Hay que trabajar, si no por gusto, por desesperación. Ya que, en resumidas cuentas, el trabajo es menos aburrido que el placer” (Diario íntimo). Por huir del trabajo, buscamos el recreo, pero el recreo sin ocio se convierte en búsqueda de placeres. Entonces quedamos atrapados entre la pereza y el círculo vicioso de placer, aburrimiento y desesperación.
El culto al trabajo del capitalismo fue adoptado y profundizado por los totalitarismos. La proletarización es un producto del Estado totalitario que quiere reducir al funcionario a una falsa mística del trabajo. Según Joseph Pieper:
“El Estado laboral totalitario necesita del que no es nada más que funcionario de alma empobrecida, y éste, por su parte, se inclinará a ver y admitir únicamente en el total ‘descargo’ del ‘servicio’ la imagen engañosa de una vida colmada” (El Ocio y el trabajo intelectual, p. 59).
Eso nos lleva a preguntarnos cómo podemos escapar del terrible escenario de la proletarización. La respuesta está en superar el Estado totalitario en sus diferentes formas, y apostar por una humanización de la actividad de las personas.
“Y la ‘desproletarización´ sería: la ampliación de la existencia humana más allá del ámbito del trabajo meramente útil, servil, la limitación de los dominios de las ‘artes serviles’ en favor de las ‘artes liberales’, con lo que a su vez la realización de la desproletarización habrá de reunir estas tres características: producción de riqueza mediante el salario, limitación del poder estatal, superación del empobrecimiento íntimo”. (Pieper, Ocio, p. 61).
Un saludable proyecto de transformación social debería tener como guía el aumento de la calidad de vida por medio de la adopción del concepto de las artes liberales. El tiempo sagrado conducirá a una sociedad más democrática, más prospera y más humana.
El ocio y los intelectuales
Pieper distingue entre honorario y salario. Los salarios son el pago por una labor, es un intercambio de cosas de igual valor: dinero por mano de obra. Mientras que los honorarios son para honrar el sostenimiento de un profesional cuya actividad es tan valiosa que cualquier pago es insuficiente.
“Los honorarios significan, además, una aportación para el sostenimiento de la vida; mientras que salario (en el mismo sentido afinado) significa el pago del rendimiento laboral aislado, sin consideraciones para las necesidades vitales del que lo rinde” (Pieper, Ocio, p. 62).
Luego, Pieper nos muestra cómo los totalitarios del trabajo pretenden reducir los honorarios a salario, es decir, proletarizar el trabajo propio del hombre libre, del pensador independiente.
“Es significativo que las inteligencias moldeadas por un marxismo extremista no quieran admitir esta distinción entre honorario y salario: no hay más que salarios. Así escribe, por ejemplo, Jean Paul Sartre en un trabajo programático sobre el escritor en el tiempo, en el que se proclama a la literatura ‘función social’, que el escritor, que pocas veces sabe ‘establecer una relación entre sus obras y la compensación material de las mismas’, tiene que aprender a considerarse a sí mismo como ‘un trabajador que obtiene la compensación de sus esfuerzos’. Aquí se declara inexistente la inconmensurabilidad entre rendimiento y compensación que expresa el concepto del honorario, también en cuanto a la filosofía y a la poesía se refiere, que no son nada más que ‘trabajo espiritual’”. (Pieper, Ocio, p. 62).
En todo caso, existe el intento de reducir la actividad espiritual a trabajo mecánico. La agenda oculta de los totalitarios es que, a la larga, el intelectual no sea más que un burócrata al servicio de un régimen. No es extraño ver a muchos profesores de humanidades con consciencia de funcionario. Así se sacrifica la misión del intelectual, la cual es, según Julien Benda, la independencia de criterio para evaluar lo que está bien o mal en la sociedad.
El sentido de la vida
En definitiva, el ocio está asociado al sentido de la vida. En otras palabras, el ocio supone coincidencia con el sentido personal y el trascendental. Según Platón, la contemplación de la armonía del ser eterno hará armónica, el alma del filósofo (Rep., IV, 500 b-d). La armonía hace virtuosa al alma, mientras que su ausencia la convierte en viciosa. Por eso hay que entender la afirmación de Shakespeare: “El hombre que en su interior no tiene música (…) es capaz de traición, robos y rapiñas” (El mercader de Venecia).
Esto le da un especial estatus al ocio: es el tiempo sagrado para que el hombre se aproxime a eso que llaman realización. Sagradas son las cosas que se hacen por sí mismas y que no son medios para alcanzar alguna otra cosa. En el ocio, nos ponemos en contacto con nuestra identidad más elevada y tratamos de conectarnos con el misterio del mundo. Mientras que lo profano es el reino del utilitarismo, donde las cosas sirven para alcanzar el provecho material. El ocio y lo sagrado son el fundamento del sentido de la vida.
Si bien es cierto, como decía Bertrand Russell que “el sabio uso del ocio es un producto de la civilización y de la educación”, mucho más fundamental es la verdad que tiene la afirmación según la cual la civilización y la educación son el producto de una sabiduría que solo es posible en el ocio.
Wolfgang Gil
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