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Drôle de guerre (“guerra en broma”, “guerra de mentira” o “guerra bufa”) es como los franceses llamaron al período que va desde la declaración de guerra a Alemania, el 3 de septiembre de 1939, hasta el 10 de mayo de 1940, cuando los alemanes invadieron Bélgica y Holanda. Ocho meses en los cuales los ingleses y franceses se inhibieron de atacar al país al cual habían, con tanta prisa e indignación, declarado la guerra. Un período que tuvo de todo menos de conflicto bélico en serio. El ejército francés fue movilizado a la espera de una orden de ataque que nunca llegó. El enemigo estaba claro, tal vez lo único claro en el pensamiento del estado mayor; el cual había olvidado lo que, con no pocos sacrificios habían aprendido durante la Primera Guerra: para ganar hay que atacar. Un principio básico que los alemanes recordaban, y que les facilitó la ventaja de tomar por sorpresa a los confundidos ejércitos aliados. Fueron cientos de miles los reservistas llamados a las armas en Inglaterra y Francia aquel septiembre acontecido de 1939.
Uno de estos movilizados, con el grado de teniente, como correspondía a todo “normalien”, fue Julien Gracq (1910-2007), profesor de geografía y autor de una extraña novela, El castillo de Argol, rechazada por la editorial Gallimard, publicada por José Corti, y acogida con entusiasmo por André Breton: “La he leído de un solo tirón, sin abandonarla por un segundo”. En marzo de 1940, con todo su regimiento, Gracq es hecho prisionero por los alemanes y será recluido en distintos campos hasta febrero de 1941, cuando es repatriado. No fue mucho lo que dijo, o escribió, sobre la humillante derrota en la cual tomó parte. Apenas, en una entrevista con Régis Debray, un comentario lapidario: “Salí de la guerra con una fuerte alergia hacia toda posibilidad de ser mandado o de mandar”. Sin embargo, su experiencia como uniformado se reitera en algunos de sus libros, en especial en Un balcon en fôret (arbitrariamente traducida en España como Los ojos del bosque); una de las narraciones más inquietantes y poéticas de la literatura francesa contemporánea, cuyo protagonista, el alférez Grange consigna parte de los absurdos e insensateces que signaron esta “guerra bufa”: “En aquella guerra todo se presentaba de manera extraña”; “Una guerra que, sin hacer ruido, rodaba hacia un puerto muerto”; “… se hubiera dicho que la guerra había pasado”. Al final momento, la sensación absurda de que la guerra lo había olvidado, de que se encontraba en la otra orilla.
Seis novelas escasas escribió Gracq, con una docena de volúmenes de relatos, teatro y crítica literaria. Suficientes para convertirlo en uno de los autores europeos más interesantes de su tiempo. Antes de morir, en un rarísimo homenaje, Gallimard publicó, en dos impecables volúmenes sus Obras completas. Pero ya se sabe que, difícilmente, estas ediciones se ajustan a lo que prometen; es decir, que pocas veces son “completas”. Y fue lo que ocurrió con las de Gracq, a pesar de los esmeros de la editorial parisina. Después de la muerte del autor fueron encontrados, entre sus papeles, dos cuadernos escolares, uno rojo con la inscripción: Louis Poirier (el verdadero nombre de Gracq) / Recuerdos de la guerra, de setenta y siete páginas. Y el otro, verde, de sesenta y seis páginas, que recoge una obra de ficción sin título firmada por Julien Gracq Para los estudiosos del autor francés, y para todos sus lectores se trataba de un pequeño tesoro, los papeles de este Aspern francés. Por una parte, contábamos, por fin, con el testimonio de sus meses de guerra bufa, más allá de las alusiones o comentarios ocasionales. Y, sin duda, una de las mejores descripciones, más próximas y dramáticas de la guerra moderna. Por la otra, con el “Cuaderno Verde”, nos encontramos con la única ficción realista de un autor criticado por sus preferencias por lo imaginario, lo onírico, lo fantástico. No es de balde que Poe y Verne fueran escritores de su devoción. Pero lo más apasionante es que el asunto de ambas obras es el mismo: la experiencia de la guerra. El primero, es un relato escrupulosamente autobiográfico, mientras que el segundo es una ficción construida a partir de la misma experiencia. En el “Cuaderno Rojo” habla el teniente Louis Poirier, mientras que en el segundo el protagonista es el también teniente G., quien lleva un recuento de sus experiencias, un intento de convertir los recuerdos en ficción. En lo que podría parecer un ingenio borgiano, se trataría de Louis Poirier, el autor de unas memorias, quien inventa a Julien Gracq, para que cuente las aventuras del inventado teniente G. en la drôle de guerre.
Ignoro si los cuadernos de Gracq han sido traducidos al español, aunque sí, con irregular fortuna, algunas de sus mejores novelas. La edición francesa, a cargo de José Corti, su editor de toda la vida, aparecieron con el acertado título de Manuscrits de guerre. El “Cuaderno Rojo” es, en realidad, un diario, probablemente escrito meses después de los acontecimientos, donde refiere sus experiencias desde el 10 de mayo hasta el 2 de junio de 1940, cuando es hecho prisionero. Se trata de una crónica escrita con la serenidad de un divertimento de Mozart; sin pathos, pero con una precisión de orfebre, en la cual refiere todo lo que ocurría alrededor; lo cual no era mucho, porque de eso, precisamente, se trataba esta guerra bufa, de que nada o muy poco se produjera. En sus órdenes y contraórdenes, avances y retrocesos; primero, a toda prisa, hacia el este, hacia la frontera belga; después, con el mismo apremio, hacia el oeste, a Dunkerke, donde todo terminó después de una retirada a la cual no se le puede reconocer ni siquiera el “honor de los vencidos”. Los sucesos, en toda su trágica comicidad, por lo menos hasta la llegada a las playas de Dukerke, se desarrollaron con el movimiento trastabillado y absurdo de una pieza de Ionesco: “Tenemos la conciencia tranquila, hicimos honestamente lo que podíamos hacer; es decir, muy poco… Ahora las cartas están echadas y recuperamos con entusiasmo el gusto de vivir…Los alemanes se acercan directo a la casa, una docena. Esto será el fin. Nos escondemos en el fondo del sótano. Lentas pisadas se dirigen hacia nosotros. La puerta del sótano se abre. Grito: no disparen, nos rendimos”.
En el Cuaderno Verde, el teniente G., una creación de Julien Gracq, a su vez una invención de Louis Poirier, es el protagonista, en tercera persona, de los sucesos ocurridos a mediados de marzo en el frente occidental, cuando los ejércitos aliados fueron empujados hacia Dunkerke por la ofensiva alemana. El estilono es efectivamente el de Poirier, sino el que habrá de inmortalizar a Gracq: elegante, sinuoso, musical, aprendido después de largas frecuentaciones de Chateaubriand y Valéry. Si el “Cuaderno Rojo” está cerca del gran periodismo, a lo Hemingway, el “Cuaderno Verde” aspira a la belleza de la literatura más pura, a la ambigüedad de la poesía, donde, a diferencia de la narrativa, todo es efectivamente posible:
Ya que se iba hacia el desastre, existía una especie de alivio al vivir a su manera en ese mundo fantasmagórico. Le permitía al espíritu un juego más libre, le concedía un poco de oxígeno al aire, un campo más abierto a todas las posibilidades. El teniente G. había transcurrido el mes de la “drôle de guerre” como todos, construyendo, sin atreverse a decirlo, un mundo donde la guerra podía continuar indefinidamente; ahora que las perspectivas se habían notablemente oscurecido, intentaba refugiarse en un pequeño mundo de reemplazo, más estrecho, menos confortable: el mundo donde no importaba que pudiera ahora suceder.
Aunque Gracq nunca quiso publicar sus Manuscritos de guerra, el precioso volumen es la mejor introducción al mundo tan singular de su literatura, donde el realismo y el llamado surrealismo se ofrecen al lector con las mismas inquietantes asociaciones de la pintura de Chirico y Delvaux. En todo caso es una muestra ajustada del trabajo de uno de los escritores más fascinantes del todo el siglo XX.
Alejandro Oliveros
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