Juicio Final (1536-1541), de Miguel Ángel
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Una de las aventuras más fascinantes de la accidentada historia del arte occidental, es la del tratamiento que los artistas han otorgado al asunto del desnudo. En la Grecia clásica, por lo menos hasta tiempos de Praxíteles, el desnudo estuvo limitado, a pesar de las creencias convencionales, a las representaciones masculinas. Es la época que produjo los kurois y doriferos: estos últimos, jóvenes hieráticos y bien formados, cargando en la mano izquierda la lanza y la pierna adelantada. Praxíteles, en su revolución, tuvo que acudir a la bella y desenfadada Friné, su amante, para que le sirviera de modelo. Un gesto que estimuló las críticas de no pocos de sus cultivados y puritanos contemporáneos. Pero la mayoría de los atenienses aplaudió aquel gesto liberador que les permitía, por fin, admirar en el mármol las voluptuosas líneas del cuerpo de Afrodita, que no eran otras que las de la inquietante Friné, sublimadas por el genio del artista.
La versión praxiteliana de la diosa, abunda en ambigüedades, la materia con la cual Freud elaborará sus mejores teorías. La figura, en un mármol originalmente pintado, muestra y niega a la vez el atractivo de su genitalidad, y ya sabemos que ocultar puede ser lo más excitante. Por primera vez, en la Grecia clásica, el erotismo mediterráneo encontró una expresión ajustada. Seguramente fatigados de tanta anatomía masculina, los griegos aprendieron a mirar aquel paisaje desnudo, de valles y montanas, depresiones y elevaciones, aquel panorama encantado en el cual toda línea recta está desterrada. El desnudo femenino llegó para quedarse, su triunfo fue definitivo. Gracias a Praxíteles, y a la bella Friné, el hombre occidental, en medio de las miserias de su condición, podía, finalmente, descansar su mirada en la contemplación pública de ese milagro que es el cuerpo femenino. Al poco tiempo, cientos de copias circulaban de lo que hoy conocemos como la Venus de Cnido.
El helenismo, como todo en este periodo privilegiado, y no tan frecuentado del arte de Occidente, fue más liberal, y los desnudos, de ambos sexos, no escasearon en una escultórica que reiteró, de diversas maneras, las representaciones de Afrodita y Apolo. Lo mismo Roma, cuyas pinturas parietales con ese motivo, como en Pompeya, por ejemplo, son de una sorprendente modernidad en su exacerbado realismo. La Edad Media cristiana desterró el asunto de su iconografía, y durante mil años los artistas se vieron conminados a reprimir, o sublimar, toda forma de expresión del impulso erótico. Con ingenio, no obstante, y seguramente con temor, alcanzaron a plasmar el obscuro objeto del deseo a través de imágenes de Eva. O de las Tres Gracias, la cuales, sin que se sepa muy bien cómo, consiguieron eludir la intolerancia y, en su discreta desnudez, se convirtieron en los antecedentes de lo que iba a ser uno de los asuntos privilegiados por el Renacimiento. Un motivo que sería retomado por Boticelli, el padre del desnudo moderno, e incorporado con platónica sensualidad y elegancia insuperada a ese manifiesto artístico que es La primavera. Después de Sandro, serían pocos los maestros del periodo que no acudieran al tema. El desnudo ya no solo era aceptado, sino que se convertiría en el medio de exaltación de las más diversas formas de sexualidad. De nuevo, como en la Roma imperial, las cortesanas compartieron el espacio pictórico con dioses, patrones y clientes. Un protagonismo que se extendió a Venecia e influyó en los maestros septentrionales, algunos de los cuales, como Lucas Cranach, nos dejaron varios de los desnudos más inquietantes, y tal vez perversos, del arte occidental.
Pero todos los siglos de oro no duran más de un siglo, y, para finales del XVI, la represión puritana había regresado, y una de las primeras víctimas de la nueva iconoclasia sería la pintura al desnudo. Ni siquiera el divino Miguel Ángel pudo eludir la censura y, con melancolía incurable, le toco asistir al espectáculo deplorable de la vestidura de los desnudos de su Juicio Final. Una ingrata tarea que le correspondería a uno de sus discípulos más destacados, Daniele da Volterra, autor, en colaboración con el maestro, de una de las cruxificciones más exquisitas del periodo. Mientras no otro que El Greco se ofrecía como voluntario para encalar el enorme fresco.
Superado el manierismo, que nos dejo el más elegante y excitante desnudo de mediados del XVI, aquella Venus de Bronzino con su torso frontal, generoso en encantos, que gira el sensual rostro para recibir el beso de Eros, su hijo, la sensibilidad occidental, siempre precaria, se encaminó hacia el accidentado periodo que conocemos como Barroco. No precisamente el mejor de los tiempos para la pintura de desnudos, a pesar de la elegante Venus velazquiana y las copiosas humanidades de Rubens. Tal vez haya sido Bernini el artista que mejor supo disimular su erotismo, acogiéndose al cielo protector de la mitología greco-romana, o a la leyenda cristiana, como en el caso de El éxtasis de Santa Teresa, sin duda la mas erótica de las esculturas modernas, terminada enfrente de la misma mirada escrutadora de los censores de la Inquisición romana.
El neoclasicismo contó con los talentos de Canova para revivir el erotismo en el blanco mármol. Una sensualidad que no siempre adivinamos en las tersas pieles de Ingres. El XIX volvió al tema y, al amparo de la modernidad urbana, la carne se apoderó de las telas y, en el caso de artistas como Courbet, el desnudo se convirtió en homenaje al sexo y la más espléndida pornografía. De nuevo, las cortesanas fueron protagonistas, y el exacerbado realismo de la nueva poética permitirá a los clientes identificar a las modelos. En Manet, el realismo se hará crítico y su gran Olimpia pasó no poco trabajo para encontrar una pared en los Salones de la época. Ni siquiera su Nana, uno de los desnudos más provocativos de la pintura moderna, a pesar de que nadie aparece sin ropa, logró aceptación por la crítica oficial. Impresionistas y posimpresionistas frecuentaron, no de manera unánime, el tema y siempre de manera personal. Renoir revivió con brillo las adiposidades de Rubens, mientras que Degas las utilizaba en la composición de la misma manera que Cezanne utilizaba sus manzanas. Gauguin tratará el tema en términos alegóricos, lo mismo que Seurat y Cezanne. Así, hasta que, a la sombra de ellos, se ejecutaron las dos primeras pinturas del arte moderno: “Hay dos cuadros pintados en el año 1907 que pueden tomarse oportunamente como punto de partida del arte del siglo XX. Son el Desnudo azul y las Demoiselles de Picasso, y estos cuadros revolucionarios y cardinales son desnudos”, afirmó Kenneth Clark en el mejor estudio que se ha escrito sobre el tema.
A pesar del rol fundador de Les demoiselles, el cubismo no dio con la manera de reducir a formas geométricas simples las sinuosidades del cuerpo desnudo. Juan Gris no parece haberlo intentado en sus años de militancia. Y el Gran desnudo de Braque, con toda su grandeza, no deja de ser lo que señalara uno de sus contemporáneos: “Un pretexto para encuadrar la figura femenina en determinadas líneas y relacionarla con los valores cromáticos” (Charles Maurice, Mercure de France 16.12.08). Y el mismo Picasso tendría que abandonar la ortodoxia cubista para dedicarse a la exploración de su inagotable sexualidad, una empresa que le llevaría el resto de la existencia.
Los futuristas de Marinetti, siempre visionarios, descubrieron el erotismo subliminal de la producción industrializada y la sintetizaron en aquella afirmación irrefutable: “Un carro de carreras es más bello que la Victoria de Samotracia”. Por su parte, los seguidores de André Breton, en una más de las paradojas de su estética, limitaron el erotismo a su aparición en una supuesta geografía onírica donde el cuerpo desnudo, como en Delvaux, es el más inofensivo. Le correspondería a Dalí, siempre transgresor, incluso frente a sus compañeros de secta, proponer una inquietante experiencia del género con sus desnudos inesperados. Más inquietantes, los expresionistas alemanes, y sus cuerpos, recorridos por una violencia de freudiano perfil, son una escritura desgarrada y musical de la gran confusión general. Ese trastrocamiento que anunciaba la llegada de los totalitarismos en Rusia, Italia y Alemania, con su soterrado puritanismo, donde la expresión del eros sería perseguida y asfixiada.
Malos tiempos para el desnudo, que se prolongarían en la posguerra con la imposición del abstraccionismo en todas sus formas. La conciencia de la catástrofe había reducido a los artistas al “escapismo” de lo abstracto. La realidad parecía demasiado criminal para merecer sus desvelos. Uno de sus grandes maestros, el ruso-norteamericano Mark Rothko, había explorado el desnudo en una serie de telas expresionistas, realizadas hacia los años cuarenta, que fueron relegadas ante la escogencia de una iconografía no objetiva. Parecía que la pintura al desnudo había llegado a su fin después de su brillante trayectoria. Las reiteraciones de Picasso ya no parecían dignas de atención, en su figurativismo y arcaica insistencia en la preeminencia de la sexualidad. No obstante, de manera paralela, y a pesar de la apoteosis de los lenguajes abstractos, un grupo de pintores, no pocos de los cuales en Latinoamérica, se empeñaban en mantener viva la tradición, en resucitar el arte muerto del desnudo. Se sabían aislados “en una época / que demandaba una imagen / de su acelerada mueca / algo para el gusto moderno / no, en todo caso la gracia ática. / La época demandaba un molde en yeso / hecho a la carrera, / una prosa cinematográfica, no precisamente alabastro / o la escultura de la rima”. El abstraccionismo no fue el “fin de la pintura” y una de las salidas de este conflicto, fue volver al desnudo, como siempre lo entendieron gente como Derain y Balthus y lo siguen entendiendo talentos posmodernos como los de John Currin o los hermanos Chapman.
Alejandro Oliveros
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