Perspectivas

La furia del indignado

Fotografía de Joseph Prezioso | AFP

29/06/2020

El indignado se comporta como si fuese una víctima, sin serlo.

Bert Hellinger

La furia indignada se orienta ahora contra Cervantes, un escritor cuyo pecado fue regalarnos uno de los más sublimes homenajes a la libertad del espíritu. Esa misma furia ha defenestrado las estatuas de Cristóbal Colón, personaje que ensanchó los límites del mundo. Venezuela cuenta con el dudoso honor de ser precursora de estas vandálicas acciones.

Con el mismo odio virtuoso, hemos visto cuestionar películas clásicas como Lo que el viento se llevó, bajo la acusación de promover los valores del sur esclavista de los Estados Unidos, sin tomar en cuenta su valor histórico y artístico. También hemos visto poner bajo sospecha a autores como Tolkien, pasando por alto que la moraleja de sus sagas es la lucha contra la tiranía.

He aquí la pulsión represiva en nombre de valores biempensantes. El clima es de terror. Cualquiera puede ser acusado de brujería y ser llevado a la hoguera por los inquisidores posmodernos. Una parte importante de la cultura es comprender que la tradición tiene grandes valores, pero que es necesario apreciarlos críticamente a través de la perspectiva histórica. De lo contrario, no tardaremos en desechar la obra de Homero por sus valores aristocráticos.

Es la misma lógica de los Zelotes, nacionalistas judíos clandestinos contra los conquistadores romanos. Su fanatismo y sus métodos terroristas los convierten en antecedente de los talibanes. Fueron caricaturizados en la fabulosa película La vida de Brian (Terry Jones, 1979), de Monty Python, la cual tiene como tema la sátira de la vida de Jesucristo, en la que se ridiculiza las distorsiones a que se puede ver sometida una religiosidad.

Uno de sus temas filosóficos principales es que la persona no debe dejar de pensar por sí misma. Lo aplica a la religión y a la política. Respecto a la política, tiene lugar un sketch que es una joya. Se trata de un partido radical: el Frente Popular de Judea, el cual tiene como propósito liberar a Palestina del imperialismo de los romanos. A través de ese partido, se ridiculiza a muchos de los partidos radicales actuales.

“–Aparte del alcantarillado, la sanidad, la enseñanza, el vino, el orden público, la irrigación, las carreteras y los baños públicos, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?

–Nos han dado la paz.

–¿La paz? ¡Cállate!”.

Para la mente fanática, el adversario aparece como un demonio al que no se le puede reconocer como autor de algún beneficio. Ni siquiera se le puede considerar humano. Cualquier apreciación equitativa será juzgada como traidora a la causa.

La lógica victimológica

Según Aristóteles, la indignación es un honorable sentimiento moral si se pone al servicio de la justicia.

“La indignación es término medio entre la envidia y la malignidad, y todos ellos son sentimientos relativos al dolor o placer que nos produce lo que sucede a nuestros prójimos: el que se indigna se aflige de la prosperidad de los que no la merecen, el envidioso, yendo más allá que éste, se aflige de la de todos, y el maligno se queda tan corto en afligirse, que hasta se alegra.” (Ética a Nicómaco, II, 7, 1108 1-7).

La indignación saludable está basada en una sólida concepción de la justicia, la cual debe estar fundada en la prudencia, la sabiduría para los asuntos humanos. De no ser así, la indignación se convierte en una manifestación de las pasiones políticas, especialmente del odio. Como afirma Gregorio Luri:

“La razón victimológica no es la razón filantrópica que nos empuja a ser solidarios con el que sufre, sino el emotivismo moral que nos lleva a afirmar, primero, que, si alguien sufre, tiene razón y es moralmente bueno y, segundo, que la mejor manera de presentar públicamente nuestra causa es victimizándola.” (Imaginación conservadora, p. 169).

Lo primero que hay que hacer notar aquí es un error de pensamiento. Es fácil reconocer el “paralogismo (razonamiento inválido con el que uno se engaña a sí mismo) del corderito”, al que se refirió Nietzsche. El águila come corderitos, ergo el águila es mala y el corderito bueno. (Genealogía de la moral, 13).

En consecuencia, queda establecido el resentimiento como modelo de moralidad. En otras palabras, no es la prudencia lo que determina lo justo, sino una emocionalidad rencorosa. De forma tal que el resentimiento, emoción propia del pusilánime frente al supuestamente poderoso, es el que establece los valores deseables.

Dicho resentimiento hay que enmarcarlo en el clima psicológico de nuestra época. Vivimos en una era nihilista, donde nos preocupa más estar a la moda que poseer ideas verdaderas. Es la época de las dictaduras de las redes sociales, donde no queremos desentonar. Sin ideas verdaderas, es fácil que los sentimientos se conviertan en pasiones políticas, y el pensamiento en consignas.

El credo indignado

La consigna es algo muy apropiado para la pancarta, pero muy poco apropiado para construir moralidad, pues lo que tiene de dogmático lo pierde de liberador. No se puede confiar en la consigna para la construcción de instituciones saludables. Byung-Chul Han ha escrito:

“Las olas de indignación son muy eficientes para movilizar y aglutinar la atención. Pero en virtud de su carácter fluido y de su volatilidad no son apropiadas para configurar el discurso público… son demasiado incontrolables, incalculables, inestables, efímeras y amorfas. Crecen súbitamente y se dispersan con la misma rapidez”. (El enjambre)

Lo que a la indignación le falta de construcción a largo plazo, lo gana en destrucción a corto plazo. En tal sentido, cuenta con la engañosa ventaja de proporcionar resultados políticos inmediatos.

En su modalidad populista, la  indignación ha adoptado una letanía básica. Todos los políticos son corruptos. La burguesía es la causante de todos los problemas sociales. Las clases sociales no pueden colaborar entre sí. El neoliberalismo conspira contra los derechos. La clase de credo que se puede describir con las palabras de H. L. Mencken: “Para todo problema complejo hay una solución clara, simple y equivocada”.

La indignación es el producto de una frustración que busca iluminar la incertidumbre política para hacerla manejable por medio de un recurso reduccionista y simplificador. La lógica del indignado es la misma del fanatismo: lo que no es malo es bueno, ellos o nosotros, si no está contigo está contra ti, todo moderado es un colaborador, y toda duda es sospechosa de deslealtad.

La embriaguez de la indignación

En la tragedia las Ménades de Eurípides, las seguidoras de Dionisio entran en un éxtasis furioso, sediento de sangre, para satisfacer el resentimiento de su dios. Son poseídas por una histeria colectiva que les da una fuerza bestial para descuartizar a sus víctimas.

La democracia, al ser un régimen abierto, no puede levantar defensas impenetrables contra la demagogia, la cual se ofrece como un remedio mágico contra las frustraciones cotidianas.

El indignado sueña con saltarse a la torera los tediosos procesos democráticos. Por eso, cuando no recibe rápidas repuestas a sus demandas, se indigna. Gracias a la demagogia, es fácil convertir la justa indignación en indignación populista.

Poseído por la ira populista, se embriaga con el poder recién descubierto. Es una embriaguez destructiva e intolerante. No está dispuesto a aceptar el antídoto que conduzca a rebajar los grados etílicos del torrente sanguíneo. Por eso califica de componenda reaccionaria cualquier intento por recuperar la sobriedad en su glorioso camino de liberación.

Tanto las experiencias persónales como la experiencia histórica nos alertan sobre las consecuencias negativas de la embriaguez. Un rato de euforia puede producir perjuicios irreparables. Estas búsquedas entusiastas de liberación muchas veces terminan en dictaduras.

¿Se puede vivir indignado?

Desde el punto de vista de la existencia, nos surge la pregunta: ¿Qué significa vivir indignado? Vivir indignado es como decidir vivir enfermo. Esto lo ilustra muy bien la contraposición entre dos caracteres que Chesterton nos presenta en El hombre que fue jueves: Gabriel Syme, un poeta de mente equilibrada, y Lucian Gregory, también poeta pero revulsivo iconoclasta. Frente a la actitud de Gregory, Syme exclama:

“En principio, la sublevación (…) no es más que un vómito. (…) Lo poético —dijo— es que las cosas salgan bien. Nuestra digestión, por ejemplo, que camina con una normalidad muda y sagrada: he ahí el fundamento de toda poesía. No hay duda: lo más poético, más poético que las flores y más que las estrellas, es no enfermar”. (p. 9).

Para Syme, al igual que para Sócrates, la belleza está en la buena digestión, no en la náusea. La indignación mal entendida es una forma de enfermedad. Un lugar que podemos visitar por necesidad, pero no es el terreno para levantar una casa.

Una república saludable exige más de la moderación de Syme que de la indignación de Gregory. Requiere de la prioridad de lo político, es decir, asigna importancia al debate, al diálogo, versus la confrontación irracional. Esto relama la importancia del respeto por encima de la desnaturalización de las ideologías. La indignación no colabora a superar las injusticias concretas, sino a crear una brecha entre los actores.

La indignación, en suma, ofrece un placer retorcidamente tentador: el del resentimiento y nuestras expresiones de odio. A este respecto Aldous Huxley nos recuerda que “revolcarse en el fango no es la mejor manera de limpiarse”.


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