Perspectivas

La Epístola I de Pedro y la cuestión del sufrimiento

05/02/2022

San Pedro. 1612. Rubens

Claro que los antiguos griegos se ocuparon también del sufrimiento. En Homero ya se encuentra una explicación de por qué nuestras vidas oscilan entre la dicha y la desdicha. Recordemos: en el canto XXIV de la Ilíada Príamo se atreve a llegar hasta las tiendas de Aquiles con el propósito de reclamar el cadáver de Héctor. Se trata de una escena inolvidable. El anciano se acerca al guerrero, que no alcanza a creer lo que ve. Se arrodilla ante el asesino de su hijo, abraza sus rodillas –gesto inconfundible de la súplica- y besa sus manos, las manos del matador de su primogénito. Aquiles le pide que se levante y ambos lloran amargamente. Príamo sin duda por su hijo y por la ruina de Troya, por la desgracia que ineludiblemente caerá sobre su ciudad y los suyos. Aquiles, lo dice Homero, pensando en su padre y en su madre, a quienes, lo sabe, no volverá a ver. Y claro, por Patroclo. Entonces, cuando ambos están “saciados de llanto”, Aquiles dice al viejo estas palabras:

Esto destinaron los dioses a los mortales infelices:
vivir en la amargura. Ellos en cambio viven sin dolor.
Dos tinajas hay en el palacio de Zeus
repletas de dones que el dios reparte:
una llena de males, la otra llena de bienes,
a quien reparte Zeus que lanza el rayo, mezclándolas,
a veces tiene dichas, y a veces tiene desgracias.

También en la Odisea uno de los epítetos para el Rey de Ítaca es, precisamente, talasíphrôn. Significa “desgraciado”, “sufrido”, “animoso”. El rey-aventurero que no podía volver a casa por un capricho de Poseidón airado, Odiseo se convertirá en arquetipo del héroe moderno. Lo sabemos, Homero es una especie de sello que refrenda la forma en que los griegos, y por tanto nosotros, hemos concebido muchas de las formas capitales de su cultura. Así también la forma de plasmar sus primeras imágenes. Una especie de floración primigenia e irrepetible, inicio de grandes tradiciones.

La idea de la mutabilidad de los asuntos humanos y del sufrimiento como capricho de los dioses va a consolidarse como una de las tradiciones de la poesía arcaica. En el proemio de Trabajos y días (5-9), Hesíodo dice que Zeus “fácilmente confiere el poder, fácilmente hunde al poderoso, fácilmente rebaja al ilustre y engrandece al ignorado, y fácilmente endereza al torcido y humilla al orgulloso”. También es una de las grandes tradiciones de la lírica. En un hermoso yambo de Arquíloco (67a D), el poeta se desdobla y le habla a su propio corazón (thymé, thymé), y le recomienda que no se deje llevar por los avatares de la vida:

…no dejes que te importen demasiado
tu dicha en los éxitos, tu pena en los fracasos.
Comprende que en la vida impera la alternancia.

En la lírica y no solo la lírica. Esta idea de la alternancia entre dicha y desdicha se encuentra también en los versos finales del Edipo rey de Sófocles:

¿Quién de los ciudadanos no miraba su suerte con envidia?
¡Miren ahora a qué mar de desdicha ha llegado!
No hay que tener, pues, a ningún mortal por dichoso
hasta que no haya transcurrido el último día de su vida
sin que haya sufrido penas ni dolor.

La misma idea está también en Herodoto (I 32), cuando Creso, el riquísimo rey de Lidia, después de haber mostrado a Solón sus tesoros, le pregunta quién es el hombre más feliz del mundo. Y el sabio ateniense responde: “Creso, el hombre es todo azar. No niego que me pareces muy rico y que eres rey de muchos hombres, pero lo que me preguntas no te lo puedo contestar antes de saber si has terminado tu vida felizmente”.

Así, las consideraciones acerca de la alegría y el sufrimiento, la felicidad y la infelicidad, habían permanecido restringidas al ámbito de la poesía y del mito, que es también el de la religión popular, territorios bajo jurisdicción de esa mezcla de poeta, chamán y sacerdote que es el sophós, el sabio, poseedor de la sophía. Con la llegada de Sócrates y la invención del humanismo las cosas van a cambiar. Ahora el problema del sufrimiento interesa a los filósofos, quienes buscan para él un lugar en un universo gobernado por la razón y orientado hacia la idea del bien y de la felicidad, la ansiada eudaimonía.

Para Platón (Banquete 205 a), somos felices cuando poseemos las cosas buenas. A partir de esta afirmación, podemos decir que la ética platónica consiste en aclarar lo que es tal posesión, y lo que son en realidad las “cosas buenas”,  agathá. La felicidad será también fundamental para la ética aristotélica. Para el filósofo de Estagira, la felicidad es el fin de la ética, y por tanto de la política. Consiste en un estado en el que concurren varios componentes. Entre los que sostienen que la felicidad consiste en el placer y los que dicen que equivale a la práctica de la virtud, Aristóteles sostiene que se trata de una mezcla de ambas, a la que debemos agregar la posesión de algunos elementos externos como la salud o ciertos bienes materiales (Ética a Nicómaco 1097 b ss.).

Las escuelas que desarrollaron estas posiciones surgieron precisamente después de la muerte de Aristóteles. Con el derrumbe de la polis y el surgimiento de los reinos helenísticos, el interés de los filósofos se fue haciendo menos político y más individual. En este contexto, es natural que se hayan desarrollado doctrinas acerca de la felicidad y el sufrimiento y sus implicaciones éticas y psicológicas. Los estoicos consideraron que para ser feliz era necesario y suficiente con practicar la virtud (areté), mientras que Epicuro y sus seguidores no hallaron más camino que el del placer (hedoné). Ahora bien, en qué consisten la verdadera virtud y el verdadero placer es precisamente el gran tema de la ética estoica y epicúrea. Para los del Jardín, los dioses, si existen, habitan en la metacosmia, más allá del universo, en un estado de absoluta imperturbabilidad, la ataraxía, y no se ocupan de nuestras desdichas ni de nuestros sufrimientos. Casi siempre el término utilizado es el verbo páskhô, “sufrir”, “padecer”, que tiene la misma raíz de páthos, “pasión”. Esto necesariamente implica una concepción “pasiva” del sufrimiento.

También en el seno del cristianismo surgirá toda una reflexión acerca de la naturaleza del mal y del sufrimiento y su lugar en el mundo. Claro que los orígenes de esta reflexión se remontan a la tradición judía, encontrándose plasmados en el Libro de Job o en el de profetas como Jeremías. Sin embargo, el gran reto de los que predican la Nueva en Grecia y los territorios helenizados es, nada menos, proponer una explicación en el contexto de la tradición griega. En Filipenses 1, 29-30, dice Pablo: “…porque a ustedes les fue concedido, a causa de Cristo, no solo que crean en él, sino también que padezcan por él, teniendo el mismo conflicto que ustedes han visto en mí…”. El “conflicto” al que se refiere Pablo está contado en Hechos 16, 19-40, cuando intentó predicar en el Areópago de Atenas con pésimos resultados, como es sabido. Su mensaje místico simplemente no podía ser bien acogido por el racionalismo ateniense.

Sin embargo, la carta apostólica que más se ocupa del problema del mal y del sufrimiento no fue escrita por Pablo, sino por Pedro, si es que realmente fue escrita por él. En su Primera epístola, el apóstol desarrolla lo que podríamos considerar una doctrina cristiana del sufrimiento. No por nada el verbo páskhô aparece allí veintiún veces en alguna de sus formas, con su significación helenística de “sufrir algún mal”. Dice Pedro que el sufrimiento es una “prueba de fe” con la que deberíamos alegrarnos (1: 6), que aquél que sufre es un bienaventurado (3: 14) y más aún si somos vituperados por el nombre de Cristo (4: 14) o por el hecho de ser cristianos (4: 15), pues el sufrimiento es una forma de participar de los padecimientos de Cristo, lo que debe producirnos gozo (4: 13). En todo caso y por todo esto, el sufrimiento forma parte del plan de Dios para la humanidad (1: 1-6; 1: 10-12; 4: 16-17).

Es evidente que esta nueva forma de concebir el sufrimiento constituye un giro radical respecto de la tradición griega precedente. Supone ante todo una concepción activa y no pasiva, como había sido hasta entonces. El sufrimiento como acción, una acción muy intensa. Como redención y no como azaroso producto del capricho de los dioses. El sufrimiento, pues, como parte de un plan de Dios. Por otra parte esta concepción supera viejas dicotomías, al entender que el sufrimiento y el gozo no son experiencias opuestas como serían el placer y el dolor, sino más bien inextricablemente vinculadas y consecuentemente interdependientes. Esto constituirá una base teológica para experiencias como la mortificación y el martirio, pero también para la esperanza. Se trata, pues, de una doctrina más interesada en dar luz, esperanza e incluso alegría al que sufre, que en justificar la coherencia de un concepto en el rígido esquema de un sistema filosófico.

Está claro que esta concepción del sufrimiento por parte de Pedro, con su base profundamente humana, con su insólita mezcla de mística elevada y cercanía vivencial, va mucho más allá de lo que los análisis de los viejos filósofos pudieron haber desarrollado. Pero sobre todo devuelve la experiencia del dolor y la desdicha al ámbito de Dios y los poetas.


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