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Llegué a Cuba una noche a fines de septiembre de 1990. El día anterior, Fidel Castro había decretado oficialmente, aunque ya la isla estaba plagada de escasez, el inicio del período especial. El derrumbe del bloque socialista en Europa del Este y el proceso que condujo a la desaparición de la Unión Soviética dejaron al desnudo la absoluta dependencia cubana de sus camaradas comunistas europeos. Viví en Cuba hasta inicios de febrero de 1993, cuando volví a Caracas para hacerme cargo de la corresponsalía de la agencia alemana de prensa, la entrañable DPA.
Viajé a Cuba siendo un veinteañero simpatizante de la izquierda. Era más una cosa de simpatía. No tenía ninguna formación ideológica, no había militado formalmente en ningún partido de izquierda en Venezuela. Llegué a vivir en Cuba por una serie de azares. Comenzando 1990, me enfoqué en ingresar en una agencia internacional de prensa, me parecía que aquella actividad era una buena escuela de periodismo, como de hecho lo fue, y me llamaba la atención ser parte de una empresa u organización que tuviese presencia en muchos lugares del mundo.
En Caracas visité varias agencias de noticias. No, no había una plaza disponible. Fui a la DPA y el entonces corresponsal, Esteban Engels, un alemán-argentino muy solidario, me dijo «vete ahora mismo a Prensa Latina (PL), la agencia de prensa del estado cubano. Allí están buscando un pasante, voy a llamar para decir que vas a ir ahora mismo».
El mismo currículo que llevaba a la DPA lo metí en su sobre y de una vez fui a PL. Un periodista peruano, Jorge Luna, al frente entonces de PL en Caracas, me hizo una prueba, y la aprobé.
Durante los siguientes meses escribí cables para los cubanos. Los temas políticos se los reservaba el jefe para él, yo debía escribir de economía, cultura y deportes.
Hacia julio de 1990, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa, entonces hermanado con la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), convocó con difusión en diversos medios un concurso periodístico. Estaba reservado a los miembros del SNTP y yo justamente me había afiliado dos años atrás, en 1988, cuando era el responsable de prensa de Radio Fe y Alegría Caracas 1390 AM. Presenté un trabajo en aquel concurso y resulté ganador. Mario Villegas, secretario del sindicato en ese momento, me llamó emocionado para darme la noticia.
El premio consistía en un viaje pagado a Cuba y una estadía de dos meses en el Instituto Internacional de Prensa José Martí. Esto lo entendí después, formaba parte de la estrategia cubana (copiada de lo que habían hecho los soviéticos) de llevar a intelectuales, periodistas y académicos a conocer la «realidad cubana». Los meses de octubre y noviembre de aquel 1990 podría decir que no viví propiamente en Cuba, sino que fui un turista político.
Los días previos a mi viaje a Cuba, el jefe de la oficina de PL en Caracas me dijo: «Me siento muy satisfecho con tu trabajo, tienes madera para trabajar en las agencias de noticias. En la sede central de PL se acogen a periodistas latinoamericanos. Ya hablé con el director de Prensa Latina y están dispuestos a que te quedes trabajando allá». Ante la sorpresa y duda que expresé por tamaña oferta, este periodista, ya bastante veterano, remató: «Además, como estás con lo de tu divorcio, un año en Cuba no te vendrá mal para tomar distancia de los líos sentimentales». Fue un punto de inflexión en mi vida, irme a Cuba significaba separarme de mi hija América. Me fui escindido.
En esas condiciones viajé a Cuba. Había estado tres años antes con varios intelectuales venezolanos por tres semanas enclaustrado en un coloquio con Armand y Michelle Mattelart, en la escuela de cine de San Antonio de los Baños. Este viaje me permitió hermanarme con Tulio Hernández. Allí, salvo algunas escapadas, estábamos a jornada completa discutiendo sobre los nuevos paradigmas de la comunicación y revisando la teoría crítica. Este viaje de 1987, muy provechoso desde el punto de vista intelectual, no cuenta como una visita a Cuba, propiamente.
Mi bautismo de fuego de la vivencia en Cuba tuvo lugar el 1 de diciembre de 1990. Ese día comencé a trabajar en la sede de PL en La Habana, estaba dejando con pesar la escuela de periodismo José Martí, donde se nos garantizaba la alimentación completa y el transporte para las reuniones y visitas. Asimismo, había trabado amistad con colegas de varios países, me tocó despedirlos ya que ellos sí volvían a sus países de origen. Todos me consideraban afortunado de poder seguir viviendo en Cuba.
Muchos de ellos, como yo, llegaron a la isla envueltos en el halo romántico que rodea a la Revolución Cubana, y al partir, después de dos meses de turismo político, se regresaron con una imagen aún más idealizada del castrismo.
El primer día en PL fue una dura dosis de realidad. Compañero, el carro que le ofrecimos en Caracas ya no se le podrá asignar debido al período especial; compañero, acá está su libreta de alimentación, debe ir a los bajos del Focsa y comprar lo que le toque; compañero, este es su apartamento, logramos que viva aquí en el Focsa porque lo iban a mandar para Alamar, el departamento no está en condiciones óptimas, pero le queda cerca de la oficina.
Lo más importante de aquel día fue saber que además de mi pago en pesos cubanos, 320 si mal no recuerdo, percibiría un bono por ser extranjero de 40 USD. Aquellos cuarentas verdes, en los meses que siguieron, fueron mi tabla de salvación.
Aunque el mercadito del Focsa, destinado exclusivamente a lo que llamaban cooperantes extranjeros, no era lo que había sido en otras épocas, según me contaron veteranos latinoamericanos de PL, estábamos varios peldaños más arriba de los cubanos y su libreta de racionamiento.
Recuerdo mi primera compra, al ver varios enlatados, agarré todo lo que había. Cuando llegué a la caja, me dice la cajera, «mira, pipo (el equivalente a que una cajera hoy en Venezuela te diga «papi»), no te toca ni esto, ni aquello». Se tenían acceso a productos, por encima de los cubanos, pero regía igualmente una dosis de racionamiento. «Pipo, sé que eres nuevo, lo mejor es que cuando vengas me preguntes qué es lo que te toca».
Había que ir todos los días al mercadito a ver qué me tocaba. Si desde temprano había fila de rusos, había llegado el vodka (que formaba parte de la libreta), si la fila era de asiáticos (vietnamitas o norcoreanos), era que había pollo. Estos códigos los aprendí luego de algún tiempo. Durante todo el tiempo que viví en Cuba, no comí carne de res, cuya comercialización estaba vedada. Del cochino (el puerco) los cubanos se comían todo, salvo las pezuñas.
Aunque en un primer momento insistí mucho en que me asignaran el carro, una vez que me fui de Cuba, agradecí que eso no ocurriera. Durante algo más de un año anduve literalmente pateando La Habana. Caminé distancias increíbles, dormí en paradas de autobús esperando que pasara una guagua, me monté en camiones para viajar fuera de la capital cubana y, sobre todo, aquello me permitió ver, oler, acercarme a la vida cotidiana de Cuba. Rubén Cortés, periodista deportivo y luego director de dos periódicos en México, fue mi compañero en muchas de estas travesías.
Siempre fui un extranjero, pero era atípico, debía usar un carnet de identidad cubano para mi vida diaria. Aunque era diferente, tenía también racionado el acceso a los alimentos y sí, tenía dólares, pero estos los iba cambiando de poquito en poquito para comprar productos en el mercado negro o hacerme pasar por cubano, y pagar en pesos igual una fortuna, para entrar, por ejemplo, al show del Copacabana. Además, para comprar crema dental, shampoo y jabón de baño, se necesitaban dólares, no había otra manera de acceder a ellos.
Llegué a Cuba en 1990 marcado por dos asaltos en la calle con armas de fuego que había vivido en Caracas en 1989 y en el mismo 1990. La vivencia de caminar, pensaba entonces que libremente, por las calles de La Habana a cualquier hora, y sin que se registrara ningún hecho delictivo en mi contra, fue de las cosas que más disfruté.
Más tarde comprendí que aquella paz que se respiraba cualquier madrugada, por ejemplo caminando de Centro Habana a El Vedado, o yendo a Miramar, era fruto del control social que había establecido eficazmente el castrismo. Estuvieran o no vigilados, todos los cubanos que conocí se sentían espiados por el Estado y desconfiaban de sus colegas de trabajo y vecinos.
La gratuidad de los espectáculos, o el pago simbólico que debía hacerse, fue algo también inolvidable de aquella Cuba en la que viví. Hasta ópera y ballet, con compañías de reconocimiento internacional, logré ver pagando una tontería o accediendo con mi carnet de prensa.
Por aquellos años, en medio del período especial, muchos referentes culturales de la izquierda visitaron Cuba. En los eventos realizados en Casa de las Américas, un lugar que frecuenté, pude saludar personalmente a Mario Benedetti, Eduardo Galeano y Pablo Milanés, entre otros. Son imágenes que guardo en mi memoria, porque en aquel momento me era inalcanzable poder usar una cámara fotográfica, dado que todos los insumos (rollos fotográficos, químicos, papel) provenían de Moscú y habían dejado de llegar abruptamente.
Si bien el clima era de total tranquilidad para andar en las calles, en Cuba me robaron dos veces. La primera en una atestada guagua, en las navidades de 1990, un carterista me sacó mi pasaporte que debía cargar encima ese día para hacer un trámite, al bajar del autobús fue que me di cuenta de lo ocurrido. La segunda fue más dolorosa. Una señora que iba a limpiar el apartamento y me ayudaba cocinando cosas básicas como chícharos (arvejas) y arroz me robaba comida de a poquito. Tenía un sistema para irse llevando azúcar, arroz, granos, sin que yo me percatara de ello.
Pudo haberme robado por años, pero iba también a la casa de otro periodista extranjero de PL y allí la detectaron, y como esta «compañera» venía recomendada por la dirección de relaciones internacionales de Prensa Latina, sencillamente la echaron. «Estamos pasando hambre», me dijo la última vez que le vi, a modo de justificación.
Aquella era la Cuba de las penurias. En la isla de entonces pude ver cómo se criaban cochinos en la tina del baño y les operaban las cuerdas vocales para evitar los chillidos; presencié cómo adolescentes transaban sexo (oral, anal o vaginal, o los tres sí quieres) por un dólar con turistas y sin ninguna protección; traté de aliviar el hambre de varios estudiantes extranjeros que vivían becados y que pasaron a comer en el mejor de los casos una vez al día, y, sobre todo, me indigné al observar que los funcionarios de mediado y alto nivel vivían en una zona de confort.
En esa Cuba atravesada por el período especial, debí rechazar la oferta de un viejo y reconocido intelectual quien me ofrecía en matrimonio a su hija, a la que yo acababa de conocer, con tal de que la sacara del país. En aquella Cuba, de hace 30 años, traté de convencer a un joven estudiante de periodismo, con quien había hecho amistad, para que no se lanzara en una balsa al mar y luego ya no supe nada más de él.
La isla había gozado durante unos tres lustros de un subsidio generoso de la ahora extinta URSS, de Alemania Oriental y de Checoslovaquia, entre otras naciones del bloque socialista de Europa central y del este. Estaba en la sede de PL viendo CNN, una señal que era prohibida para los cubanos, el día que oficialmente desapareció la Unión Soviética. Sottovoce, muchos periodistas festejaban y creían que llegaría la ola del poscomunismo a Cuba. No, no llegó en aquel 1991. La era de los cambios ha tardado en irrumpir tres décadas.
Cerré aquel año inolvidable marchando varios kilómetros desde El Vedado a Alamar, en la única manifestación política en la que estuve como asistente (otras tantas las cubrí como periodista). Accedí a la invitación de un colega con quien había hecho buenas migas, él además era el encargado de la Juventud Comunista en PL.
Semanas después de esta marcha, en la cual este colega gritó vivas a Fidel Castro hasta quedar ronco, viajó a Moscú para trabajar en la corresponsalía de Prensa Latina. Aprovechó la confusión que reinaba entonces en Rusia y huyó a una república báltica recién separada de la URSS y pidió asilo político. Supe luego que esto lo había planeado largamente, pero ni siquiera se lo dijo a su esposa, quien se quedó en La Habana, por temor a ser delatado. Esto me quebró en su momento.
El fuego de la memoria, en mi caso, se ha avivado al ver tantas imágenes y leer tantos testimonios de esta Cuba alebrestada. Julio 2021. Hasta ahora no había escrito ni hablado en público sobre mi tránsito vital en La Habana. Aunque pude visitar en diversas ocasiones poblaciones del occidente de la isla, como Pinar del Río y Artemisa, y en dos ocasiones atravesar la isla en un vehículo para ir a Santiago de Cuba, y una vez en avión a Guantánamo, al extremo oriental, solo viví -de vivir- en La Habana.
Mucho de lo que escribo ahora había estado en una suerte de capa oculta en mi memoria. Cuando regresé a Venezuela, tuve muy diversas y conflictivas conversaciones con amigos y colegas. La imagen de postal revolucionaria estaba muy impregnada en ellos y no aceptaban que nada lo pusiera en duda, ni siquiera un testimonio de primera mano de alguien cercano.
Aquello, tal vez, combinado con una cierta vergüenza de que había sido un periodista empleado por el régimen de Fidel Castro, aunque fuese por razones de orden profesional, me hicieron ir borrando de mis conversaciones, de mi palabra y de mis recuerdos lo que viví en Cuba hace 30 años.
Como dije al inicio, una serie de azares me llevaron a PL y otros tantos sinos me sacaron de la agencia estatal cubana y me llevaron por otros derroteros. Justamente en una comida que organizó la dirección de relaciones internacionales de PL pude conocer al recién llegado director para Cuba de la Agencia Mexicana de Noticias (Notimex), Juan Balboa, quien se enorgullecía de presentarse como oriundo de Chiapas. Hicimos match de inmediato, este colega al paso de algunos meses en los que nos conocimos personal y profesionalmente, me propuso trabajo, le habían aceptado crear una segunda plaza.
Cuando dije en PL que dejaba la agencia, pero para seguir trabajando en Cuba con Notimex, lo recibieron como una suerte de traición. Tenía un contrato de trabajo, era lo que yo pensaba, pero ellos me veían como uno de sus cuadros. «Andresito, cojones, cómo nos vas a hacer esto, carajo, si tenemos tantos planes contigo». Aquello fue a fines de 1991 y yo había pasado, llanamente, de la simpatía por la Revolución Cubana al franco desencanto.
Mi percepción de que la justicia social reinaba en Cuba se había hecho trizas. A eso, que era y sigue siendo la gran carta de presentación del castrismo ante el mundo, se había sumado la experiencia de ver limitada mi libertad, me había cansado de comprar lo que me tocara. Y, sobre todo, me había llenado el corazón de la amargura de los jóvenes contemporáneos conmigo (en 1991 tenía 25 años), de saberse sin futuro en su país.
Por mi rol de periodista había podido franquear algunas puertas y pude ver cómo vivían miembros de la élite del Partido Comunista Cubano (PCC), sin que en verdad el período especial les afectara, mientras que la mayoría de la población padecía una hambruna generalizada.
En 1991 pude ver cómo varios de mis amigos cubanos perdieron 10, 15 y hasta 20 kilos sin haberse puesto a régimen. Dado que acceder a ropa en Cuba era una dádiva que el Estado les daba una vez al año, ellos seguían usando sus viejas ropas, ajustándose los hombres al máximo el cinturón en los pantalones o metiéndole a la cintura de las blusas, en el caso de las mujeres. Aquello era deprimente y les avergonzaba.
PL me retuvo mi pasaporte y mi documento de identidad durante varias semanas, además de amenazarme con deportarme a Venezuela, cuando anuncié mi renuncia. Otro azar hizo posible que viviera un año más en Cuba trabajando para los mexicanos y ganando en dólares 10 veces más que el bono de los 40 USD que me aportaba PL. Se acababa 1991.
Cuando viajé a Cuba un dirigente de izquierda (exiliado sudamericano en Venezuela) iba también a La Habana, en el mismo vuelo. Este señor, ya fallecido, tuvo un inconveniente y no pudo viajar. Un amigo común entre ambos me abordó, antes de viajar, con la solicitud muy urgente de que le llevara unos zapatos deportivos a un viejo líder del PCC.
Puedo jurar que no tenía mucha claridad de quién se trataba la persona que iba a recibir el envío, pero me picó la curiosidad periodística. Los zapatos eran para Manuel Piñeiro (1933-1998), mejor conocido como Barbarroja, el mítico comandante encargado del apoyo cubano a las organizaciones guerrilleras en América Latina en 1960 y 1970. Cuando llegué a Cuba dirigía aún el Departamento América del PCC.
Aquellos zapatos me abrieron la puerta de la casa de Barbarroja, a quien visité en diversos momentos. Marta Harnecker, su mujer y quien falleció en 2019, nunca me trató a pesar de que atravesaba la sala o salía de su estudio sin saludar siquiera. Tuve mucho interés en que concediera una entrevista, pero en cada encuentro terminaba siendo yo el entrevistado; aquel hombre conocía al dedillo la geografía del poder político en Venezuela.
Acudir a Piñeiro fue mi última carta para lograr permanecer en Cuba. Y funcionó. PL me devolvió mi pasaporte, se canceló mi carnet de identidad como cooperante del Estado cubano y se emitió una nueva credencial que me acreditaba como corresponsal extranjero. Mi apuesta profesional se había cumplido.
La dirección de PL se acobardó tras la llamada de Barbarroja. «Andresito, tú sabes, seguimos siendo amigos, esta es tu casa». Nunca más volví, aunque mantuve amistad con la mayoría de los periodistas que había conocido allí. Unos pocos, lamentablemente, se compraron el discurso de que yo había traicionado al PL.
1992, dejé de comprar en el Focsa, el gigantesco edificio en el centro de El Vedado habanero, pero seguí viviendo y trabajando allí. El chiapaneco, como se conocía a mi jefe en Notimex, tenía un departamento muy amplio que funcionaba como residencia y oficina. Me brindó un espacio y básicamente compartíamos los gastos del mercado, que ahora debíamos hacer en una de las Diplo Tiendas. Aún para los cubanos era vetado comprar allí y para poder viajar, además de la visa del país a donde iban, debían tener un permiso de salida del país. La isla era una suerte de cárcel para sus pobladores.
También en aquel 1992 compré una bicicleta, primero, y luego un viejo vehículo Lada. Cuando lo veo a la distancia perdí el contacto con la gente de a pie. Profesionalmente había pasado a ser necesario tener un vehículo ya que el transporte público había dejado de existir y los taxis en dólares tenían tarifas para turistas. Mi papel en Notimex era darles cobertura a conferencias de prensa y eventos que pudiera tener interés en primer lugar para México y luego América Latina.
También, hoy lo veo con claridad, me había sobrecargado, mental y emocionalmente, de compartir con amigos cubanos y ver sencillamente cómo se ahogaban en más y más problemas. La vida cotidiana para ellos giraba en torno a ver qué iba a llegar a la bodega al día siguiente para saber qué iban a comer. Prevalecía, cosa que en aquel momento no entendía, una resignación generalizada. Nadie pensaba que fuese a ocurrir un cambio político radical en Cuba, y la salvación terminaba siendo individual, se resumía en esta frase, debo salir del país.
Me enfoqué en ahorrar para regresar a Venezuela. Había recibido una llamada de mi papá Francisco para anunciarme que tenía cáncer. Debía volver y escribí entonces con más libertad sobre la crisis cubana. Aunque si se hacía una nota muy crítica, en general el chiapaneco le ponía su firma, era su manera de protegerme.
Cada vez que el teletipo en la oficina comenzaba a vomitar una de nuestras notas críticas, no había terminado de llegar el télex -tras ser revisado y editado en México-, cuando sonaba el teléfono. Varias dependencias cubanas tenían equipos de télex con el servicio de Notimex, así como de otras agencias. Estábamos monitoreados desde varios frentes.
El sistema que censuraba y hacía seguimiento de los periodistas extranjeros estaba muy atento a todo lo que escribíamos los corresponsales. Todo era muy fingidamente fraternal. Estos también se empeñaban en llamarme Andresito.
Por otro azar, cuando empecé a hacer contactos en Caracas para ver dónde podía trabajar, el mismo Esteban Engels, quien me había enviado a PL, estaba justamente buscando un reemplazo, ya que él debía irse a Hamburgo, cosa que no le llenaba de felicidad. «En Caracas se vive muy bien», me decía.
Volví de Cuba curtido como periodista y persona para hacerme cargo de la oficina de la DPA, cargo que asumí el 1 de febrero de 1993. Los siguientes seis años viví una de mis mejores experiencias profesionales trabajando para el hoy extinto servicio en español de esta agencia alemana de prensa.
Sí a Cuba me fui con un sentimiento de simpatía por lo que se presentaba como un sistema de justicia social, de la isla regresé acentuado en mis convicciones de que la libertad del ser humano, de cada persona, no puede estar condicionada de ninguna manera y bajo ningún pretexto. Solo en un marco de amplias libertades puede florecer la justicia social, todo lo demás son pamplinas baratas.
En 1993, cuando retorné a Caracas, juraba que aquello que presencié en Cuba, esa dominación de la sociedad por un régimen bajo el discurso de la igualdad y la justicia social, jamás tendría lugar en Venezuela. Cuán equivocado estaba.
Andrés Cañizález
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