Fotograma de El gran dictador (1940), de Charles Chaplin
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«Si no tienen pan, que coman pasteles» es la despectiva frase que se le atribuye a María Antonieta, quien no mostró compasión por el hambre del pueblo francés durante los días previos a la revolución.
Era la actitud característica del Ancien Régime, como se le denomina a esa etapa histórica. Lo más razonable sería pensar que, con el fin de las monarquías absolutas, se acabaría el desprecio por el pueblo en los regímenes donde los gobernantes son elegidos por medios democráticos. No fue así.
¿Cómo aparecen los psicópatas políticos en las repúblicas modernas? Aparecen en un escenario de perversión política que tiene lugar cuando el electorado se convierte en cómplice de la corrupción y la impunidad. De esa manera surgen los tiranos contemporáneos, quienes no sienten compasión ni empatía y son inmunes a cualquier remordimiento. Hacen gala de crueldad ideológica al causar dolor y miseria a los débiles e indefensos.
Hay un desprecio prerrevolucionario y otro revolucionario. Las revoluciones pretendieron acabar con las clases sociales y terminaron imponiendo nuevas clases dominantes más autoritarias y tiránicas. Este hecho paradójico parece que escapa a muchos intelectuales malamente autocalificados de progresistas, a pesar de las evidencias de que, en Corea del Norte, el comunismo se convirtió en una monarquía absoluta y hereditaria, mientras en Cuba la cosa va por el mismo camino.
A los gobiernos totalitarios les interesa crear un tipo de fanático, el conformista obediente, que no encuentra ninguna contradicción entre la ideología y el régimen. Todorov escribe:
“El comunista típico ya no es un fanático, sino un arribista. Está dispuesto a cambiar de convicciones por encargo: a lo que aspira es al éxito y al poder personal, no a la victoria lejana del comunismo. Marx, Lenin y Stalin son las tres hadas que se han inclinado sobre la cuna del Estado totalitario y que lo han provisto de sus principales virtudes” (El hombre desplazado, Madrid, Taurus, 2008, p. 41).
Para esos mismos gobiernos, hay un tipo de fanático que no les interesa, el idealista, que no es otro que el purista de la ideología. Este exige coherencia entre el pensamiento y la acción. Por tal razón el nuevo régimen elimina a la mayoría de quienes participaron al inicio de la revolución, acabando así con la crítica interna.
El despotismo de la libertad
Isaiah Berlin, en su ensayo Dos conceptos de libertad, en la sección ‘‘El templo de Sarastro’’ (el personaje de un sacerdote que vive en un recóndito castillo en la Flauta Mágica de Mozart), nos alerta sobre una superstición intelectual: el “gobierno de los sabios”. Berlin está de acuerdo con que personas de gran sabiduría ocupen posiciones de liderazgo en la sociedad. Lo que cuestiona es la suposición de que la racionalidad individual se pueda traspasar sin problemas al Estado. Para prevalecer, la racionalidad individual debe someter las pasiones que obnubilan el pensamiento. Si se traslada esto a nivel político, la clase gobernante, el equivalente de la racionalidad, debe someter al pueblo, que es el equivalente de las pasiones. Así se crea la ficción del Estado racional, o, mejor dicho, del régimen falsamente racional.
Hay que aclarar que Berlin no está contra la racionalidad en sí misma; todo lo contrario. Lo que cuestiona Berlin es el concepto de racionalidad instrumental. Es la racionalidad que supone que el bien es unívoco, es decir, que hay una sola concepción del bien y por tanto no hay que discutirla. Por el contrario, una sociedad libre supone que el bien es susceptible a varias interpretaciones (sin caer en el relativismo) y, por tanto, hay que discutir con todos los miembros de la población. La racionalidad instrumental es la base de la tecnocracia. Así como puedo dominar a la naturaleza con la tecnología, ¿puedo dominar a los humanos con legitimidad?
El tecnócrata considera que se puede responder afirmativamente a esa pregunta, pues cree que está justificado dominar a los demás si es racional y no arbitrario. No se considera coacción obligar a alguien a que cumpla con la finalidad racional de su verdadero yo. Eso da lugar a los autoritarismos. Esto supone que la libertad es igual a ley más la autonomía del individuo. Es pensar fantasiosamente que, en la medida en que aumente el número de individuos autónomos, la ley irá desapareciendo.
Este supuesto subordina la libertad de pensamiento a los “sabios” de la política. Dicha forma de pensar se encuentra en los moralistas dogmáticos, donde el gobierno tiene la obligación de imponer la educación a la población, tal como sucede en Fichte. El mismo supuesto funciona también para el irracionalismo estético, como por ejemplo, Nietzsche. Ni siquiera el cientificismo de Comte escapa a esta forma de pensar.
Dicho supuesto se basa en la alienación de la mayoría como justificación de la imposición autoritaria. La mayoría no sabe lo que le conviene, solo la elite iluminada conoce lo que es bueno para todos. De esta forma tiene lugar la inversión del autogobierno individual al autoritarismo político, dando como resultado una paradoja: el despotismo es la libertad.
La cultura disfuncional
El despotismo de la libertad trae como consecuencia la desintegración del individuo humano. En la actualidad, hay muchos factores culturales que favorecen dicha desintegración. Eric Kahler, en su libro La torre y el abismo (Buenos Aires, Fabril editora, 1959), nos explica que ha tenido lugar una escisión en la mente contemporánea. El aspecto externo de esa escisión toma la forma de la colectivización.
En el pensamiento colectivista, se considera que las diferencias grupales son más significativas que las diferencias individuales dentro de los grupos. Este énfasis en los grupos termina suprimiendo el valor del individuo y, por tanto, de sus derechos. El colectivismo puede poner en peligro al liberalismo propio de las democracias cuando la mayoría del grupo es capaz de disminuir la libertad de los individuos.
El colectivismo se expresa en racionalización y mercantilización. El concepto de racionalización hace referencia al modo en que las sociedades modernas han venido siendo sometidas a un proceso de ordenamiento y sistematización, con el objetivo de hacer predecible y controlable la vida del hombre. Este proceso se hace manifiesto en por lo menos tres ámbitos de la vida humana. Primero, a nivel de la cosmovisión, en la que se ha venido produciendo lo que Weber llamaba “el desencantamiento del mundo” respecto a la naturaleza. Ya no hay Dios ni hadas ni duendes; se produce una “desmitificación de la vida”, es decir, una creciente “secularización” de las creencias y los valores. Segundo, a nivel de la acción colectiva, en donde la política, la economía, el derecho y demás instituciones de la vida pública se convierten en organizaciones tecnocráticas. Tercero, a nivel de la acción individual, donde el estilo de vida personal se orienta de acuerdo a patrones funcionales de producción y consumo. Este último punto es la transición a la mercantilización.
La mercantilización es el proceso de reducir los valores no económicos en mercancías. Esto tiene lugar en dos niveles. El primer nivel se refiere al mundo de las cosas: los productos se transforman en artículos comercializables con fines de lucro. Es decir que el valor de cambio de los objetos prevalece sobre su valor de uso. El valor de uso de los objetos es aquel que se deriva de su capacidad para satisfacer necesidades humanas, mientras que su valor de cambio es la cantidad de dinero por la que se puede permutarlos para adquirir otros bienes y servicios. El segundo nivel se refiere al mundo humano: el proceso de mercantilización avanza hasta convertir incluso el trabajo humano y el tiempo en bienes de mercadeables.
Tanto la racionalización como la mercantilización son ilustradas, en registro de sátira social, en Tiempos modernos (1936) de Chaplin. En esta película tiene lugar la famosa escena donde el personaje protagónico de Charlot es un obrero que se convierte en un apéndice a la maquina industrial. Se puede hablar aquí de un primer nivel de alienación.
Ante estas amenazas contra la naturaleza humana, se pueden tomar dos alternativas. Una de ellas es profundizar el mal en nombre de la curación. Salir de la sartén para caer en el fuego. Este es el camino de las revoluciones autoritarias, donde tiene lugar un segundo nivel de alienación, la cual está caracterizada por las dictaduras contemporáneas.
La dictadura toma las formas de totalitarismo y terror. Esto es más propio de sistemas como el fascismo y el comunismo. Se conoce como totalitarismos a las ideologías, los movimientos y los regímenes políticos que consideran que el Estado tiene el poder absoluto sobre todos los aspectos de la sociedad, en consecuencia, la libertad está seriamente restringida y el ejecutivo ejerce todo el poder sin divisiones ni restricciones.
Los regímenes totalitarios se diferencian de otros regímenes autocráticos por ser dirigidos por un partido político único que se funde con las instituciones del Estado. Estos regímenes, por lo general exaltan la figura de un personaje que tiene un poder ilimitado que alcanza todos los ámbitos y se manifiesta a través de la autoridad ejercida jerárquicamente. Impulsan un movimiento de masas en el que se pretende encuadrar a toda la sociedad. Hacen uso intenso de la propaganda y extreman los distintos mecanismos de control social y de represión, especialmente de la policía secreta.
El terror es el instrumento de control de la sociedad por medio de una brutal represión por parte de los gobernantes totalitarios, quienes hacen uso y abuso del recurso al terrorismo de Estado. Como afirmaba el mismo Robespierre: «El terror no es más que la justicia rápida, severa e inflexible».
La esperanza posible
Siempre habrá psicópatas con ansias de poder. Cómo evitar ese tipo de personaje es el gran desafío de la política democrática de todos los tiempos. El mejor antídoto para evitarlos es educar a la población para que resista la seducción de los hipnotizadores.
Kahler nos advierte que, para evitar el primer nivel de alienación (la enajenación capitalista), no es necesario caer en el abismo del segundo (la enajenación totalitaria). Hay que apostar por el despertar de las conciencias para evitar el triste espectáculo de una población mendigando las migajas que caen de la mesa de los opresores.
Para explicar esa parte de la población todavía está hipnotizada por el discurso totalitario, es necesario acudir al concepto de alienación, pero de un tipo diferente. Es imposible no desarrollar un discurso crítico sin el concepto de negación de la naturaleza humana. Ahora bien, dicho concepto puede servir tanto para la liberación como para la dominación. Como ya vimos, de acuerdo a Berlin, el concepto de alienación se pone al servicio del “gobierno de los sabios” que es como él llama a la libertad positiva tecnocrática, es decir, que supone que el bien es único y solo conocido por la élite, por tanto, no se discute cuál es el bien, se da por sentado, el asunto es solo encontrar los medios para realizarlo.
Desde el punto de vista humanista, el concepto de alienación es necesario para comprender la degradación humana. Como alerta Albert Camus, el olvido de la esencia humana conduce al totalitarismo y al genocidio. Así es posible salvar al concepto de alienación si se conecta con la idea de sociedad libre del mismo Berlin, es decir, donde el gobierno respeta al derecho y la moral, y se puede agregar que considera que el bien es multívoco. En otras palabras, hablamos de una saludable democracia liberal. Si damos un paso más hacia la humanización, se puede poner el concepto de democracia al servicio del poder cooperación alejándolo del poder dominación.
La misión es difícil, implica despertar las conciencias de los fanáticos conformistas, quienes sufren el síndrome del “miedo a la libertad” diagnosticado por Erich Fromm. Es tarea difícil pues se lleva a cabo con las herramientas de la persuasión y el diálogo. El propósito consiste en que las personas recuperen su propio poder para luchar por la democracia, y no ser más cómplices de la crueldad ideológica que los tiraniza.
Wolfgang Gil Lugo
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