Perspectivas

La ciudad que destruyó su historia

10/09/2022

Maracaibo. Antigua calle del comercio.

…con el alma consternada
vengo a preguntarte a ti
si es posible lo que hoy vi,
¡del Saladillo no hay nada!

La ciudad fundada tres veces

Hay quienes dicen que la ciudad que hoy conocemos poco tiene que ver con aquel precario y efímero poblado lacustre levantado por unos torpes alemanes en su intento fracasado de encontrar riquezas. Como si las ciudades debieran tener desde su fundación, a la manera de una Atenea salida de la cabeza de Zeus ya vestida y con sus armas, el aspecto y el tamaño que alcanzarán en el futuro. Lo cierto es que a este bávaro de apellido Ehinger, en realidad un funcionario al servicio de los Welser autorizado por el emperador Carlos I, le pareció bien fundar una villa de europeos pasando el lago, arrinconada entre el puerto natural de su amplia bahía y una pequeña salina, junto a una ranchería que los indígenas llamaban Maara-iwo, y que según unos era el nombre de un importante jefe, y según otros significa “lugar de muchas serpientes”.

Los alemanes -de una manera muy alemana- llamaron muy escuetamente a esta primera villa “Maracaibo”, a diferencia de la cantidad de nombres, apellidos, topónimos y advocaciones que solían poner los españoles a cada pueblo que fundaban. Otros, sin aportar mayores pruebas, insisten en que Ambrosio Alfinger –que así se castellanizó su nombre- la llamó Neu-Nürnberg (“Nueva Núremberg”), o también Neu-Ulm, en homenaje a su pueblo natal. Es verdad que el poblado fundado ese 8 de septiembre de 1529 tuvo una breve existencia. Apenas un campamento de paso para que los exploradores pudieran continuar su búsqueda del Dorado. Dice Oviedo y Baños que el ánimo de Alfinger y los demás alemanes “nunca fue de atender al aumento ni conservación de la provincia, sino disfrutarla” y fray Pedro de Aguado dice que la ranchería se estableció en función del “descubrimiento y pacificación de aquella laguna y su provincia”. En todo caso, los treinta pobladores de esa primera Maracaibo serán evacuados solo seis años después. En 1533 el propio Alfinger moría flechado en Chinácota, cerca de Cúcuta.

Maracaibo debió ser fundada dos veces más. A mediados de 1569 el capitán Alonso Pacheco fundó, ahora sí con todas las formalidades españolas, la “Nueva Ciudad Rodrigo de la Laguna de Maracaibo”, también sobre la rivera occidental del lago pero un poco más al norte, en el sector hoy conocido como La Cotorrera. El gobernador Ponce de León le había encomendado que reconquistara y poblara el lago, también que hallara una vía más expedita hacia los Andes y la Nueva Granada. Cinco años después, Pacheco abandonará la ciudad destruida por los ataques de los indígenas, sin duda resentidos y escarmentados por los atropellos de Alfinger. Pacheco sin embargo llegó a establecer cabildo, lo que por derecho convertía a la ranchería en ciudad. Finalmente, en 1574 el capitán Pedro Maldonado, por orden del gobernador Diego de Mazariegos, fundó la “Nueva Zamora de la Laguna de Maracaibo”, casi sobre el emplazamiento de la primera ciudad de Alfinger. Maldonado llamó a los sobrevivientes de la ciudad fundada por Pacheco y respetó el reparto de encomiendas que éste había hecho. Es la ciudad que ha permanecido ininterrumpidamente hasta hoy.

Una ciudad venezolana

Aunque en una época en que el vasto territorio era tenido todo como una misma posesión imperial, es verdad que la historia de los orígenes de Maracaibo está estrechamente unida a la de los orígenes de Venezuela. No solo por el nombre de nuestro país. Ambrosio Alfinger, fundador de la primera Maracaibo, fue también el primer gobernador de la provincia de Venezuela. Como nota agudamente Vargas La Roche (“492 años de la primera Maracaibo”), la expedición que fundará la ciudad salió de Coro, primera capital de Venezuela. Pero también la segunda y la tercera salieron de Trujillo, ciudad venezolana, obedeciendo órdenes de gobernadores de Venezuela, a diferencia de otras ciudades como Mérida o San Cristóbal, cuyas expediciones fundadoras partieron de Pamplona en la Nueva Granada. Durante casi siglo y medio Maracaibo estuvo adscrita al gobierno de Venezuela, y no fue sino hasta la creación de la llamada Provincia de Mérida de Maracaibo en 1666 cuando fue subordinada a la Real Audiencia de Santa Fe. Después volvió a formar parte de la Capitanía General de Venezuela en 1777.

Maracaibo española. Crecimiento y consolidación

Poco a poco la ciudad se fue consolidando. Se estima que en el siglo XVII tiene unos 4.000 habitantes. La pequeña retícula ubicada sobre la bahía se expande poco a poco hacia el oeste, hacia la salina. Las casas de bahareque y techo de paja se van sustituyendo por otras más firmes, de cal y canto y techo de teja. Como en otras ciudades americanas, alrededor de la Plaza Mayor se concentran las instituciones y las residencias de los principales, mientras que los indios y los mestizos se relegan a la periferia. Simultáneamente se va consolidando su condición portuaria. “La marina” se va poblando de bodegas y almacenes, mientras que hacia el oeste surgen astilleros y madereras que aprovechan los abundantes manglares. Otras industrias son las tenerías y las fábricas de esteras. Al norte, junto al camino real de Bella Vista, proliferan los hatos ganaderos, mientras que el lago provee de pesquería. En la planicie se dan abundantes frutos, pero la gran actividad es el puerto. Allí llegan productos de toda su área de influencia: trigo, cacao, algodón y añil de los Andes; de Cartagena textiles, aceite e implementos. En 1606, ante los ataques de piratas e indígenas, el cabildo decide rodear la ciudad con un muro de tapia, mientras hace levantar un pequeño torreón en la Punta de Arrieta, en el actual sector de La Ciega.

En el siglo XVIII Maracaibo es ya una ciudad consolidada. Cuenta con un hospital, cuatro conventos y tres iglesias: la Iglesia Matriz y las de Santa Ana y Santa Bárbara. En 1724 el templo de San Juan de Dios es elevado a vice-parroquia. Al oeste se extienden los barrios de Los Haticos, San Juan de Dios y El Saladillo, en el lugar donde quedaba la salina. Al norte está El Empedrado y al sur los muelles de La Marina. Se construyen puentes de madera sobre las cañadas que cruzan la ciudad. Los entornos se pueblan de hatos y caseríos que se comunican a través del Camino Real de Bella Vista, el de El Milagro (ambos se encuentran en la bahía de Capitán Chico), el de Río de Hacha (actual avenida Las Delicias) y el de Los Haticos, hacia el sur. Y aunque la ciudad tampoco ha crecido tanto, el censo de 1801 indica que ya en ella viven 22.000 habitantes: vascos, catalanes, andaluces y españoles procedentes de Santo Domingo que se suman a los blancos y mestizos originarios, y a la población esclava. Así encuentran a Maracaibo los sucesos de 1810.

 

La ciudad republicana

No tiene sentido detenerse aquí en las razones que llevaron a los maracuchos a rechazar el movimiento de Caracas. El tema ha sido bien tratado por los historiadores y requiere un espacio mayor al de este artículo. Tampoco es lugar para estudiar su participación en la Constitución liberal de Cádiz de 1812, que prometía igualdad a americanos y peninsulares. Solo señalar que los temores de perder el control del comercio lacustre y los privilegios que de ello derivaban por parte de la próspera élite local eran más que justificados. Alejado de los centros de poder más importantes, Bogotá y Caracas, Maracaibo se desarrolló según ritmos históricos propios, cimentando en la práctica una velada autonomía que ahora no estaba dispuesta a perder. Lo que vino después fue un divorcio y una incomprensión históricas que aún no se superan.

En el primer cuarto del siglo XIX las élites marabinas se debatían en una disyuntiva: aferrarse a sus viejos privilegios coloniales o abrirse al capitalismo y al liberalismo comercial. Optaron por lo segundo y la ciudad se convirtió en un importante centro mercantil. Su puerto era el punto comercial y financiero donde se intercambiaban los productos de los Andes venezolanos y el Norte de Santander, especialmente café, traído en embarcaciones lacustres de bajo calado para ser exportados a Europa y Norteamérica. A su vez, los mercantes trasatlánticos traían manufacturas y productos que se trasbordaban y distribuían a las regiones interiores a través del mismo sistema de navegación lacustre. Esta situación supuso el progreso de la ciudad. Casas comerciales extranjeras se establecieron en la ciudad, mientras naves de gran calado atracaban en el puerto. De hecho, a finales de siglo, Maracaibo casi doblaba su población. Se había erigido la diócesis, tenía universidad y disfrutaba de adelantos tecnológicos e instituciones propias de urbes más adelantadas (banco, compañías de seguros, mercado techado, tranvía y alumbrado eléctrico), algunos incluso antes que en la capital de la república.

La rivalidad con Caracas fue inevitable. O más bien, el rechazo a someterse a su autoridad, a cambiar una sumisión por otra. El punto culminante de esta situación llegó cuando el caudillo Venancio Pulgar desconoció la autoridad del gobierno nacional y proclamó la independencia del Zulia en 1869, como reacción a la pretensión de centralizar la aduana de Maracaibo. La rebelión fue sofocada y Pulgar hecho prisionero. Como respuesta, Guzmán Blanco declaró públicamente que no descansaría hasta convertir a Maracaibo en una “playa de pescadores”. Desde luego no será la última vez que las aspiraciones autonomistas de los zulianos choquen con el centralismo autoritario. En realidad, todas las autocracias son por definición centralistas, pues necesitan concentrar el poder.

Destruyendo el pasado

Las décadas siguientes serán las del descubrimiento y la explotación del petróleo, cuyo impacto en la ciudad no podríamos resumir aquí. La conexión con el resto del país quedó resuelta con la construcción del Puente Rafael Urdaneta, un alarde de la ingeniería como un acierto geopolítico. Para lo que nos interesa, solo decir que durante la segunda mitad del siglo XX los marabinos se entregaron a una voraz destrucción de su propio pasado, a la vez que construían una nueva ciudad animados por una falsa idea del progreso. Quizás como ninguna otra ciudad venezolana, Maracaibo se transformó y “modernizó” a costa de su propio pasado. Esto trajo como consecuencia no solo la destrucción de muchos de sus íconos arquitectónicos y el borrado de su tejido urbano original, sino también, lo que es más triste, la desconexión de los ciudadanos con su propia historia y su propia cultura, con el relato verosímil, pero también afectuoso y emotivo, de sus propios orígenes. Un vacío que desde entonces se intenta llenar a través del folclore, de lugares comunes y hasta del humor. El imaginario popular en todo caso.

Quizás el episodio más doloroso de este proceso sea el que se inició en marzo de 1970 con la demolición del populoso barrio de El Saladillo, uno de los más icónicos de la vieja ciudad. La demolición debía dar paso a una renovación urbana, según planos aprobados por los arquitectos del gobierno central, donde las viejas y coloridas casas serían sustituidas por rascacielos y las estrechas calles por anchas avenidas y bulevares adornados con modernas esculturas. Ningún respeto por la historia, ninguna valoración del ciudadano y sus raíces, menos aún de su cultura. Cincuenta años después, la renovación como tal no se ha completado y el centro de Maracaibo es solo una caótica mezcolanza, patética y penosa.

Hoy las ruinas del centro de Maracaibo nos suscitan graves reflexiones. En primer lugar acerca de las relaciones que necesariamente se establecen entre el modelo territorial de una nación y los diferentes caracteres geográficos y culturales de las regiones. También el mito de Maracaibo realista, la ciudad traidora, nos pone a pensar en los peligros que comporta la historia unívoca, maniquea y fundamentalista, esa que erige su discurso sin tomar en cuenta otras voces. También sobre el delicado equilibrio entre tradición y modernidad a la hora de establecer un modelo de progreso.

 


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo