Casa de la Virgen María, Éfeso, Turquía. Foto cortesía del autor
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Si de algo estaba seguro en aquel viaje, es que si llegaba a ir a Esmirna también iría a Éfeso, porque no podría dejar de rendir mi pequeño homenaje al viejo Heráclito estando en su propia tierra. Lo que no sabía es que el paseo también incluía una visita a la pequeña casa donde, según la tradición, la Virgen María vivió sus últimos años, murió y subió al cielo. Sin embargo allí estaba yo, temprano esa mañana de finales de primavera, subiendo a la pequeña van que salía puntual del hotel y dejaba la ciudad rumbo sur por la vía del aeropuerto para después tomar la autopista E-87. Pronto la ruta estaba atravesando unas suaves colinas sembradas de olivos bajo un cielo cálido y azulísimo, un paisaje que se me antojó tan parecido al de Andalucía. “Así que esta es la vieja Jonia”, pensé con emoción pegado a la ventana, “donde nació la filosofía, la poesía y la historia”.
Poco más de una hora después estábamos dejando la autopista para tomar la carretera que conducía al pueblo de Selçuk, cerca de las viejas ruinas. En realidad, es allí donde había estado la vieja Éfeso, la de Heráclito. Las magníficas ruinas que veríamos más tarde, las de las calles pavimentadas de mármol y la estupenda Biblioteca de Celso, pertenecían a una ciudad que sería construida mucho después. La leyenda dice que fue Alejandro el que mandó a mudar la ciudad, pero fue en verdad su lugarteniente, Lisímaco de Tracia, que gobernó durante veinte años el Asia Menor a la muerte del conquistador, cuando se convirtió en uno de los diádokoi, “sucesores”, y por tanto basíleos, “rey”. Cuenta Arriano de Nicomedia en el libro primero de la Anábasis de Alejandro Magno, que cuando el macedonio expulsó a los persas de Éfeso en el 334 a.C., instauró la democracia y decretó que el tributo que antes se pagaba a los persas, en adelante se depositara en el templo de Artemisa, el monumental Artemision. Fue Lisímaco, pues, quien mandó a trasladar la ciudad a un emplazamiento más conveniente cerca del mar e hizo construirle murallas. Entonces Éfeso se convirtió en el mayor puerto de la costa oriental del Egeo y conoció una prosperidad que no había tenido antes ni volvió a tener después.
Fue a esa ciudad cosmopolita y bulliciosa a donde llegaron Juan y María, huyendo de la persecución desatada contra los cristianos a la muerte de Jesús. Dice el Evangelio de Juan que, estando Jesús en la cruz, vio que su madre estaba junto “al discípulo a quien amaba”. Entonces le dijo a María: “Mujer, ahí está tu hijo”, y a Juan: “Ahí está tu madre” (Juan 19:26). Parece que desde entonces Juan y María no se separaron. Vivieron juntos en Jerusalén y después en Patmos, ya en Grecia, hasta que llegaron a Éfeso, según cuentan Ireneo y Eusebio de Cesarea. Ireneo nació en Esmirna y fue discípulo de Policarpo, obispo de la ciudad, que a su vez fue discípulo directo de Juan, de quien debió haber escuchado la historia. Hay sin embargo una tradición que dice que María nunca salió de Jerusalén, y que fue allí donde murió y de donde ascendió a los cielos. En todo caso, María desaparece de las Escrituras a partir de la mención que se le hace en Hechos 1 12:26, cuando permanece en el cenáculo junto a los apóstoles al regreso de la crucifixión. Sin embargo, en la Carta Sinodal del Concilio de Éfeso, que tuvo lugar en el año 431, se menciona a “la ciudad de los efesios, donde Juan el Teólogo y la Virgen Madre de Dios Santa María fue sepultado”, y el obispo ortodoxo sirio Bar-Hebraeus, afirmó, en el siglo XIII, que Juan llevó consigo a María a Patmos, y de ahí a Éfeso, donde trabajó y murió.
Comoquiera, se cree que Juan y María permanecieron poco tiempo en Éfeso propiamente, y prefirieron vivir en una colina cercana, la hoy llamada Montaña de los Bulbules, a solo nueve kilómetros de la ciudad. Se trata más bien de una pequeña cabaña con una cisterna a la izquierda, situada en la ladera de la montaña. Allí, en esa pequeñísima casa de piedra rodeada de un tupido bosque y junto a un manantial, se dice que vivió María hasta su Asunción, el 15 de agosto de un año que no puede establecerse con certeza, pero que sin duda debe situarse a mediados del siglo I. Fue Juan Damasceno, teólogo y doctor de la Iglesia que vivió en el siglo VIII, quien hizo popular el relato de la muerte de María. Cuenta que la Madre de Jesús murió de amor, del deseo ardiente de estar de nuevo con su hijo (cómo no recordar el diálogo entre Odiseo y su madre en el Hades). Según Juan Damasceno, el hecho debió suceder “unos catorce años después de la muerte de Jesús”. Después de haber bendecido a todos los discípulos, cerró los ojos, “como quien duerme el más plácido de los sueños”. Solo Tomás no pudo llegar a tiempo, sino cuando ya la habían enterrado. Entonces pidió a Pedro que lo llevara al sepulcro donde yacía María, “para besar por última vez sus manos”, pero cuando llegaron estaba vacío, y en lugar del cadáver encontraron “una gran cantidad de flores muy hermosas. ¡Jesús se la había llevado al cielo!”.
La casa de María permaneció perdida y sepultada durante mucho tiempo. A comienzos del siglo XIX, una monja alemana llamada Ana Catalina Emmerich tuvo unas visiones en las que se le revelaba su ubicación. Emmerich, descendiente de una humilde familia de agricultores, tenía un espíritu profundamente religioso. Hizo sus votos en 1803, a la edad de veintinueve años, en la orden de las Clarisas de Münster. De salud endeble, cayó postrada en cama. Entonces comenzó tener visiones y a salirle unos estigmas en el cuerpo que sangraban en Navidad y Año Nuevo. Pronto la fama de su santidad atrajo a visitantes, entre los que se contaba el poeta romántico Clemens Brentano, quien recogió sus visiones en dos libros que publicó después de la muerte de la monja. Ni Emmerich, que sería beatificada por Juan Pablo II en el 2004, ni Brentano estuvieron nunca en Éfeso, pero las revelaciones y las detalladas descripciones de su libro guiaron a dos sacerdotes lazaristas, Poulin y Jung, del colegio francés de Esmirna, a descubrir y desenterrar la casa en 1891. Sesenta años después, en 1951, el papa Pio XII proclamó la casa como “lugar santo” y “lugar de peregrinación”, privilegio que será después confirmado por Juan XXIII. Hasta ahora, la casa ha sido visitada por Pablo VI en 1967, Juan Pablo II en 1979 y Benedicto XVI en 2006.
Sin embargo, estudios recientes han determinado que la casa que hoy visitamos no es exactamente la que habitó María, sino una capilla bizantina fechada probablemente en el siglo XIII, que fue reconstruida con los materiales originales en 1950. Esta capilla fue erigida a su vez sobre una estructura que data de los siglos VI y VII. Sin embargo, todo apunta a que el sitio fue ocupado por una villa romana que se remonta al siglo I a.C., es decir, que debió estar en pie en época de los apóstoles. A mi no me cabe duda de que se trata de un lugar sagrado, ya desde los tiempos de la diosa autóctona Kybele y de la agreste Artemisa, que bendecían los manantiales frescos y cuyos santuarios se alzaban por la zona. Hoy el lugar no solo es santo para cristianos romanos y ortodoxos, sino también para los musulmanes, para quienes María, Maryam, es la madre de Jesús, Isa Peygamber, uno de los grandes profetas del Islam. De hecho, mientras toda la capilla está adornada con motivos cristianos, la pequeña Sala del Corán, que supuestamente era el dormitorio de María, esta adornada con versos coránicos. Toda una metáfora de la veneración que todas las culturas han tenido siempre por la sublime fuerza de lo femenino.
Mariano Nava Contreras
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