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La ausencia de China en el gran debate sobre la inflación

Esta foto muestra a empleados chinos trabajando en micro motores para teléfonos móviles en una fábrica en Huaibei, provincia de Anhui, en el este de China. Fotografía de STR | AFP

01/04/2021

AUSTIN – La escala del Plan de Estadounidense de Rescate (PER) del presidente Joe Biden —USD 1 billón este año y USD 900 000 millones más el próximo, junto con la promesa de un programa de infraestructura y energía de USD 3 billones— asustó a muchos macroeconomistas. ¿Se justifican sus temores?

Podemos desestimar a los economistas de los bancos y del mercado de bonos, quienes ya gritaron que viene el lobo. Hace un año, muchos de ellos advirtieron que el gasto de USD 2,2 billones por la Ley de Ayuda, Alivio y Seguridad Económica por Coronavirus (CARES, por su sigla en inglés) fomentaría la inflación debido a un masivo aumento de la oferta monetaria… no sucedió.

Entre los críticos destacan neokeynesianos como Lawrence H. Summers, de la Universidad de Harvard, y sus numerosos acólitos. El análisis de Summers es diferente. Fue su tío, Paul Samuelson, quien junto con el futuro colega ganador del premio Nobel, Robert Solow, presentó la curva de Phillips en 1960. Este sencillo modelo ofreció algunas de las predicciones empíricas más exitosas en la historia económica durante su primera década y se convirtió, desde entonces, en un una regla general.

La curva de Phillips se basó en datos británicos de fines del siglo XIX y estadounidenses de posguerra; postulaba una relación inversa entre la inflación y el desempleo: si uno subía, el otro bajaba. Esto es lo que parece incomodar a Summers en la actualidad: los diversos paquetes de rescate y apoyo federal son realmente enormes; tan solo el PER representa aproximadamente el 6 % del PBI. La totalidad del gasto federal es aún mayor y, según una estimación, llega al 13 % del PBI. Comparada con él, la «brecha de producción» (la capacidad no utilizada de la economía) solo es un cuarto de eso, tal vez menos.

Por otra parte, la tasa oficial de desempleo, del 6,2 %, no está tan lejos del 4 %, un nivel que se suele considerar «de pleno empleo». Quienes reciben los pagos de asistencia gubernamental se concentran en la base de la distribución del ingreso y deben entonces, en teoría, gastar más y ahorrar menos de los desembolsos de efectivo, especialmente si tenemos en cuenta que muchos hogares ya cuentan con ahorros provenientes de la ley CARES. Según la lógica tradicional de la curva de Phillips, el nuevo «estímulo» podría reducir la tasa de desempleo hasta el pleno empleo y aumentar la inflación desde el 0,6 % en 2020 hasta al menos el 2 o 3 %.

Pero la curva de Phillips no la tuvo fácil desde 1969. Durante unos 25 años a partir de ese momento, el pensamiento económico dominante sostuvo que no se trataba de una curva con pendiente negativa, sino de una línea vertical, al menos «en el largo plazo». De ello se deduce que los intentos por reducir el desempleo más allá de una «tasa natural» o «tasa de desempleo no aceleradora de la inflación» (NAIRU, por su sigla en inglés) producirían hiperinflación. Estoy bastante seguro de que Summers tiene más confianza en el capitalismo estadounidense de lo que implica esta concepción, sin embargo, siempre mostró una inclinación por esta melindrosa escuela de pensamiento.

La realidad, por otra parte, arrasó con la curva de Phillips: desde principios de la década de 1980 —e inconfundiblemente desde mediados de la década de 1990 en adelante— no hubo inflación y la reducción del desempleo no tendió a crearla. La relación no tiene pendiente negativa ni es vertical, sino plana. Esto equivale a decir que no existe (si es que alguna vez lo hizo). Señalé esto en 1997, en un artículo titulado «Es hora de abandonar la NAIRU» (en inglés). Veintiún años más tarde, el distinguido neokeynesiano Olivier Blanchard se hizo básicamente la misma pregunta en la misma publicación: «¿Debemos rechazar la hipótesis de la tasa natural?» (en inglés).

¿Qué pasó? Podemos resumir la respuesta completamente, o casi, en una sola palabra: China. Desde mediados de la década de 1980, el dólar estadounidense comenzó a apreciarse y aplastó la base industrial y los sindicatos en la región central de Estados Unidos. El posterior colapso de los precios de los productos básicos en el mundo —y de la Unión Soviética con ellos— preparó el escenario para que China surgiera como proveedora líder mundial de productos de consumo manufacturados.

Mientras tanto, todas las fuerzas que impulsaron el alza de los precios para los consumidores estadounidenses después de 1970 —entre ellas, las devaluaciones del dólar, las subas del petróleo y los ajustes en el costo de vida para los trabajadores manufactureros (que se transfirieron a través de precios más elevados)— desaparecieron. Como el pleno empleo nunca fue el culpable, el pleno empleo de fines de la década de 1990 y previo a la pandemia de la COVID-19 no generó inflación. Por otra parte, desapareció la tendencia a que las variaciones en el precio del petróleo se transmitan a través de los salarios y otros precios, porque los empleos estadounidenses están ahora principalmente en el sector de servicios, donde el precio del trabajo es lo que uno paga por él.

¿Pero no aprovechará China la elevada demanda estadounidense para aumentar los precios? No, porque las empresas chinas temen perder su participación en el mercado ante otros países y porque el espíritu económico chino no prioriza la maximización de beneficios sino la estabilidad social, el crecimiento sostenido de la producción y las reducciones de costos a través del aprendizaje y las nuevas tecnologías. Esas empresas no alienarán a sus clientes elevando los precios para explotar un poco de demanda adicional. Puede haber algunos pedidos en espera y entregas con demoras, y algunos aumentos de precios por los mayores costos de transporte y salarios en China, pero el único peligro inflacionario real proviene de quienes avivan las llamas de la guerra contra China. La guerra siempre es inflacionaria y una guerra contra nuestro mayor proveedor de bienes sería una pesadilla inflacionaria.

Más allá de eso, los hogares estadounidenses no sufren una escasez de teléfonos inteligentes, lavavajillas y calzado deportivo; lo que les falta es confianza y seguridad. Por lo tanto, gran parte del dinero de Biden no irá a China en absoluto sino al ahorro, para cubrir alquileres futuros, hipotecas, servicios públicos y el pago de deudas.

Por supuesto, una parte se gastará en servicios que extrañamos durante el año pasado, reviviendo el empleo en esos sectores en alguna medida. Una parte irá a al mantenimiento, la reparación o las mejoras de las viviendas (gastos que fueron descuidados cuando la gente temió asumir el costo adicional de un plomero, un electricista o un pintor). Y una parte irá a la construcción de nuevas viviendas, como ya está ocurriendo.

En cuanto al resto, una buena parte irá hacia la compra de acciones, bonos y bienes raíces —especialmente tierras, viviendas suburbanas y refugios en el campo, extremadamente valiosos durante la pandemia—. Será principalmente en esos sectores donde aumentarán los precios, enriqueciendo aún más a quienes ya poseen esos activos. La ya enorme brecha de la riqueza se ampliará. Debido a que las acciones, bonos, viviendas existentes y tierras no son productos de consumo nuevos, esos aumentos de precios no formarán parte de los índices que miden la inflación, tendremos que buscarlos en el índice S&P 500 y en la plataforma de bienes raíces Zillow, donde las subas de precios son, como es de esperarse, celebradas como algo bueno.

La lección en términos más amplios es doble: en primer lugar, la macroeconomía neokeynesiana dominante de la década de 1960 no es una guía útil para entender una economía estadounidense completamente enredada con el resto del mundo y modificada en términos fundamentales por el ascenso de China. En segundo lugar, los problemas de desigualdad y precariedad estadounidenses no son en realidad problemas de escasez material, sino que reflejan una distribución de la riqueza y el poder inadecuada e insostenible.

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Traducción al español por Ant-Translation

James K. Galbraith es profesor de Gobierno y dirige la cátedra de Relaciones Gubernamentales/Empresariales en la Escuela de Asuntos Públicos Lyndon B. Johnson de la Universidad de Texas en Austin. Entre 1993-97 se desempeñó como asesor técnico en jefe del Comité de Planificación del Estado Chino para la reforma macroeconómica. Su último libro es Inequality: What Everyone Needs to Know [Desigualdad: lo que todo el mundo debería saber sobre la distribución de los ingresos y la riqueza].

Copyright: Project Syndicate, 2021.
www.project-syndicate.org


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