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La idea de que las grandes decisiones deben ser tomadas en conjunto es tan antigua como la sociedad, y tiene desde luego las mayores consecuencias políticas. Ella implica, por supuesto, nociones tan importantes para la convivencia como las de respeto, consenso y diálogo. Al comienzo de la Ilíada, en una escena que ya hemos comentado otras veces, vemos cómo el diálogo político está presente en la Grecia arcaica del año 1.200 a.C., aunque no cabe duda de que las asambleas son mucho más antiguas.
En el primer canto de la Ilíada presenciamos, pues, un episodio del mayor interés. Apolo, irritado por las humillaciones que ha infligido Agamenón a su sacerdote Crises, lleva días disparando flechas envenenadas sobre el campamento aqueo, lo que desata una terrible peste entre los soldados. Al décimo día la mortandad es insostenible y los caudillos se reúnen alarmados para encontrar una solución. Es necesario aplacar la ira del dios. Aquiles tiene la iniciativa, convocando a los reyes a un consejo. Participan los principales, Agamenón, Calcante el adivino, el anciano y sabio Néstor y por supuesto Aquiles. Homero nos cuenta cómo se desarrollaban estas deliberaciones: los participantes se sentaban en círculo y se turnaban para hablar. El orador se ponía de pie y empuñaba un cetro, símbolo de que tenía el derecho de palabra, y los demás escuchaban atentos. Al finalizar se volvía a sentar y pasaba el cetro a quien hablara a continuación.
Los antiguos griegos daban mucha importancia a la calidad y altura de los discursos, incluso a su correcta pronunciación y entonación. Los historiadores dicen que, en este sentido, los atenienses eran especialmente exigentes. Desarrollaron una serie de técnicas para que esos discursos fueran persuasivos y convincentes, y así, aunque no fueron ellos quienes inventaron la retórica y la elocuencia, la hicieron suya y la perfeccionaron.
Al comienzo de la Odisea se narra otra escena singular. Los dioses están acongojados porque Odiseo no puede volver a su tierra después de diez años vagando por los mares. Los olímpicos se reúnen en la morada de Zeus para pedirle que permita volver al rey de Ítaca a su tierra, y para decidir entre todos la manera de ayudarlo. Atenea lleva la voz cantante: “¿Es que no te era grato Odiseo cuando en Troya te rendía sacrificios junto a las naves aqueas? ¿Por qué ahora le tienes tanto rencor?”. Pero la deliberación y el consenso no eran solo cosa de reyes y dioses. Las asambleas se celebraban también incluso en tiempos de los tiranos, como se ve en una obra como el Edipo rey. Ya se sabe, Edipo no era un rey sino un tirano que había llegado al poder después de haber asesinado a su padre y casado con su madre, es verdad, sin saberlo. Edipo gobierna a Tebas con ayuda de un consejo de ancianos aunque, también es verdad, finalmente se hace su voluntad. En un par de conocidos versos los ancianos le recuerdan lo prudente que es escuchar “los consejos de los que tienen más experiencia”. Finalmente, lo sabemos, su tragedia se precipita precisamente por no saber escuchar a nadie.
No debe extrañarnos, pues, que la Asamblea llegara a ser una de las instituciones más importantes de la democracia ateniense. Parece que el primer consejo fue creado por Solón a comienzos del siglo vi a.C. Lo llamaron Bulé, y no es casual que el término tenga la misma raíz de nuestra palabra castellana “voluntad”, pues allí se decidía la voluntad de los ciudadanos, la voluntad popular de que hablaron después Rousseau y Bolívar. Aunque la palabra castellana proviene del latín voluntas, ambas, la griega y la latina, derivan de una misma raíz indoeuropea y comparten un mismo significado.
Pero volvamos a la vieja Atenas. La Bulé estaba formada por cuatrocientos miembros y se reunía en el Areópago, que es una roca inmensa situada frente a la Acrópolis. Los ciudadanos se sentaban en la roca y el orador se paraba en frente a pronunciar su discurso. Aunque no sabemos exactamente la materia que trataba, suponemos que deliberaba sobre asuntos propios del gobierno de la polis: la paz y la guerra, los tratados, las fiestas religiosas o la elección de los magistrados y de los generales del ejército, los llamados strategoi; pero su función fundamental era recoger las propuestas de ley que podía hacer cualquier ciudadano. Fue Clístenes, casi un siglo después, quien dio a la Bulé una forma más adecuada a la democracia. La llevó a quinientos miembros elegidos anualmente por sorteo entre todos los ciudadanos y le hizo construir una nueva sede, el Buleuterion, a un lado del ágora, el mercado. Los cimientos de lo que fue el Buleuterion, con sus gradas para que se sentaran los asambleístas y su espacio en el centro para los oradores, pueden contemplarse todavía hoy.
Pero Clístenes comprendió también la necesidad de un organismo capaz de hacer contrapeso político a la Bulé. Entonces fundó la Ekklesía, la Asamblea popular, compuesta por todos los ciudadanos libres atenienses. La Ekklesía se reunía en el monte Pnyx, una pequeña colina situada en frente de la Acrópolis, al comienzo una vez por mes, pero llegó a reunirse hasta cuatro veces al mes. Allí se discutían las propuestas de ley y se votaba a mano alzada. La agenda de la Ekklesía estaba fijada por la Bulé. Entre otras cosas, la Ekklesía debía aprobar (o no) las propuestas de ley hechas por la Bulé, pero también limitaba sus posibles excesos, y sobre todo castigaba los casos de corrupción que surgían de tanto en tanto. Todo esto lo explica muy bien Aristóteles en la Constitución de los atenienses.
A veces conviene meditar acerca de lo que puede haber tras algunos lugares comunes. Cuando decimos que los antiguos griegos inventaron la democracia, tal vez no estemos hablando simplemente de la invención del voto y de las elecciones, sino más bien de la institución y la observancia de espacios públicos consagrados a la discusión y al respeto por la palabra, a la toma de las grandes decisiones colectivas, a la búsqueda de un futuro común. En otras palabras, al diálogo respetuoso entre los ciudadanos.
Mariano Nava Contreras
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