Perspectivas

“Kosmopolítes”, ciudadano del mundo

Diógenes, el filósofo griego (404-323 BC), encendiendo la lámpara con la que buscará a un hombre honesto en Atenas. Pintura de Jean-Léon Gérôme, 1860.

18/07/2020

La anécdota es conocida. Cuenta Diógenes Laercio (VI 63) que una vez le preguntaron a Diógenes de Sínope de dónde era. Su respuesta fue tan breve como contundente: Kosmopolítes, “ciudadano del mundo”. La respuesta del Perro es tenida como el acta de nacimiento de una ideología que con el paso del tiempo se convertiría casi en religión. Sin embargo el pensamiento cosmopolita, cuyo opuesto y correlato no es otro que la reflexión sobre la polis, debe remontarse a la expansión de los griegos por el Mediterráneo entre los siglos VIII y VI a.C., cuando sin duda debieron tener contacto con pueblos y costumbres muy distintas.

Prolegómenos del pensamiento cosmopolita

Sin duda el aumento del flujo comercial, así como las historias y los relatos de viajes por los que los antiguos sentían tanta afición, tuvieron que haber incrementado las informaciones existentes acerca de las extrañas y a veces “desagradables” costumbres de los bárbaros. Las Historias de Heródoto, lo sabemos, jugaron importante papel en este proceso. Ello no dejó de tener repercusiones en el pensamiento ético en el siglo V, sobre todo al calor del debate sofístico, alcanzando su punto crucial en la célebre controversia entre physis y nómos, naturaleza y cultura. 

Pero aquello no era sólo asunto para filósofos. En la Ifigenia entre los tauros de Eurípides, la sacerdotisa de Ártemis se ve obligada a realizar sacrificios humanos, cosa usual para los bárbaros pero repudiada por los griegos. El poeta pone en boca del corifeo las siguientes palabras dirigidas a la diosa:

Soberana, si nuestro pueblo te ofrece estas víctimas con agrado de tu parte, acepta este sacrificio que nuestras leyes declaran impío (vv. 463-466).

Algo parecido pasa en Andrómaca, cuando Hermíone se escandaliza de que entre los bárbaros sea común, según ella, la práctica del incesto:

Así es toda esa ralea extranjera. El padre se une con la hija, el hijo con la madre, la muchacha con el hermano, los seres más queridos mueren de asesinato, y la ley no impide ninguna de esas cosas (vv. 173-176).

Y también en Hécuba, Agamenón le dice a Poliméstor:

…quizás para ustedes sea fácil matar a un huésped, pero, al menos para nosotros los griegos, eso es vergonzoso (v. 1247).

Así pues, el asunto de las costumbres y las leyes diferentes entre griegos y bárbaros no era solo tema para las disertaciones de los filósofos y los exquisitos banquetes de las clases cultas, los symposia, sino que se debatía también en el teatro y sin duda también en el ágora.

En los Recuerdos de Sócrates (I 1, 10), Jenofonte cuenta que el filósofo “siempre estaba en público. Muy de mañana iba a los paseos y gimnasios, y cuando el ágora estaba llena, allí se le veía, y el resto del día siempre estaba donde pudiera encontrarse con más gente. Generalmente hablaba, y los que querían, podían escucharlo”. De qué hablaba tanto Sócrates, tampoco deja de recordarlo Jenofonte (I 1. 16): “él siempre conversaba sobre temas humanos, examinando qué es piadoso, qué es impío, qué es bello, qué es justo, qué es injusto…” Sócrates encarna, pues, un ideal de filósofo “popular” (la palabra es usada por Jenofonte, Mem. I 2, 59), que diserta públicamente sobre temas que le interesa oír a la gente común. Mucho de eso tiene que ver con su juicio y condena. Sabemos, por otra parte, que Sócrates y Eurípides fueron buenos amigos. Incluso algunos poetas cómicos como Aristófanes (en Las Nubes y Las Aves) o Éupolis (en Los Aduladores) llegan a afirmar en sus comedias que era Sócrates quien le escribía las tragedias a Eurípides.

Cosmopolitismo y filosofía: el concepto de Justicia

Así como la genética de los padres se suele manifestar de manera diferente entre los hijos, las enseñanzas de Sócrates fueron continuadas de manera muy disímil por sus discípulos. Quizás el desarrollo más autóctono se deba a Platón. Sus doctrinas presuponen la realidad ateniense de su tiempo y sus ideas no pueden comprenderse sin la compleja realidad de lo que entonces ocurría entre las murallas de la ciudad. En la conocida “alegoría de la caverna” (Rep. 514 a ss.) Platón distingue dos tipos de realidades: el mundo sensible, al que accedemos a través de los sentidos, y el mundo inteligible, al que solo podemos acceder a través del conocimiento. La idea del bien, por supuesto, forma parte del mundo inteligible, pero también las demás ideas, cuya realización concreta en el mundo sensible no es más que una representación imperfecta. Así la idea de lo justo y de la Justicia, Díke: no es posible demostrar la existencia real del hombre perfectamente justo y de la Justicia (Rep. 472 c-d), pero su realización en tanto que virtud humana, por tanto imperfecta, solo es posible en el marco de la polis ideal. Una polis, huelga decirlo, cuyos parámetros de perfección son pensados desde la realidad ateniense.

Se trata de una tesis contra la que reaccionará vigorosamente la mayor parte de las escuelas postsocráticas. El primero en criticarla es Aristóteles, quien, en la Ética a Nicómaco (1096 a), argumenta que la teoría de las ideas impide el desarrollo de una “noción común universal” y lamenta, en clara referencia a Platón, el que hayan sido “amigos nuestros los que han introducido estas ideas”, pues, en todo caso, “es justo preferir la verdad”. Epicuro, por su parte, dirá en las Sentencias Capitales que “la justicia no es algo que exista en sí” (XXXIII), y que lo justo no es más que un pacto “para no causar ni recibir daño” (XXXI). Para este maestro de Hobbes, “la injusticia no es un mal en sí misma”, sino que lo es “por el miedo que causa la incertidumbre de si seremos castigados” (XXXIV); por consiguiente,  “la justicia no es igual para todos”, sino que depende “del lugar y de las distintas causas” (XXXVI). Es claro que para el maestro del Jardín no se trata de una idea inmutable y universal, sino de una realización sujeta a un lugar y unas circunstancias. Es el miedo y no la virtud lo que la define.

El cosmopolitismo y los Perros

Cuando Diógenes de Sínope comenzó a escuchar a Antístenes, hacía ya varios años que había muerto Sócrates. Antístenes había sido uno de sus más fieles discípulos y le había seguido hasta su muerte. Antístenes, como después Diógenes, quisieron enseñar en el gimnasio de Cinosargos (“El perro rápido”), situado al sur de Atenas, pasando las murallas y el río Iliso. Por esa razón, y por sus escandalosas actitudes (dormía en una tinaja y se masturbaba en medio del ágora), a Diógenes comenzaron a llamarlo el Perro, o “perruno”, kynikós, nombre que después se extendió a sus seguidores. Diógenes Laercio (VI 46) cuenta que una vez los asistentes a un banquete, para molestarlo, le arrojaron los huesos sobrantes de la comilona, y él, como debe ser, les correspondió meándoles encima. Por supuesto que este “Sócrates enloquecido” (mainómenos), como le llamó Platón (D.L. VI 54), tampoco creía en la existencia de la justicia ni la validez de las leyes. Es lo que quería significar cuando se declaraba kosmopolítes.

Las doctrinas de Diógenes, y de la escuela cínica en general, ejercieron profunda influencia en los primeros estoicos, al punto de que algunos como Fish y Aalders hablan de una “tradición cínico-estoica”. Plutarco, en su tratado Acerca de las virtudes de Alejandro, cuenta que Zenón de Citio, fundador de la Estoa, escribió en su República que “no somos ciudadanos de Estados y pueblos diferentes, separados por leyes particulares, sino que debemos considerar a todos los hombres como paisanos y conciudadanos” (SVF. I 262). Cuando Zenón escribió su República a finales del s. IV a.C., hacía unos sesenta años que Atenas había perdido su libertad en Queronea y sus habitantes, de haber sido ciudadanos libres, se habían convertido en súbditos del vasto imperio legado por Alejandro. La antigua polis clásica de Sócrates y Platón se diluía ya entre recuerdos que solo suscitaban emociones de nostalgia y desarraigo.

A modo de conclusión: anomia y desarraigo

Es en este contexto que debemos entender el surgimiento y desarrollo de la doctrina del cosmopolitismo. Nacido a la sombra de la expansión de la polis, pero también al calor del debate y el revisionismo filosófico, de la reflexión sobre el sentido de la justicia, el kosmopolítes es hijo de un tiempo signado por la crisis de la ciudad y el desplome de las fronteras. Un sentimiento de libertad y fraternidad universal dibuja la cara luminosa de un astro cuyo lado sombrío se oculta en el desarraigo y la anomia. Tal vez el ser de todas partes implica no ser de ningún lado. Quizás el no tener ley conlleva ser esclavo de uno mismo.

 


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