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Uno de los más impresionantes motivos literarios que nos ha legado la literatura griega es sin duda el de la katábasis, “el descenso a los infiernos”. El nombre es un compuesto derivado de la preposición katá (“abajo”) y el sustantivo básis (“marcha”, “acción de ir”). Katábasis es, simplemente, “el descenso”, “la bajada”, pues quién puede dudar de que la bajada por antonomasia es la que nos lleva a la última morada. La katábasis, en tanto que motivo literario, ha sido estudiada por Ángel Vilanova en su Motivo clásico y novela latinoamericana (Mérida, 1992). Por lo demás, hay que entender que el infierno, tal y como nos lo enseñaron a los cristianos, dista bastante del infierno que imaginaron los antiguos griegos. En principio, la palabra “infierno” no es de origen griego, sino que proviene del latín infernus, que significa “lugar inferior”. Los griegos, así como imaginaron su infierno de otro modo, también lo llamaron de otra manera. El Tártaro es, en la Teogonía de Hesíodo (vv. 119 ss.), la región más profunda del cosmos. En realidad, precede a Gea, “la tierra de ancho pecho”. Antes del Tártaro solo existía el Caos. Su distancia desde la tierra es tanta como de la tierra del cielo. En efecto, si lanzáramos un yunque de bronce desde la tierra, tardaría “nueve noches con sus días en caer” (v. 722) y solo al décimo se estrellaría contra el Tártaro.
La terrible Mansión de Hades
Pero no es en el Tártaro donde moran los muertos. Bastante más cerca de la superficie se encuentra la Mansión de Hades. Hesíodo (Teog. 455) cuenta que Hades era hijo de Crono (el Tiempo) y Rea, por tanto hermano de Zeus y Poseidón. Cuando éstos vencieron a los Titanes procedieron a repartirse el mundo: a Poseidón le correspondió el mar, a Zeus el cielo y la tierra y a Hades le tocó el infierno. Los mitógrafos no terminan de ponerse de acuerdo sobre la geografía del más allá, y es natural, pues nadie que lo haya visto puede volver para describirlo, o casi nadie, como veremos.
Al contrario de nuestro infierno, parece que el reino de Hades era un lugar frío y oscuro, siempre cubierto por una espesa niebla. Dicen que su entrada estaba antecedida por un río, el Aqueronte, que solo podía cruzarse en la canoa de un tenebroso barquero, Caronte. Del otro lado el Can Cerbero, el temible perro de tres cabezas y cola de serpiente, guardaba la puerta, encargado de que nadie pudiera salir. Las pocas veces que algún gran poeta se atreve a hablar de Hades (Homero, Hesíodo, Esquilo y Ovidio se atrevieron), lo describe como un rey despiadado que no permite a sus súbditos volver al mundo de los vivos. Como es de imaginar, los griegos evitaban en lo posible nombrar a Hades, cuyo nombre significa “el invisible”. Si lo hacían, era con eufemismos para no irritarlo, como Plutón (“el rico”), aludiendo a las riquezas de la tierra.
Odiseo y otros antiguos
La katábasis más famosa es sin duda la de Odiseo. En el canto XI de la Odisea, la célebre Nékuia, el héroe cuenta cómo tuvo que bajar a la Mansión de Hades a preguntarle al adivino Tiresias el camino para volver a Ítaca. Haciendo sagradas libaciones para poder subir de nuevo, Odiseo desciende al país de los muertos, donde Tiresias le explica el camino a casa. Odiseo se encuentra también con amigos y compañeros que han muerto en la guerra de Troya, con los que llora y comparte tristes palabras; pero ningún encuentro es tan doloroso como el de su propia madre, a la que había dejado viva en Ítaca y cuya muerte ignoraba. Odiseo sorprendido le pregunta por qué ha muerto, y Anticlea le responde: “fue mi pena por ti, mi Odiseo, por tu recuerdo y tu regreso lo que acabó con mi vida” (Od. XI 203). Entonces el héroe quiere abrazarla pero no lo consigue: “tres veces intenté abrazarla y tres veces, como un sueño o una sombra, escapó de mis brazos” (Od. XI 207-208).
Odiseo no será el único héroe griego en conocer la Casa de Hades. Heracles, Teseo y Orfeo compartirán con él la tremenda experiencia. Según Ovidio en el libro IX de las Metamorfosis, Heracles, en un rapto de locura inducida por Hera, mató a su esposa Deyanira y a sus hijos. Desesperado por expiar su crimen, acude al oráculo de Delfos, donde la Pitia le ordena diez trabajos imposibles si quiere pagar sus culpas. El último de ellos es bajar a la Mansión de Hades y raptar al Can Cerbero. Heracles tuvo que iniciarse en los Misterios de Eleusis para saber cómo ir y volver del más allá. Teseo por su parte bajó por acompañar a su fiel amigo Piritoo, quien pretendía raptar a Perséfone, la esposa de Hades. Así lo cuenta Plutarco en su Vida de Teseo. Hades entonces les tendió una trampa: les invitó a comer e hizo que se quedaran pegados a sus asientos. Solo Heracles, cuando estuvo allí, pudo rescatar a Teseo, pero Piritoo tuvo que quedarse en el infierno para siempre.
La historia de Orfeo es la más triste de todas: cuenta Ovidio en el libro X de sus Metamorfosis que Eurídice y Orfeo se amaban y eran felices. Un día Eurídice fue picada por una serpiente y murió, y fue tal el sufrimiento de Orfeo, tan tristes las canciones que cantaba tratando de apaciguar su tristeza, que los dioses se conmovieron y le permitieron bajar a la Casa de Hades y volver con Eurídice. Hades accedió con una condición: que no volteara a mirarla hasta que ambos estuvieran ya en la superficie. Al comienzo todo iba bien, pero a mitad de camino Orfeo fue tentado por la duda. Dicen que consumió sus días cantando tristes canciones, retirado en la soledad de los montes y negado a estar nunca más con otra mujer. Fue por eso que las ménades y las bacantes, muertas de celos, lo destrozaron con sus propias manos, según cuenta Esquilo en Las Basárides, una tragedia hoy perdida.
En Roma, la hazaña de Odiseo, Heracles, Teseo y Orfeo fue emulada también por Eneas, como dice Virgilio en el libro VI de su Eneida. A Eneas, que vagaba por el mediterráneo después de la Guerra de Troya, se le apareció el alma de su padre Anquises, quien le rogó que fuera a verlo en el Averno, que es uno de los nombres que los romanos daban al reino de Hades. Con ayuda de la Sibila de Cumas, Eneas bajó al reino de los Muertos, donde Anquises le mostró la grandeza futura del pueblo que Eneas habría de fundar: Roma. Queda claro que en el infierno a los muertos les dejan hacer propaganda política.
Katábasis hispanoamericanas
No creamos que los antiguos fueron los únicos con el privilegio de poder entrar y salir del infierno. No olvidemos, desde luego, al Inferno de Dante. Entre los nuestros, recordemos que en Pedro Páramo (1955) Juan Preciado viaja hasta Comala en busca de su padre, solo para descubrir que se trata de un pueblo habitado por espectros. También en el “Informe sobre ciegos”, Fernando Vidal Olmos, uno de los personajes centrales de Sobre héroes y tumbas (1961), se pierde en una maraña de túneles que son como una reproducción subterránea e infernal de Buenos Aires. El extravío del personaje es físico, pero también metáfora de su perdición existencial y la de la humanidad toda. También en nuestra Cubagua (1931), novela tan breve como compleja, el doctor Leiziaga desciende a un inframundo bajo la isla, donde la princesa Erocomay, rodeada de sombras, celebra ritos indígenas al son de arcanos areítos. Novela pionera a la que la crítica hizo poca justicia, Enrique Bernardo Núñez teje un complejo zurcido de tiempos y espacios en los que se confunden el mito con la historia, el petróleo y las perlas, los vivos con los muertos.
Tampoco pensemos que el relato de la bajada a los infiernos es patrimonio exclusivo de la literatura, pues también se conservó en el pensamiento mítico y la oralidad popular. En Mitos, leyendas y cuentos guajiros (1973), Ramón Paz Ipuana refiere la leyenda de Ulépala. La mujer de Ulépala fue devorada por un tigre, por lo que se convirtió en un espíritu errante, un Yolujáa. En su afán por recuperarla, Ulépala siguió a su mujer hasta Jepira, la isla en medio del mar, el paraíso de los guajiros muertos. Allí esperaba el momento de volver con ella al mundo de los vivos. La isla era agradable y los muertos se mostraban afectuosos con él, en especial los parientes de su esposa. Sin embargo, Ulépala impacientaba por el regreso. Un día, no pudiendo esperar ya más, se las arregló para seducir al fantasma de su mujer. Ella, en medio de la cópula, le decía: “Hombre mío, te has apresurado, y por este acto me perderás para siempre”. Entonces Ulépala vio con horror como el cuerpo de su mujer se desvanecía y su semen derramado en la tierra se convertía en una mariposa blanca.
***
Bajar y volver de los infiernos. Tras los viejos relatos de katábasis subyace la más íntima de las aspiraciones del hombre, el más profundo de sus deseos a la vez que de sus temores: vencer a la muerte. Un anhelo al que literatura y religión dieron distinta respuesta.
Mariano Nava Contreras
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