José Rafael Pocaterra, cronista de la gripe española

30/03/2020

Una crónica basada en las Memorias de un venezolano de la decadencia nos acerca a la Venezuela de 1918, cuando la gripe española hacía estragos y el hombre fuerte se refugiaba en su escondite, mientras la gente moría de mengua. Un relato para tiempos de pestes y dictaduras.

Sala de gripe del hospital Walter Reed. Circa 1918. Fotografía de Harris & Ewing | Library of Congress

Cuando nadie se lo esperaba, la peste vino a empeorar las cosas. Como si el fin de la Gran Guerra en Europa no hubiera dejado ruinas. Como si con Gómez no fuera suficiente para Venezuela. La gripe española se propagaba por todo el mundo y de inmediato ocupó las páginas de la prensa opositora que, a pesar de estar censurada, no dejaba de circular de forma clandestina. En Caracas se editaba y se imprimía Pitorreos, el periódico que ridiculizaba con sátiras al gobierno. Uno de sus socios y principales escritores, José Rafael Pocaterra, concibió la pandemia como un nuevo flanco para contrarrestar a la tiranía que huía de la mortífera influenza, nacida en un campamento militar de los Estados Unidos.

Pero Pocaterra no se burló como solía hacerlo la línea editorial del periódico dirigido por Francisco Pimentel, también conocido bajo el seudónimo de “Job Pim”. Denunciaba el abandono de Gómez hacia el país. “El amo de los venezolanos, el ‘hombre fuerte y bueno’, que ama a sus compatriotas y tiene tres lustros sacrificándose por ellos, huyó a refugiarse en su caverna, estableciendo prevenciones ridículas”, escribió en las Memorias de un venezolano de la decadencia, que publicó años más tarde. Maracay, la ciudad elegida por el dictador como sede de su poder, no estuvo exenta de la gripe española. Allá murió su hijo Alí y, según el testimonio de Pocaterra, el tirano ni siquiera quiso verle por temor al contagio.

En Caracas la peste hizo desastre. Una mañana, a mediados de octubre, llegó a La Guaira y allí empezó la gira nacional. “Un caso, dos, tres, seis, cien. Sobre la capital cayó como una niebla. La ráfaga barrió implacable desde los extramuros hasta el centro”. Muertos y enfermos, un cuadro oprimido, signa los testimonios de los cronistas de la época, siendo, el de Pocaterra, el relato que más nos aproxima al momento, tal vez por sus descripciones tan vivas y grotescas. El frío de noviembre facilitó el contagio y ante el arribo de la gripe a los valles de Aragua, el general Gómez salió disparado a San Juan de los Morros.

La tribu familiar lo siguió, entre ellos su hermano Juanchito, entonces gobernador del Distrito Federal: “El ‘héroe de diciembre’, por falta de abnegación rudimentaria, de noción de responsabilidad, con mayor miedo a las toses que ahogan a los tiros que oró siempre desde lejos, voló a refugiarse en una aldea de aguas sulfurosas que está ante el abra de los llanos”.

En Caracas los gomecistas también se enclaustraron. Victorino Márquez Bustillos, presidente de la república desde 1914, se mudó a Los Dos Caminos, temiéndole más al tirano que a la pandemia. La capital era presa de la represión, sobre todo hacia las obras pías que atendían a los contagiados. El miedo a perder el poder era el móvil de sus armas.

Delgado Briceño y Pedro García estaban ciegos de poder. Su inquisición no discriminó entre conspiradores y castos. En tiempos de caos, todos son culpables. Persecuciones infantiles, acusaciones sin sustento y sospechas baldías llevaron a una anarquía local. Pero el orden impuesto por el Benemérito no era desobedecido. El Estado vivía de la disciplina que se impuso por la fuerza contra los caudillos. Recluido en Guárico, sin recibir a nadie ni regresar a su morada en Maracay, su palabra seguía siendo ley. Sus designios tampoco tardaron en escucharse en la sede de Pitorreos y hasta allá llegaron las inculpaciones. Los escritores estaban en cama. Los cajistas trabajaban solos en las ediciones. También hubo aquellos que más nunca se levantaron: los poetas Carías, Ríos y Gorrondona, asiduos colaboradores.

Entre las asechanzas policiales, también cundía la corrupción y la miseria. La junta recaudadora se peleaba con la gobernación por los bolívares colectados. El celador del cementerio hacía su agosto con la profanación: “Desenterraba los muertos ricos para revender las urnas, que, como artículo de primera necesidad, estaban por las nubes”. Sin leyes y sin gobernantes, el país se hundía en la decadencia. Alguien tenía que dejar registro. Pocaterra apunta que la indiferencia gubernamental era tal que “¡No se les vio en una obra de caridad, en una recaudación pública, en el ejemplo vivo que hasta el último limpiabotas daba llevando víveres y medicinas por los vecindarios!”. La gripe mataba a los buenos y no a los canallas.

Tal vez, de esa sociedad corrompida salió Panchito Mandefuá, su célebre personaje. Ejemplo de sensibilidad como forma de denuncia, que conmueve con su historia y realza los valores y principios que parecen perderse: “Este conjunto de circunstancias hizo erguirse la vieja Caracas, que halló en sí misma recursos y que vio a todas sus clases en una comunión sagrada, desde el licenciado Aveledo hasta Juan Nadie, arrojarse valientemente a socorrer a los hermanos en desgracia, sin temor al peligro común”. Los universitarios lideraban las obras pías, las labores sociales, las cruces rojas filantrópicas ultrajadas por la tiranía. Todos sin poder estudiar, ya que la Universidad Central estuvo clausurada desde 1912 hasta 1923.

“Un grupo de niñas valerosas abrió un local y púsose a la obra de preparar medicinas y organizar servicios de alimentación. Mientras Caracas alimentaba y curaba y hasta remitía dinero y recursos para otras poblaciones del interior atacadas ya por la epidemia, Gómez, sus familiares y sus jenízaros engullían en San Juan de los Morros tajadas de buey y esperaban los periódicos de la capital, previamente desinfectados, para enterarse de los ‘muérganos centrales’ que se iban muriendo”. Generaciones marchitas, sin florecer, con grilletes que se soldaban por doquier. Esos eran los tiempos turbulentos del general Gómez.

Un día de noviembre de 1918, Pocaterra se anotó junto a 15 estudiantes en las jornadas sociales que realizaban para atender a los contagiados de la gripe española en Caracas. La experiencia le permitió vivir en primera persona una realidad desconocida en la urbanidad caraqueña, la miseria del gomecismo. El recorrido empezó en el Dispensario de la Cruz Roja en Tienda Honda, que era administrado por el Consejo Central de Estudiantes. Un bunker de medicinas y víveres para repartir en las adyacencias del centro capitalino. Varias zonas todavía conservan sus nombres. Otras ya no. Agua Salud, Catia, Guarataro, Santa Rosa, Sarria y Pagüita eran algunos de los más de 40 sectores beneficiados con la caridad universitaria. 17 automóviles se despachaban del dispensario para suministrar los recursos.

Dice Pocaterra que era una obra de muchachos acomodados, que decidieron tender la mano a los menesterosos, muertos de hambre y de enfermedades: “Se tendrá una idea de lo que significan los estudiantes de Caracas en la actual epidemia al constatar que ellos tienen a su cargo el reparto de víveres, la asistencia médica y el despacho de fórmulas a domicilio (…) Y cuando ocurre alguna defunción en uno de estos lugares y se solicita auxilio, parte inmediatamente un automóvil con la urna respectiva, que se fabrica en la carpintería de la esquina de La Palma, y que se envía del mismo modo que el carro mortuorio especial”.

Las condiciones que hallaban eran diversas, pero todas infrahumanas. Escenas que luego recreó en algunos de los relatos que conforman el volumen de Cuentos Grotescos publicado en 1922. De las casuchas sacaban banderitas, y así sabían quién necesitaba. Era la señal de auxilio. Comparó el arte y la literatura europea con la realidad venezolana: “(…) rostros de pena, de hambre, de demacración; rostros que habíamos visto sólo en el Greco, en Goya, en los aguafuertistas alemanes del siglo XVI o en aquella procesión del hambre y de la peste que trazó la mano tremenda de Gustavo Doré; obreros cruzados de brazos, junto al taller abandonado, pálidos como espectros, llenos de fiebre, de vergüenza, de ansiedad”.

Incredulidad, ironía, desprecio y amargura también hallaban. Pero los muchachos no se molestaban tampoco. Entendían que habían sido engañados y ultrajados. “(…) comprendo la sorpresa dolorosa de esos muchachos, su buena fe maltratada y admiro más todavía que eso no influya para desanimarlos (…) Esas amarguras de la hez tienen su origen, nacen y brotan del terreno agrio, infecundo y torpe de la educación”. En otra casa conversa con un hombre honrado. Un herrero conocido en la zona que esperaba junto a sus tres hijos pequeños:

—A mí me da vergüenza señor —y tenía los ojos llenos de lágrimas rabiosas contra el destino—. Estoy solo, la madre está en el hospital. Me dicen que ha muerto. Usted ve: yo no podía tenerla aquí, grave. Deme algo, présteme algo, para esta tos que me va a matar a las criaturitas, para mí…, ya que ella habrá descansado de esta pobreza. Yo trabajaré, yo les pagaré algún día. Un Hiero, cualquier cosa de automóvil…

Durante el trayecto hacia Caracas, no paró de llover. Calles desoladas, abastos y casas cerradas. Un par de sujetos con sobretodos hablando sobre la guerra que terminaba en Europa. Indiferentes al hambre de la montaña que acaba de ver. Eran dos realidades desconocidas mutuamente. Al pasar por Santa Teresa, la sombra del gran muro amarillo lo sacó del velo que traía. La Rotunda se ubicaba en la actual plaza La Concordia. Allí, sin alimentos ni medicinas, sus condenados, con grillos entre 40 y 60 libras, recibieron la muerte, pero ella pasó de largo. No les dio el lujo de llevárselos consigo. En unas cuantas semanas el mismo Pocaterra lo certificó, al ingresar como prisionero en enero de 1919.

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Los fragmentos, datos y referencias de este relato se encuentran en el capítulo XIX de Memorias de un venezolano de la decadencia, testimonio escrito por José Rafael Pocaterra.


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