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John Connolly: Todo lo que está descolocado

Retrato de John Connolly por Bill Smyth.

18/01/2021

En 1999, la publicación de Todo lo que muere de John Connolly, originariamente lanzada en Gran Bretaña, conmocionó a los más curtidos lectores del género criminal.

Galardonada con el Shamus Award de 1999 y declarada libro del año por Los Angeles Times, Todo lo que muere era un bocado difícil para estómagos débiles. 

Desde su prólogo, anunciaba una violencia brutal, dinamizada a través de un lenguaje recio, minimalista, sin temor a lo poético. 

Se había producido un salto cualitativo del policial clásico al imbuirlo de un estremecedor aliento de terror sobrenatural, con un detective tan sui géneris como Charle Parker.

En ese prólogo, del que después diría que se atrevió porque era muy joven —tenía 26 años cuando perpetró ese primer libro—, pegaba distintas imágenes sobre un lienzo que espejeaba el despedazamiento real de su familia. 

Fragmentos del relato del protagonista narrador, dentro de su auto de un frío sepulcral —porque prefiere dejar el aire acondicionado al máximo a pesar del frío de afuera, para que la baja temperatura lo mantenga alerta—, con la radio bajita, antes de cruzar la frontera de Massachusetts después de la tragedia. Trozos de su evocación de lo ocurrido in situ roído por el sentimiento de culpa y el deseo de venganza —pero también por el ansia de redención que Connolly privilegiará en todos sus libros—, de los asesinatos visceralmente detallados hasta lo insoportable. Astillas del minucioso, seco e impersonal informe forense. 

Y de la funesta noche en que Charlie salió a beberse un trago después de una pelea conyugal, y ebrio regresa a casa muy tarde para encontrar desolladas a su mujer y a su hija, de tres años, y la piel de sus rostros cortados y robados por un psicópata y asesino serial. 

“Tenía la coartada de un borracho: mientras alguien me arrebataba a mi esposa y a mi hija, yo bebía bourbon en un bar. Pero aún aparecen en mis sueños, a veces sonrientes y hermosas como eran en vida y a veces sin rostro y ensangrentadas como las dejó la muerte; me hacen señas para que me adentre aún más en la oscuridad donde se oculta el mal y no hay lugar para el amor, adornada con millares de ojos ciegos y los rostros desollados de los muertos”.

Prosa rica. Rigurosa. En la estirpe de ese otro irlandés John Banville/Benjamin Black. 

 

Todo lo que muere…

 

Hay una raíz amarga en esta novela que respirará en todas sus páginas, desde el inicial epígrafe del poeta John Donne: “Porque soy todo lo que muere…/y heme aquí reengendrado. /De ausencias, sombra, muerte, cosas/que nada son”.

Decía Rilke que lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar. Y lo siniestro, según un filósofo, aquello que, debiendo permanecer oculto, se revela.  

Con Connolly ocurre así. El hombre se ha tragado toda la novela negra que encontró en su camino, especialmente la salida de California en las décadas de 1920 y 1930, y particularmente lee a James Lee Burke —“el mejor escritor de novela negra vivo”— y Ross Macdonald —“el mejor de los escritores que ya se encuentran en el otro mundo”—, entre otros. 

Connolly nació en Dublín en 1968, se licenció en filología inglesa en el Trinity College e hizo su maestría en Periodismo en la Dublín City University, pues lo único que quería —confesó alguna vez— era leer y escribir. Y eso hizo en The Irish Times algún tiempo como periodista a tiempo completo. Hasta la noche de Navidad de 1997, cuando después de una llamada rutinaria a la policía, le informan de un asesinato, se desplaza al lugar y se encuentra con que el cadáver corresponde a una joven que parecía bella, aunque tenía el rostro desfigurado y era difícilmente reconocible. 

Este tipo de crímenes no son usuales en Irlanda. Más tarde se supo que era extrajera y había llegado a Dublín para ejercer la prostitución. Como desconocían a qué se dedicaba, todos se volcaron a ella. Pero en el momento en que se supo que vendía su cuerpo, hubo un rechazo total, y pasó de víctima a culpable. 

Y según Connolly, fue esta historia y el comportamiento de una parte de la sociedad dublinesa lo que hizo que se diera cuenta en ese momento, de que tenía que tomar partido. Y lo hizo por la joven más débil. Fue el origen de Charlie “Bird” Parker, a quien bautizaría así en honor al legendario y genial saxofonista y compositor estadounidense de jazz.

Evidentemente, ya Connolly estaba volando sobre los cables. Abandona The Irish Times. Y un remolino de lecturas, entre ellas todos los libros de Stephen King —de quien todos saben era ferviente admirador— y algún desencuentro interior con su Irlanda de origen, lo empuja asaltar al otro lado del Atlántico e ir a dar a la ciudad de Portland, Maine —donde vive Stephen King— y donde, además de un mal poema, comenzara a escribir el famoso prólogo del que hablamos, que tarda dos años en terminar, durante los veranos en que trabaja de camarero. Luego de tres años, sin salirse del más clásico noir del linaje de Chandler, Dennis Lehane o Ross MacDonald —su principal influencia en el contacto con lo sórdido, su pesadilla fatalista y su realismo áspero “como para prender un fósforo”—, ultima Todo lo que muere

Estamos en territorio de lo fantástico

Connolly ha saltado la línea roja.

 

Y en la oscuridad moraremos…

 

Los académicos lo denominan “hibridismo textual”. O en cristiano, se han rozado dos organismos de distinta especie y han generado una progenie. Mucho después de haberse convertido en eso tan despreciable en el pasado que es un auténtico best-seller, Connolly prefiere llamado “novela de misterio”, porque le amplía el panorama y así puede incluir lo que le fascina desde la cuna: lo sobrenatural. 

Lo que le convierte en rara avis. Como su engendro. Aunque tenga antecedentes perfectamente ubicables. Comenzando por el propio Edgar Allan Poe en su matemática tiniebla y en su afán de compatibilizar la introspección de la mente con el “terror del alma”. 

O allá, por 1800 y pico, Wilkie Collins y su La piedra lunar, de los primeros libros considerados novela policiaca y que basa gran parte de su emoción en los supuestos poderes sobrenaturales de una maldición. O el autor que más le viene a la mente a uno, William Hjortsberg, este sí de 1988, y su magnífica Corazón de ángel, que enfrenta a un duro detective privado de Nueva York contra un adversario temible en una pesadilla diabólica de vudú y magia negra —origen, por cierto, del estupendo thriller psicológico Angel Heart con Mickey Rourke y De Niro—. 

O, vengámonos más acá: Daniel Hecht y su parapsicólogo Cree Black. O, en fin, Michael Gruber, su Trópico de la noche y su detective de Miami, Jimmy Paz, con su serie de misterios relacionados con la brujería africana. Pero como dijimos antes, Connolly es otra cosa. Basta con sumergirnos en su sonora y bella prosa para entender la dimensión de su afortunado acierto.  

Casi todas las editoriales de Inglaterra rechazaron Every Dead Thing. A aquel joven bisoño se le había ocurrido enviarles 76 sobres con ¡únicamente los tres primeros capítulos! Y lo patearon. 

“Aunque enormemente frustrante —ha dicho por ahí—, fue un momento muy liberador, porque si no tienes a nadie diciéndote ‘lo publicaremos si haces esto’, si sólo tienes un agente que te diga ‘en realidad has metido la pata aquí porque todos lo han leído y ahora no lo quieren, pero a mí me gusta y debes seguir este camino y ver hacia dónde va’, pues bien, como digo, es un momento liberador”.

Ningún personaje es decorativo. Todo está planeado, todo encaja. Quizás los detalles de la intriga se olviden, pero la simetría que han creado es enfática. Cuando después de su expulsión de la policía, su antiguo jefe le pide que investigue la desaparición de Catherine Demeter, lo que conducirá a “Bird” al deprimido sur profundo estadounidense, volverá a encontrar el rastro del “viajante”, y entre las sombras del pantano de Lafayette, un nocturno de Chopin y el tintineo de un carillón, ocurrirá el primer coqueteo con lo sobrenatural.

Ocho años después, publicará El poder de las tinieblas, esa combinación del cuento de hadas con el thriller del que emerge un “Bird” todavía más oscuro. 

—“Había estado leyendo en ese momento a los Hermanos Grimm—declaró a Ali Karim en January Magazine, en 2003—, supongo que tratando de hacer conexiones entre los cuentos populares sombríos y la ficción criminal, ya que ambos cumplen el mismo propósito. Los cuentos populares oscuros permitieron a las personas lidiar con los aspectos más oscuros de sus vidas de una manera diferente. De manera similar, la ficción criminal nos permite enfrentar los temores modernos”. 

Tras la que vendrá uno de sus más negrísimos libros negros, El ángel negro, en el que, desde el epígrafe del más grande teólogo cristiano, Orígenes, se desplegará en forma el mítico universo de Charlie Parker: “Nadie puede conocer el mal si no ha comprendido la verdad sobre el llamado Demonio y sus ángeles”. Cuyo estudio, por el andaluz Francisco Álamo —Novela criminal e hibridismo genológico— escarba sus raíces en los libros apócrifos que relatan la rebelión de los ángeles, para convertir su serie de asesinatos en un capítulo más del enfrentamiento entre Dios y Lucifer.

Que es en esencia la gesta de Parker.

Donde no prevalece siempre el bien y los horribles sacrificios que perpetran los “creyentes” actualizan el Libro de Enoc, tras la trama básica de la búsqueda por él y Louis y Ángel, sus dos encantadores y mortíferos amigos —el primero, un negro culto y elegante, asesino profesional atormentado y asolado por su pasado, y el segundo, su pareja, un expresidiario e igualmente un asesino peligroso—, que componen un dúo con un peculiar sentido de la justicia y la venganza. 

A partir de El ángel negro hará vibrar un diapasón trágico que se expandirá en Los atormentadosLos hombres de la guadañaLos amantes Voces que susurran… 

Y se realizaría una transposición contemporánea del mito de los “ángeles caídos” (Isaías, 44) por medio del texto apocalíptico de Enoc, y el misterio del Sheol o morada de las almas de los muertos en la tradición judía, los hijos de los hombres, a lo que habría que añadir una terrible denuncia de los opresores y reyes de la tierra y su apocalíptico exterminio final, desde donde Charlie organizará su particular visión de la maldad y de la crueldad humanas.

A partir de este momento, al tiempo que el límite entre lo policiaco y el terror se hace más débil, en Parker se pondrá más de manifiesto su sentido de redención. Le reclamara una cuota de sacrificio —o inmolación— de igual o mayor dimensión a la de su despiadada cruzada de venganza y de muerte. 

Para Parker, en este mundo, la única posibilidad de justicia sea humana o divina —dada la maldad connatural del hombre imposible de erradicar—, es el exterminio de quienes la encarnan y la practican. “El pasado se esconde en las tinieblas de nuestras vidas y tiene una paciencia infinita, a sabiendas de que todo lo que hemos hecho y todo lo que hemos dejado de hacer, regresará sin lugar a dudas para en el último momento atormentarnos”. 

—Existen personas —advierte “Bird”— cuya mirada debe eludirse, cuya atención no debe atraerse. 

“Un vistazo fortuito, la momentánea persistencia de una mirada, basta para darles la excusa que buscan. A veces es mejor mantener la vista fija en el reguero de la alcantarilla por miedo a que, en caso de levantarla, nuestra mirada se cruce con la de ellos, como formas negras recortándose contra el sol, y nos cieguen para siempre”.

Hasta la aparición de John Connolly, en el filamento de la novela negra, al contrario de lo que ocurre con los libros de fantasía o de ciencia ficción, a ningún autor se le ocurrió crear un fabuloso mundo aparte. 

En una de sus últimas entregas, La canción de las sombras, Charlie Parker deja claro lo que cree: muchos crímenes se cometen por la maldad de cometerlos. 

 

Entre la redención y el disparo

 

Llegados a aquí, al meollo de su vida oscura, Charlie busca redención. No es el detective nihilista, sin esperanzas, de la clásica novela de crímenes. “Debido a que mis libros han seguido esta trayectoria de pecado y luego arrepentimiento, seguido de la salvación por la redención, parece natural que no tengan una visión nihilista de la vida”, ha razonado Connolly.  

Librarse de la obligación del dolor, la adversidad y el vejamen es connatural en “Bird”. Y se irá dulcificando, frente al dolor inmisericorde infligido por las fuerzas del mal, ma non troppo: siempre será mortífero, aunque con controlada armonía. Como en Perfil asesino, novela partir de la cual Connolly comenzará a incrementar lo grotesco en sus villanos. 

“De pequeño —ha dicho— me fascinaban los bichos malos que, como los de Bond de Ian Fleming —Mr. Big, el Blofeld de Christoph Waltz, Dr. No, Auric Goldfinger o el Robert Carlyle de Sean Bean—, tenían una horrible presencia física, en la que la corrupción moral de alguna manera se manifestaba”. 

Como el Stritch de El poder de las tinieblas. O el del predicador loco Aaron Faulkner y su secuaz, Elías Pudd, el amante de los insectos en Perfil asesino, con la que el personaje de Charlie Parker ganó un Premio Sherlock, o uno de sus personajes sui generis definitivamente, “El Coleccionista”, quien al definirse a sí mismo define esa oscurísima y podrida hebra religiosa que continuamente late sorda.

“No soy un simple asesino: soy un instrumento al servicio del Ser Divino. Soy el asesino de Dios. No toda su obra es hermosa. […] Yo existo entre la salvación y la condenación. Suspendido, si lo prefiere: un hombre oscilante”.

O el golem, sacado por Connolly del misticismo judío: “Tengo un estante en mi biblioteca dedicado a cosas como demonología, mitología, brujería, y esas áreas de lo sobrenatural”. Concibiendo entonces esta última novela como el final de la trilogía Parker y en la que todos debían morir. 

Era su final original. Con Charlie llevando su guerra al siguiente mundo, “como el Tamburlaine de Christopher Marlowe, con las palabras ‘pondré banderas negras en el firmamento’, lo cual creo es una imagen maravillosa”.

Pero, había demasiados elementos con los que quería seguir y El camino blanco se materializó como lo hizo, sacando a Parker de Maine y mandándolo a la culta y llena de historia Carolina del Sur —un estado en que 34 iglesias negras fueron incendiadas en la última década—, en uno de los libros más antirracistas que hayamos leído, y cuyo título fue extraído de los versos de La tierra baldía de T.S. Eliot. 

 

Dublin, Maine y Stephen King

 

Connolly, como dijimos, es de Dublín, Irlanda, donde se sabe que desde finales del XVIII la “novela gótica” gozó de su máximo esplendor. C.R. Maturin, autor de Melmoth el Errabundo, que culmina en 1820 la tradición de la novela de terror clásica, era dublinés. Y además se casó con la madre de Jane Wilde, a su vez madre del extravagante e ingenioso Oscar Wilde, autor de la célebre novela de terror fáustico El retrato de Dorian Gray, dublinés al igual que Sheridan Le Fanu, el creador del Tio Silas, y en 1872 de Carmilla, la vampira lesbiana que 25 años después inspiró al también dublinés Bram Stoker la creación de su inmortal Drácula. 

Libro que Oscar Wilde consideraría la obra de terror mejor escrita de todos los tiempos, y que casi un siglo más tarde influiría en un joven Stephen King que, cuando ya parecía que se había dicho todo sobre los manidos vampiros, publicaría en 1975 esa joya que es El misterio de Salems’ Lot.

Y es desde esta desafiante tradición, que este hijo de una familia común del distrito Rialto, bajo aquel cielo gris y frente a un mar todavía más gris, comienza su iniciación, fascinado The Pan Book of Horror Stories y The Hammer Horror Film Omnibus —que todavía están en las estanterías de la casa materna, junto a su cama y que, curiosamente, antes de que vendieran y demolieran la casa, rescata de la biblioteca del abuelo sólo dos libros: la antología de Edgar Allan Poe y el magnífico policial Ojo con el sordo del maestro Ed McBain, y la única novela del género que su padre había leído.

A lo que se sumaría su curiosidad por la esencial disparidad entre la ley y la justicia; y más allá —católico irlandés al fin—, por la posibilidad de una justicia divina y sus consecuencias. Esto, tras leer la sentencia de su otro admirado escritor, William Gaddis, y el comienzo más citado de Su pasatiempo favorito: “¿Justicia? La justicia se encuentra en el otro mundo. En este lo que hay son leyes”. 

 

El mito Charlie Parker

 

A Maine, por ejemplo, lo elegí porque es muy similar a Irlanda: su paisaje y oscuridad, el invierno hostil y el bello otoño. Cada vez que escribo sobre ella la realidad me proporciona cosas aún más extrañas” —dice Connolly. 

Encuentra a los bosques aterradores. Si se leen los cuentos de hadas europeos, de los Hermanos Grimm, el miedo al bosque está ahí. “Los norteamericanos no tienen este temor, su concepción del mundo natural es diferente a las mía”.

Tras su quinta y una de sus mejores novelas, El ángel negro, los elementos sobrenaturales ganarán más importancia y las respuestas definitivas a lo que sucede a Parker, serán una explicación sobrenatural. Y el mayor suspense se encontrará en sus brillantes descripciones. 

Connolly había escrito Todo lo Que Muere, El poder de las tinieblas, Perfil Asesino y El camino blanco en un período de ocho años, cuando para de escribir. 

Algo se había roto dentro de él.

Entonces le ofrecen un contrato para escribir un montón de libros, y ello le hubiera dado la seguridad financiera a la que ansía todo escritor. Sin embargo, se da cuenta de que necesitaba detenerse, pensar acerca de lo que estaba haciendo. No firma aquel contrato y se toma dos años, experimenta con las voces, quiere ver qué tiene en su arsenal. Esos dos años le dan tiempo para pensar. Y es a lo largo de esos dos años, que surge la mitología de Charle “Bird” Parker.

“Quería provocar inseguridad. Incertidumbre. Quería sentir el dolor de Parker, su sensación de pérdida, de luto. Si los suyos han sobrevivido a este mundo quizá haya esperanza en un próximo libro… de reencontrarse”.

Y la saga que continúa: El ángel negroLos atormentadosLos hombres de la guadañaLos amantesVoces que susurranCuervosLa ira de los ángelesEl invierno del loboLa canción de las sombrasTiempos oscurosEl frío de la muerteLa mujer del bosqueA Book of Bones The Dirty South.

Con el tiempo, la adicción a Connelly se mantiene, y la pena de “Bird” se espesará, como la textura de la noche de La mujer del bosque, última pieza de la saga que hemos leído y en la que el último de sus adversarios, un tal Quayle, al observar a “Bird” desde la barra, lo retratará como es hoy. 

No, no le parece mayor cosa. Un parroquiano más: altura media, pelo grisáceo, y un cuerpo que no quiere rendirse a la flacidez de la mediana edad, al menos no sin luchar. Pero como luego descubrirá Quayle, es distinto visto de cerca. 

Y cito: “No se trataba de que un elemento concreto de su carácter destacara en la distancia corta, aunque Quayle estaba dispuesto a hacer una excepción con los ojos, que sugerían un grado de perspicacia inusual y ganado a pulso. Mirarlos directamente era como contemplar un juego de luz sobre la superficie del océano, su azul verdoso transmitía compasión, tristeza y un potencial para la violencia que, una vez desatada, no sería fácil de someter. Pero Quayle también creyó reconocer en Parker cierto aire sobrenatural, el sentido de alguien que tiene una aguda consciencia de lo inefable. Ya se había encontrado individuos así en el pasado, pero a menudo eran ascetas y, de manera esporádica, fanáticos. Parker, por lo que Quayle sabía, no era ninguna de las dos cosas. Era, sencillamente, muy muy peligroso”.

Y notamos un regusto a metal en el aire. 

En la garganta. 

Como con la llegada de una tormenta eléctrica. 

Y la repentina y desagradable sensación de horror vacui de no estar en todo. De tener el cuidado de asegurarnos, después de apagar las luces, de que las piernas están debajo de las sábanas. 

 


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