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¿Habrá un asunto más frecuentado por los historiadores contemporáneos que el de Hitler y su época? A una biografía “definitiva” del Führer, sigue una más “definitiva” todavía, y así. Escritores, gentiles y judíos, se han sentido fascinados por el misterio de este hombre quien, durante un tiempo, gracias a sus brillantes campañas militares, tuvo a Europa en su puño. Esta inquietante fascinación no tiene nada de nueva, por supuesto. Ya durante la década 1934-44, los “anni mirabili” de Alemania, un significativo sector de la élites occidentales sintió la atracción y seleccionó al extraño personaje como modelo. Y no es de extrañar, al fin y al cabo, Hitler fue capaz de levantar a Alemania, que ni siquiera era su país natal, de la más lamentable crisis y convertirla en la primera potencia política y militar de su tiempo. La solución al enigma Hitler, como ocurre con todo los enigmas, es tan improbable como tratar de atrapar una águila con las manos, mientras más se aprieta más rápido se escapa, en el símil utilizado por el san Jerónimo cuando hablaba de Job. La historia la escriben los que no pierden, y la imparcialidad no es uno de los atributos de los triunfadores. Algo que, aun con toda su elegancia, es uno de los mejores testimonios del período: Ich nicht (Yo no) publicado 2006, cuyo autor, Joachimn Fest (1926-2006) ya era de todos respetado por su escrupulosa, y por un tiempo “definitiva”, biografía de Hitler. Y luego archiconocido por su Der Untergang (El derrumbe), cuyo versión cinematográfica, estuvo protagonizada, de manera insuperada e insuperable por Bruno Ganz. No obstante, aun sin escribir una línea, Fest sería recordado por haber sido el editor del influyente Frankfurter Allgemeine Zeitung durante 1973-1993, años en los cuales su país conoció los estragos materiales y psíquicos del terror Baader-Meinhof (Fest, a pesar de su desconfianza de las izquierdas, se contaba entre los pocos amigos de Ulrike Meinhof). Además, le tocó participar activamente en las discusiones de la Historikerstreit, en la cuales le tocó enfrentar al formidable Jürgen Habermas. Mucho es lo que queda de esta actividad periodística que no será olvidado. Como su difundida entrevista a Hanna Arendt, con motivo de la publicación de Eichmann en Jerusalén. Fest es un ilustre representante del lado mejor de la psique alemana, el sector apolíneo, que se ha opuesto a la tendencia irracional, dionisíaca, del otro lado de la mente teutona, una prolongación de la oscura mitología nibelunga. Una de las manifestaciones más preocupantes de lo que llamo el “Síndrome Goethe” es, efectivamente la deriva irracional del alma alemana, coqueteando con los bordes del abismo cada vez que olvidad, o dejan de lado, el llamado a la luz y la racionalidad que el autor de Fausto no se cansó de aconsejar a sus compatriotas.
Joachim Fest fue un testigo privilegiado de los oscuros años de la Alemania nazi. Su padre, prusiano, aristocrático y profesor de secundaria, había servido durante la Primera Guerra y, después de la derrota, formó parte de los grupos políticos que defendieron la República de Weimar. El que sería el primer experimento republicano germano, acosado por una izquierda en principio violenta y más tarde estalinista; lo mismo que por la derecha en todas sus expresiones. El caso de la República de Weimar es el más lamentable: una democracia necesitada por todos, pero querida por nadie. Una situación que pudo aprovechar Hitler para ascender democráticamente al poder, lo cual, como sabemos, no es ninguna garantía. El viejo Fest contempló indignado aquel suicidio colectivo, animado incluso por figuras tan alertas como Thomas Mann. Dice Joachim:
Para él, Thomas Mann había perdido todo crédito con sus Consideraciones
de un apolítico: “Este libro, precisamente por estar bien escrito, hizo
más daño que el propio Hitler, propiciando el distanciamiento de los
ciudadanos respecto a la República de Weimar.
Con la llegada de los nazis al poder, el padre de Joachim fue el blanco de una sostenida represión que se iniciaría, en el mismo 1933, con la prohibición de ejercer cualquier cargo público y terminaría, una década más tarde, con su destierro a un campo de prisioneros en Rusia, donde sobrevivió de la manera menos obvia. Educador siempre, Herr Fest trasladará la cátedra a su casa para enseñar a sus hijos la primacía de la moral sobre todos los valores materiales. A sus males, como fue el caso de otros sobrevivientes como Viktor Klemperer, no se sumaba el de ser de origen hebreo. Lo cual en parte explica que haya sido eximido, por lo menos durante diez años, de los planes de la solución final. Joachim, con su hermano, se resignó a esta educación informal y a ser aceptados en los liceos menos favorecidos. Buena parte de Yo no (ed. Taurus) está dedicada a esta figura paterna con todos los atributos y limitaciones que uno puede imaginar en un profesor prusiano. En su caso, un amante de la buena literatura y filosofía, con un sentido casi griego de la política y enemigo de las manifestaciones tan frecuentes en su tiempo de malsana irracionalidad. Un digno representante de la tradición goetheana, convencido del progreso de la razón y las manifestaciones espirituales. Muchas de las posiciones políticas y éticas asumidas en su fecunda vida por Joachim, ahora sabemos que forman parte de la herencia intelectual de su padre.
Yo no es una de las crónicas más precisas y lúcidas que se han escrito, con los Diarios de Klemperer, de la vida en Alemania durante el régimen nazi. Fest nos revela el estado de ánimo de las personas que llevaron a Hitler a la Cancillería. La mayoría no era especialmente anti-semita, en todo caso no tanto como en Francia o Hungría; muy pocos se había leído Mein Kampf o escondían ambiciones imperiales. Era innegable cierto espíritu revanchista ante las torpes condiciones impuestas por el Tratado de Versalles que, con el deterioro de la República de Weimar, fue aprovechado por el aventajado manipulador que fue Adolf Hitler. El cabo austríaco despertó el arquetipo apocalíptico, barbárico y militarista del pueblo alemán y después ya nadie supo cómo sujetarlo hasta el derrumbe total. Una situación que se repite, como en China o Camboya, y en menor escala Venezuela, cada vez que un líder carismático exalta en el inconsciente colectivo la confianza desesperada en el espejismo de la irracionalidad. Como se reafirma con la lectura del libro de Fest, que la mayoría de los alemanes no sabía lo que se jugaba cuando apostaron todos sus activos al vistoso caballo montado por un oscuro jinete austríaco que les prometía poco menos que la inmortalidad. Que situaciones como estas se presenten en borrosos países de Asia y el Lejano Oriente, o en una pequeña nación latinoamericana absurdamente rica, parece natural. Pero que haya ocurrido precisamente en Alemania todavía nos tiene de cabeza a todos los que debemos parte de nuestra formación, formal e informal, a las influencias estimulantes de Goethe y Kant y hemos alimentado el espíritu con los Cuartetos de Haydn o los Lieder de Schubert y Wolf. Una contradicción nada fácil de resolver. Ni siquiera por los mejores exponentes contemporáneos de la espiritualidad germana, desde los Mann a Günther Grass, y desde Benn y Jaspers hasta Habermas, Christa Wolf y el mismo Joachim Fest:
Todavía hoy uno se pregunta cómo pudo enloquecer un viejo pueblo
civilizado como el alemán. Cómo los dirigentes del movimiento nazi
pudieron pisotear todas las garantías constitucionales sin que hubiera
la más mínima resistencia? Cómo fue posible tanta arbitrariedad
jurídica en un país amante del orden?
En conjunto, lo que yo viví fue el desmoronamiento del mundo
burgués… Demasiadas fuerza sociales colaboraron en la destrucción de
ese mundo, la derecha política así como la izquierda, el arte,
la literatura, los movimientos juveniles y otros más. En
esencia, Hitler no hizo sino recoger los restos que quedaron.
A la destrucción del orden burgués también hace alusión Sándor Márai en el último tomo de sus memorias. Ese parece ser el objetivo de todo proyecto totalitario. No tanto el mejoramiento de las condiciones de la mayoría sino la abolición de la única clase que puede denunciarlos y oponerlos. Por desgracia, es la única empresa en la que obtienen algunos resultados. Menos le cuesta a los bárbaros acabar con lo que encuentran que construir las fundaciones de un posible mundo mejor.
El asunto de Yo no, la Alemania nazi desde sus primeros días hasta su Untergang, es el mismo del leído Pelando la cebolla, de Günther Grass. Ambos autores estrictamente contemporáneos; y, sin embargo, pocos escritores más divergentes. Más allá de sus disonancias ideológicas, Fest de derecha y Grass socialista, los distancia de manera irreconciliable el estilo, la forma. Nunca parece haber sido más adecuada la intuición bufonesca de “le style c’est l’homme même”. Grass es un maestro de la prosa inspirada, torrencial, imaginativa apasionada. Las páginas que dedica, en Pelando la cebolla, a la muerte de la madre son de un patetismo inolvidable, más cerca del Winterreise schubertiano que a una Misa de Mozart. En su literatura, todo está en movimiento, todo gira como en un gran vórtex. Los días, en esta autobiografía, no se suceden, sino que desprenden, siguiendo el curso de las aguas de una catarata. Los excesos de la prosa de Grass son los de todo arte dionisíaco: ampuloso desbordado, pidiendo una tijera que pode sus excesos. Joachim Fest es lo contrario, un estilo marcado por las virtudes y carencias del arte apolíneo. Preciso, sustantivo, claro, racional, alejado de todo pathos. El instrumento adecuado para un autor para el cual la moral es el interés supremo. Sus
limitaciones no son pocas. A menudo, puede parecer pobre en imágenes, seco, ayuno de imaginación, distante y apartado de intuiciones e improbables asociaciones. En Yo no, como es natural en una memorias de un tiempo de indigencias, abundan las desgracias personales. La más dolorosa, tal vez, sea la muerte, en el frente oriental, de su amado hermano mayor. Aun así, los escasos párrafos que dedica a la nefanda experiencia no pueden ser menos conmovedores. Un brevedad desproporcionada con la magnitud e intensidad de la pérdida. Y esta es una de las más ostentosas pobrezas del arte apolíneo: de tanto desconfiar de las emociones, terminan sacrificando la parte más viva de la experiencia humana.
Desde una consideración puramente moral, Yo no es impecable. No así, Pelando la cebolla, donde Grass, con el mismo barroquismo que le valió tantos reconocimientos, trata de justificar lo injustificable. Esto es, haber dejado para el final de su larga vida la confesión de haber sido, en su primera juventud, un adolescente nazi convencido. Una convicción que lo llevo a alistarse de manera voluntaria en la Wehrmacht. Fest, con la autoridad moral que le hemos reconocido habría de reclamárselo públicamente. Lo grave, escribió, no es haber sido nazi a los diecisiete años, lo imperdonable Es haber esperado sesenta años para revelarlo. Especialmente tratándose de un intelectual como Grass quien, desde la tribuna de la izquierda socialista, criticó con ferocidad el liderazgo de la derecha alemana en reiteradas oportunidades. Las asimetrías entre uno y otro habrían de finalizar de manera inquietante. Ambos escritores dejarían para el propio final la publicación de sus memorias. Ambas fueron publicadas en 2006, el año de la muerte de Fest, quien tuvo tiempo suficiente para leer el volumen de su compatriota y adversario. Conocemos su opinión sobre Pelando la cebolla. No recuerdo la de Grass sobre Yo no.
Alejandro Oliveros
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