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para Nathalie Tollot-Beaut
“Eso fue en 1979, en un programa dedicado a Brahms. Ellos querían que dirigiera algo más ligero, pero yo insistí con Brahms”, me revela Alexandre Siranossian, el director de orquesta armenio que, ese año, dirigió la Orquesta Sinfónica de Venezuela, para entonces una de las mejores orquestas latinoamericanas y la más antigua del continente después de la Sinfónica de Boston. Y acertó el maestro Siranossian porque, bajo la conducción de Gonzalo Castellanos, la OSV era responsable de una de las mejores ejecuciones de la Cuarta Sinfonía de Brahms a nivel internacional. No obstante, lo que nos hizo coincidir no tenía nada que ver con el compositor alemán, sino con un músico menos conocido, y la propia antítesis de Brahms. En efecto, Jean-Marie Leclaire fue, junto a Jean-Baptiste Lully y Rameau, uno de los más conspicuos representantes del barroco francés. Leclaire fue favorecido por Antoine VII, duque de Gramont, quien lo nombró primer violín de su orquesta. Fue Antoine una excepción lamentable en la larga e ilustre casa Gramont, conocida, desde la Edad Media, por sus servicios militares a la corona francesa, una tradición que se continuaría en el siglo XX. Pero Antoine era adicto a la música, los ballets y la ópera. Leclair escribió para él varios espectáculos que se representaron en el desaparecido Chateau de Puteaux, en los cuales eran protagonistas el mismo duque y su bella amante, Marie Fauconnier. Ejemplos de una música cortesana en aquellos tiempos de la Ilustración, una ideología que, paradójicamente, estimularía acciones como la Toma de la Bastilla. Escuchando a Leclaire, efectivamente, es difícil imaginar que, un par de décadas más tarde, toda esta brillante actividad cortesana de Gramont y su corte terminarían ahogadas en la sangre derramada por Robespierre y sus secuaces. Su segunda esposa, Beatrice de Choiseul, perdería la cabeza bajo el peso de la guillotina. Nada presintió Gramont y mucho menos Leclaire, cuya música es el tema de una de las presentaciones programadas por los organizadores de la estación musical de Puteaux (La Defense), la bucólica geografía que ha acogido a compositores de todos los tiempos, como Lully, el mismo Leclaire y, más tarde, Bellini. La música de Leclaire nos reunió en Poiteau, es cierto, pero no menos la calidad de los intérpretes: el virtuoso clavencinista Christophe Rousset y Chouchane y Astrig Siranossian, hijas de Alexandre. La Sala Gramont del Conservatorio JB Lully, con su precisa acústica, fue el escenario de un concierto memorable donde el trío interpretó algunas de las Sonatas de Leclaire: la IV, Op. 5; VIII, Op. 2; VI, Op. 5; VIII, Op. 9.
Chouchane Siranossian es una de las más destacadas violinistas con las que cuenta la música del Barroco. Gracias a sus proyectos no son pocos los músicos del período que empiezan a ser rescatados del olvido del público. En compañía de Balázs Máté en el violín y Leonardo García Alarcón en el cello, acaba de publicar, para el sello Alfa, Bach before Bach. Se trata de una preciosa grabación que incluye músicos de la importancia de Johann Paul von Westhof, treinta años mayor que Bach y cuyos arreglos para violín solo le servirían al célebre compositor para escribir sus Partitas para violín solo. Con Westhoff, otros precursores, como el gran violinista Carlo Farina o los virtuosos Johann Gottfried Walther, Georg Muffat y Andreas Anton Schmelzer, uno de los tres hijos de su más conocido padre Hans Heinrich Schmelzer. Para Astrig, es una de sus primeras incursiones públicas en la música del Barroco. Algo que no ha dejado de sorprender a sus admiradores, entre los cuales se cuenta este cronista. Todavía recuerdo la primera vez que escuché su grabación del concierto para cello de Khatchaturian, el discutido compositor de origen armenio, como Alexander, el padre. Y, más recientemente, su homenaje a Nadia Boulanger, con piezas de autores tan variados como Piazzolla, Quincy Jones o Philip Glass. Esta incorporación al renovado panorama de la música barroca es algo que debemos agradecer. La dulzura de su sonido, aparte de su precisión y elegancia, complementó en el concierto de Puteaux el brillo y la sonoridad de Chouchane, su hermana, la cual, a todo lo largo de su interpretación, se sintió acompañada y complementada por un cello que, con su violín y el clavecín de Christophe Rousset, produjeron el milagro de presentar, este domingo de maravillas, el lado más luminoso del gran Jean-Marie Leclaire, primer violín del duque de Gramont, quien, gracias al trío de virtuosos, lo sentimos más cercano y contemporáneo que nunca. Los tiempos cambian y no es improbable que, si algún día vuelve a tocar con la Orquesta Sinfónica de Venezuela, Alexandre Siranossian incluya en su programa una pieza de Leclaire e invite a sus hijas para que lo acompañen en el escenario.
Alejandro Oliveros
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