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Un texto del libro «Mis barajitas – Crónicas de béisbol», de Mari Montes (Editorial Alfa).
Papá jugaba béisbol desde que su memoria podía recordarlo. Desde cuando los niños eran reprendidos por jugar pelota en cualquier calle. Sin embargo, supo compaginar sus estudios, el juego y las horas que dedicaba a ayudar a mi abuelo en la venta de periódicos, así que el béisbol no fue un problema.
Vivían en Propatria, eran 12 hermanos y los mayores tenían que trabajar para contribuir en la casa.
Entró en la Escuela de Medicina y de inmediato en el equipo de béisbol de la Universidad Central de Venezuela; béisbol amateur claro, pero de muy buen nivel.
Era buen pelotero y buen estudiante, por eso resultó premiado con una invitación que en 1949 hicieron la Asociación Venezolana de Béisbol Amateur y la Embajada Americana a Nené Padrón, a él y a Pedro Montes. Al viaje se unió Nicolás “Zamurito” Berbesía, jugador profesional del OCP de La Guaira, el cual pagó sus gastos, también en recompensa por su buen trabajo.
La prensa de entonces los bautizó como “Los tres mosqueteros” y les hizo un seguimiento cariñoso y extenso de aquel viaje en el que el trío conoció el Yankee Stadium, el Ebbets Field y el Polo Ground, los parques de los Yankees, los Dodgers, que aún eran de Brooklyn, y los Gigantes, entonces también de Nueva York.
Mi abuela Manuela, a pesar de tener que atender una familia de tantas personas, tuvo tiempo para recortar todo cuanto salió publicado del viaje de los “Mosqueteros”, afortunadamente, porque lo organizó en un álbum de hojas que alguna vez fueron blancas y en las que pegó todas la crónicas y fotos que se hicieron sobre el trío de peloteros en Nueva York.
En las imágenes están los tres en un restaurante de la ciudad, en el observatorio del Rockefeller Center, saliendo del Metro, subiendo por las escalerilla del avión, conversando con Leo Durocher, mánager de los Dodgers, y en otra, papá conversando con Jackie Robinson, la superestrella negra del béisbol que un par de años atrás había revolucionado a las grandes ligas al convertirse en el primer jugador de raza negra en llegar a la Gran Carpa.
El álbum artesanal de mi abuela, que consistía en unas hojas engrapadas y protegidas por cartulinas azules que eran las portadas, llegó a mí de forma casual, una tarde de esas en las que a mamá le daba por organizar gavetas y apareció entre fotos y periódicos viejos.
Con emoción y nostalgia me habló de aquel encuentro inolvidable, su primer viaje fuera de Venezuela y encima para ver béisbol.
La invitación fue espléndida, los llevaron a los sitios de moda y pudieron estar en los terrenos de los tres estadios de la ciudad.
Cuatro décadas después del inolvidable viaje, el programa de RCTV “Atrévete a soñar” volvió a reunirlos y los llevó otra vez a la Gran Manzana, a ver béisbol. Esa vez fui yo con ellos y pudimos presenciar el debut de Orlando “El Duque” Hernández contra Tampa Bay, pero al primer juego que fueron los Mosqueteros en aquella primera invitación fue nada menos que un Yankees-Boston, y antes del partido compartieron con Casey Stengel, Joe DiMaggio, Phil Rizzuto…
Recordando 1949, me explicó por primera vez lo que significó Jackie Robinson para el béisbol y para la lucha por los derechos civiles de los negros. Era un hombre afable, sobrio y sencillo, además de un talentoso jugador. Así lo recuerda mi papá, pero también la historia, El paso del tiempo ha servido para ratificar que sólo Jackie podía abrir la puerta del “Big Show” a los peloteros negros.
Además de ser un atleta destacado en las Ligas Negras, Robinson tenía la formación y el carácter para soportar todo cuanto hubo que soportar en aquellos días de segregación racial.
Tenía perfectamente claro lo que significaba su comportamiento. Jackie, a diferencia de Satchel Paige o Josh Gibson, no sólo quería jugar pelota, era también un decidido luchador por los derechos civiles de su raza; de hecho, cada vez que fue objeto de un homenaje, no dejaba de señalar que deseaba ver un mánager negro en las Mayores. A los tres años de su muerte Frank Robinson se convirtió en el primer mánager “de color” en las Grandes Ligas, con los Indios de Cleveland.
Había servido a su país en la Segunda Guerra Mundial y había estudiado en la UCLA, lo que además le daba un estatus diferente.
Otro no hubiese aceptado la intolerancia, los insultos, las humillaciones y la tara del racismo. Cuando Branch Rickie, co-propietario, presidente y gerente general de los Dodgers, decidió que sería Robinson y no otro, no Gibson o Page, el primer negro en las Grandes Ligas, no se equivocó.
Muchas veces tuvo que contenerse para no defenderse de los ataques. Tenía una sólida conciencia de que ponerse bravo era perder. Si Robinson hubiera respondido una sola ofensa en su año de debut o al siguiente, habría pasado mucho más tiempo antes de que otro negro hubiese podido llegar tan lejos. Una pelea habría cerrado la puerta que era necesario abrir.
Más allá de sus números de novato, Robinson se convirtió en un personaje fundamental de la historia de Estados Unidos en el siglo XX.
Dos deportistas negros, primero el veloz Jesse Owens –el cuatro veces medallista olímpico que hizo a Adolf Hitler marcharse del estadio de Berlín–, luego de cruzar la meta de primero, volviendo añicos la teoría de la superioridad de la raza aria, y Jackie Robinson, se convirtieron en emblemas de la lucha por derrumbar las barreras raciales.
Poco se dice de Matthew, hermano mayor de Jackie, quien fue medallista de plata en Berlín en los 200 metros planos, detrás de Owens, pero como “del segundo nadie se acuerda”, la historia quedó reservada para el menor.
Esta dimensión de Robinson la entendí después. Para mí era simplemente un pelotero negro, enorme y de expresión amable, que aparecía en una foto en la que el tipo más importante era mi papá.
Mari Montes
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