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El 25 de mayo, Viernes Santo, del año del Señor 1300, el poeta y político, Dante Alighieri, nacido en la muy ilustre ciudad de Florencia el 29 de mayo de 1265, se encuentra perdido en una “selva oscura”; esto es “un terreno, extenso, inculto y muy poblado de árboles”, y además sin luz, después de haberse apartado del camino. Además de extraviarse, lo cual es una situación siempre indeseada, el distinguido vate se va a encontrar con algunos animales feroces. Curiosamente ninguno de ellos es un jabalí, la fiera más común en las florestas toscanas, sino un exótico lince, una hambrienta pantera y un león rugidor. Su situación difícilmente puede ser más comprometida.
De la manera más improbable, acude en su auxilio, no un guardabosque o un azaroso cazador, sino un poeta de la Antigüedad clásica. No otro que el gran Virgilio, quien justifica su presencia revelando que está allí porque ese fue el deseo de Beatriz, desaparecida años antes, que goza de amplia influencia en el Paraíso. El bardo de la Eneida será el compañero de Dante en la más fantástica aventura de la literatura posclásica. Ambos se dirigen a la entrada de una cueva que da acceso a lo que será la primera etapa del itinerario, donde se encuentra la “gente condenada que ha perdido el supremo bien”. Ha caído la noche, y en el “aire sin estrellas” se escuchan los lamentos de las almas extraviadas. La oscuridad, involuntaria o provocada, es una experiencia límite. Una de esas situaciones de las que es posible esperarlo todo, desde la iluminación al terror. En el sentido más profundo la asociamos con la muerte, que no es otra cosa sino la falta eterna de luz. De allí el miedo que puede producirnos. La noche puede ser oscura no sólo para los ojos, sino para la psique. Puede la noche ser también “dichosa”, pero me temo que sólo para los místicos.
Para Dante, no obstante, la noche se asocia con el pecado y la perdición. En ese “aire sin estrellas”, escucha, en la misma entrada del infierno, “suspiros, llantos y profundos ayes… Lenguas diversas, palabras de dolor, acentos de rabia, voces ásperas y roncas y batir de manos desesperadas”. Poco después, cae profundamente dormido hasta que es despertado por un “trueno fragoroso”. Virgilio, que se ha quedado a su lado, lo anima a proseguir el viaje: “Bajemos al mundo ciego… Vamos ya, que el camino es largo”. Atraviesan el primero de los nueve círculos infernales. El recinto de los no bautizados, la región límbica, poblado por inocentes que son culpables, condenados por la más absurda retroactividad de ley alguna: ¿cómo podían ser bautizados cuando no existía el bautizo? Dante se resiente del absurdo y, sin entrar en contradicciones dogmáticas, le hace a su guía una pregunta inquietante: “Alguna vez salió de aquí alguien por sus méritos o por los ajenos que ascendiese después a ser dichoso”. Y Virgilio:
Era yo un recién llegado cuando vi entrar a un ser poderoso coronado
con atributos de victoria. Se llevó la sombra de nuestro primer padre; la de Abel,
su hijo; la de Moisés, legislador obediente; la del patriarca Abrahán, la de David;
a Israel con su padre y con Raquel por la que tanto hizo, y a muchos otros…
El poderoso visitante era Cristo, por supuesto, aunque nos quedamos sin saber cuáles eras esos “atributos de victoria”. Virgilio, que lo vio todo, había llegado al Infierno, sin ticket de regreso, hacía apenas cincuenta años. Al final de este Primer Círculo espera por el florentino una de las pocas regiones gratificante, envidiables, a decir verdad, de todo el peligroso recorrido. Se trata del Nobile Castello, con sus siete puertas y un verde prado de grata temperatura (en pleno infierno) donde se reúnen “los grandes espíritus cuya vista me colmó de gozo”. Y no es para menos. Allí se va a encontrar con personajes literarios, míticos e históricos (para Dante es lo mismo) como Electra, Héctor y Eneas, Julio César, Bruto (el viejo; para el “nuevo”, el asesino de César, reserva un espacio menos grato). Al levantar un poco la vista, pudo ver al “maestro de los sabios” (Aristóteles, disfrutando sus últimos años de principalía antes de ser desplazado por Platón durante el Renacimiento): “Todos lo miran y le tributan honores”. También observa a Sócrates y Platón, Demócrito y Diógenes, Anaxágoras, Tales, Heráclito y Zenón. También Orfeo, en la nada obvia compañía de Séneca; y Euclides, Tolomeo, Hipócrates, Avicena, Galeno y Averroes, “que escribió en gran comentario del maestro”.
No obstante, una conmovedora imagen llama la atención del visitante de manera particular, y se lo dice a su compañero de viaje: “Poeta, de buena gana hablaría a aquellos dos que van juntos y parecen flotar más ligeros que el viento”. Se trata de una pareja que en apasionado, inseparable abrazo, son llevados de un lado a otro por la terrible ventisca. La dama, que se quiere mostrar agradecida por la solidaridad de Dante, se identifica como casi todos los habitantes del ultramundo, con alusiones, referencias y pocas veces de manera directa. No le dirá que nació en Ravena, sino: “Tiene asiento la tierra donde nací en la costa donde desemboca el Po, con sus afluentes, para dormir en paz”. Esta convención se reitera a lo largo de la Comedia, un recurso retórico de procedencia clásica que en este caso colabora con la oscuridad de la narrativa. Poco más tarde, la figura le explica al florentino porqué está allí: “El amor que se apodera pronto de los corazones nobles, hizo que el mío se prendase de aquella hermosa figura que me fue arrebatada de modo que todavía me ofende”. A pesar de los esfuerzos del traductor, no se entendería nada de lo que el poeta quiso decir si no lo leemos en el original: Amor ch’ al cor gentil ratto s’aprende… En esta línea endecasílaba, Dante resume una tesis que está en el origen del amor moderno, al tiempo que es una de las raíces más hondas del movimiento romántico. Los primeros en practicarlo, como se sabe, fueron los trovadores provenzales inventores, asimismo, de la poesía lírica moderna.
De acuerdo con esta teoría absolutamente cortesana, el amor no es para todo el mundo. Sólo al “cor gentil” visita amor con sus capacidades redentoras. Una doctrina que, de la manera más inquietante, es la más antieclesiástica. En su tratado extraordinario sobre el “amor cortés”, De Amore, Andrea (de Luyeres), Capellano fija las condiciones para que amor nos favorezca con sus dones. Uno de ellos, de las más importantes, es que el amor no es compatible con la institución matrimonial. El sentimiento amoroso, tal como lo cantaron los trovadores de Provenza, es una experiencia extramarital potencialmente adúltera. Este amor potencialmente adúltero, de acuerdo a la singular dialéctica de Andrea Divo, es también el más casto. El “cor gentil”, sólo puede tener ojos y pensamientos para el ser amado. Un amor, como dirá Francesca, que “al que es amado obliga a amar”. Sólo algunas líneas después conocemos el nombre de la joven: “Francesca”, le dice, y sus contemporáneos sabían de quién se trataba, y todos nosotros a partir del detallado comentario de Boccaccio. Se refiere a Francesca, la hija de Guido da Polenta, señor de Ravena, quien al parecer fue obligada a casar con Gianciotto Malatesta, cojo y deforme. Amor la visitó en la forma de Paolo Malatesta, su cuñado, y ambos acabarían asesinados por la espada del airado deforme al encontrarlos poniendo en práctica las peligrosas tesis de Capellano.
Nada sabríamos de la desdichada pareja sino es por Dante: poeta amoroso en su juventud, inventor de Beatriz y admirador de los poetas provenzales. Para convertir la crónica en la más elevada poesía, el poeta inventa las circunstancias que rodearon el nefando hecho. Estando un día leyendo con su cuñado la crónica de los adúlteros amores entre Lancelot y la reina Ginebra, llegó el momento en que, emulando a los legendarios amantes, Paolo y Francesca se enlazaron en mortal beso:
Estábamos solos y sin cuidados. Nos miramos muchas veces durante aquella lectura,
y nuestro rostro palideció; pero fuimos vencidos por un solo pasaje. Cuando leímos
que la deseada sonrisa fue interrumpida por el beso del amante, éste que ya nunca
se apartará de mí, me besó temblando en la boca…Aquel día ya no seguimos leyendo.
La simpatía de Dante no es sólo hacia Paolo y Francesca. De manera no muy cristiana, la extiende a todos los que de la lujuria han sido víctimas desde los tiempos de Helena de Troya. Esto explica el relativamente discreto castigo, y la proximidad de la salida. Dante fue protagonista de varias relaciones extramaritales, al tiempo que profesaba fidelidad eterna a la desaparecida Beatriz. Sacudido también por la tormenta horrible del Segundo Círculo del Infierno, y conmovido por el castigo a la lujuria impuesto a aquellos escogidos por amor, el viajero no aguanta,
E caddi como corpe morto cade (“y caí como caen los cuerpos muertos”).
Alejandro Oliveros
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