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Extrañas simetrías. En 1989 le fue diagnosticado un cáncer de colon, con metástasis en el hígado, al poeta norteamericano Donald Hall. Los pronósticos se equivocarían y habría de morir, a comienzos de esta semana, a los 89 años, de “une morte très douce”, como escribió de Beauvoir en el momento de la desaparición de su anciana madre. Un previo encuentro con la muerte, sin embargo, sería menos menos tranquilo. A esta circunstancia se refirió Hall en un artículo aparecido en The New Yorker en 2016:
«Estamos en el 22 de abril de 2016 y Jane Kenyon lleva más de dos décadas de muerta. A comienzos de este año, con mis ochenta y siete, lamenté su desaparición de una manera que no conocía. Estaba enfermo y creí que me estaba muriendo. Al final de su vida, mientras agonizaba, me mantuve a su lado todos los días, durante año y medio. Fue algo miserable que Jane muriera tan joven, pero tuvo para mí algo de redentor el haber podido estar con ella cada hora de cada día. En enero de este año me lamenté de nuevo, esta vez de saber que no se sentará a mi lado cuando yo muera».
Jane Kenyon murió de leucemia a los 47, el 22 de abril de 1999, después de 23 años de casada con Hall. Uno de los libros más interesantes de la poesía anglosajona de las últimas décadas es Without: la crónica que escribiera Hall, en claros y conmovedores versos, de los últimos días de Kenyon. Es admirable la manera elegante y clásica (está escrito en tercera persona), libre de epidérmico patetismo, empleada por Hall para contar y cantar los momentos dolorosos del proceso terminal del ser amado. Todo había comenzado con la más cruel de las ironías. Durante una de las visitas de control del poeta a a su oncólogo, Kenyon aprovechó la oportunidad para realizarse unos exámenes de rutina. Varios días después, la conmoción: era víctima de un tipo especialmente agresivo de leucemia. No le quedaba más de un año y algunos mezquinos meses de vida. La experiencia de mantenerse “a su lado todos los días durante año y medio” es el único asunto de Without. Frente a la muerte, Hall escribió uno de los más bellos poemas de amor en inglés, desde el Asfódelo de William Carlos Williams:
Últimos días
“Era de esperar”.
Así escribió él. Al día siguiente,
en la sala de consulta,
la hematóloga, Letha Mills,
tomó asiento, rígida;
su asistente, de pie,
con la espalda hacia la puerta.
“Tengo terribles noticias”,
dijo Letha, “la leucemia ha regresado.
No se puede hacer nada”.
Los cuatro lloraron. El preguntó:
¿Cuánto tiempo?
¿Cómo es posible ahora?
Jane: ¿Puedo morir en mi casa?
Esa tarde, de regreso,
arrojaron las medicinas
a la basura. Jane vomitó. Y él
lloró, mientras ella con los ojos
ya secos trataba de olvidar
en silencio. Esa noche, hizo llamadas
telefónicas que hicieron venir
a un hijo o un amigo a compartir
el horror.
A la mañana siguiente
trabajaron juntos seleccionando
los poemas para Otherwise;
escogieron himnos para el funeral.
Y se ayudaron
mientras redactaban el obituario.
Al otro día, más trabajo
en el libro. Observó su debilidad y dijo:
“mejor mañana o después.”
Jane movió la cabeza. “No, ahora,
tenemos que hacerlo ahora.”
Más tarde, cuando se dormía, exhausta:
“¿No fue divertido?
Trabajar juntos, ¿no fue divertido?”
Le preguntó: “¿Qué ropa
quieres que te ponga
para el entierro?”
“Todavía no sé”, dijo.
“Estaba pensando en el Salwar Kameez
blanco”, dijo él. Su vestido indio
de seda preferido, comprado
en Pondicherry hacía año y medio
y que se ponía para verse
mejor o más hermosa.
Ella sonrió: Sí, me parece bien.”
No le dijo que un año antes,
mientras soñaba despierto,
la había visto en su féretro,
vestida con su Salwar Kameez blanco.
Pero él continuaba haciendo planes.
Esa noche interrumpió y dijo:
“Cuando Gus muera lo haré icinerar y esparciré
las cenizas sobre tu tumba”.
Ella sonrió, sus grandes ojos
se animaron: “Le hará bien a los narcisos”.
Se recostó, pálida,
en la floreada almohada:
“Perkins, ¿cómo se te ocurren
esas cosas?
Hablaron de sus aventuras
manejando a través de Inglaterra
como recién casados,
las excursiones a India y China.
También recordaron días
normales, los estanques en verano,
corrigiendo textos juntos,
paseando el perro, leyendo a Chejov
en voz alta. Cuando añoró
las miles de citas que terminaron
en el éxtasis y el reposo
en esta cama pintada, Jane estalló
en lágrimas, diciendo:
“Ya no haremos más el amor. No más.”
Incontinente, tres noches
antes de morir, tuvo que cargar a Jane
hasta el baño. La limpió
y ayudó a regresar a la cama.
A las cinco dio de comer
al perro y volvió
para encontrarla al otro
lado del cuarto, sentada
en una silla. Si no podía estar
de pie, ¿cómo hizo para andar?
Tuvo miedo de que pudiera caerse
y llamó a una ambulancia.
Cuando se lo dijo torció
los labios y se puso a llorar.
¿Tengo que ir? La canceló
y Jane: “Perkins,
quédate aquí cuando me muera.”
“Morir es sencillo”, dijo ella,
“lo peor es… la separación”.
Cuando no pudo hablar más,
se acostaron solos y conmovedores.
Fijó sus ojos en él, sus
hermosos y enormes ojos castaños,
brillantes, quietos y llenos
de amor apasionado y espanto.
Uno por uno llegaron
viejos y queridos amigos a decir adiós
a esta amiga del alma.
Al principio dijo sus nombres, lloró
y los tocó. Luego sonrió
y torció la boca. El último día
se despidió con la mirada,
las manos crispadas,
los ojos de par en par.
El se levantó y le dijo:“Pondré
estas cartas en el buzón”.
En tres horas no había hablado
y ahora Jane decía:”O.K.”
A las ocho, esa noche, los ojos abiertos
hasta que murió, empezó
la dificultad respiratoria. Se
inclinó para besar de
nuevo sus labios pálidos y fríos
y sintió que por última vez
se contraían para devolver el beso.
Las horas finales mantuvo
levantados los brazos, los pálidos dedos
a nivel de la mejilla,
como la diosa sobre el lavamanos.
A veces el puño derecho
se dirigía a la cara. Durante doce horas,
hasta que murió, frotó la gran
nariz huesuda de Jane Kenyon.
Un olor penetrante, casi
dulce salió de su boca abierta.
Vio cómo su pecho dejaba
de moverse y con el pulgar cerró
sus enormes ojos castaños.
Después de Ezra Pound, T.S. Eliot y, por un tiempo, Robert Lowell, a ningún otro poeta anglosajón contemporáneo he leído y traducido tanto como a Donald Hall. Una atracción que comenzó a comienzos de 1981, cuando en la legendaria librería Gotham, en la calle 44 de Nueva York, encontré su Kicking the Leaves (Pateando hojas), publicado en 1978. Su lectura tuvo no poco de epifánico. Lo que había hecho Hall con el poema que le da nombre al libro, era lo que siempre había querido, y sigo queriendo escribir. Un poema de transparente dicción, directo, sin las oscuridades al uso de la modernidad, discretamente confesional, cargado de calculada emoción y de una rara luminosidad.
El tema que contaba y contaba Hall podía parecer el más banal: una caminata con su familia por un bosque de arces y abedules durante el otoño dorado de Nueva Inglaterra. El genio de Hall en este texto bendito, fue hacer de este asunto una experiencia visionaria, como las visiones de Blake cuando se encontraba con los profetas del Antiguo Testamento. El poema, en sus siete secciones de extensión variable, está escrito en versos libres, la prosodia escogida por Hall después de su poesía de juventud rigurosamente formalista.
El texto no podía ser más contemporáneo ni más norteamericano en un sentido profundo. Atributos que le valieron que fuera, de manera excepcional, reproducido en la página editorial del New York Times. Una manera de reconocer el carácter bárdico de este cantor de la gesta de una sección de los Estados Unidos. No es una exageración asegurar que con Hall ha desaparecido el último gran poeta norteamericano, como lo fueron, antes que él, Robert Frost, Ezra Pound y William Carlos Williams. La que sigue es una versión parcial de tres secciones de Kicking the Leaves, tomada de la traducción integra que publiqué en la revista Milenio hacia 1998.
Pateando hojas
1
Es octubre. Pateo las hojas mientras regresamos a casa
después del juego, en Ann Arbor,
un día color hollín con aires de lluvia;
pateo hojas de arce,
setenta matices de rojos y amarillos
como papel viejo y hojas de álamo, pálidas y frágiles.
Y las del olmo, estandartes de una raza condenada.
Pateo las hojas que se elevan desde mi bota
produciendo un sonido familiar,
y revolotean y recuerdo
los octubres cuando caminaba hacia el colegio,
en Connecticut,
con pantalones cortos de pana que silbaban
como las hojas. Y un domingo mientras
compraba un vaso de sidra en el quiosco
de una sucia carretera de New Hampshire.
Pateo las hojas, otoño de 1955 en Massachusetts,
seguro de que mi padre estaría muerto
cuando ellas desaparecieran.
4
Pateo las hojas, hoy, mientras regresamos a casa después del juego,
en medio de la muchedumbre con sus brillantes insignias,
tan brillantes y numerosas como las hojas. El cabello
de mi hija es del mismo color rojo amarillento
de las hojas del abedul. Ella misma es alta como un abedul,
creciendo, llegando a los quince, creciendo. Y mi hijo
de veinte, flamante como un arce, de visita
de la universidad, anda delante de nosotros, saltando,
impaciente por viajar a través de los bosques de la tierra.
Los observo desde un montón de hojas,
a un costado de esta casa de cartón piedra, en Ann Arbor,
frente a la escuela donde aprendieron a leer,
sus figuras en la distancia disminuyen mientras saludan
pero ahora sé que soy yo quien disminuye,
no ellos, mientras voy de primero
hacia los hojas, tomando el camino que ellos
seguirán dentro de los próximos años y octubres.
7
Ahora caigo, salto y caigo, para sentir cómo se trituran
las hojas bajo mi cuerpo, y siento mi cuerpo
flotando en el océano de hojas, en la noche,
la noche que se eleva con las muerte y las hojas
que se mecen como el océano.
¡Ah, este caer delicioso en brazos de las hojas,
en el suave regazo de las hojas!
Nado en ellas, boca abajo, sin dificultad,
aspirando el olor agrio del arce, precipitándome
en largos deslizamientos hasta el fondo de octubre
donde la granja yace enroscada contra el invierno,
y la sopa despide sus olores a zanahorias y cebollas
hacia las humedecidas ventanas y cortinas,
y más allá de las ventanas veo el esbelto tronco
desnudo del arce con sus ramas; el roble
con algunas hojas de marrón otoñal
y los abetos conservando sus verdes.
Ahora salto y caigo, exultante, recuperando de la muerte,
a cuenta de la muerte, de acuerdo con los muertos,
el olor y sabor de las hojas,
y el placer, el único dilatado placer de ocupar
un lugar en la historia de las hojas.
Alejandro Oliveros
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