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“Hoc erat in votis”. Tradición horaciana y paisaje americano en Andrés Bello
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A continuación publicamos el trabajo de incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua del escritor, doctor en filología clásica, profesor de la Universidad de Los Andes y colaborador de Prodavinci, Mariano Nava Contreras, como Miembro Correspondiente por el Estado Mérida.
Hay un soneto de Andrés Bello que siempre tengo muy presente y no puedo dejar de citar ahora. El poema dice así:
¿Sabes, rubia, qué gracia solicito
cuando de ofrendas cubro los altares?
No ricos muebles, no soberbios lares,
ni una mesa que adule el apetito.
De Aragua a las orillas un distrito
que me tribute fáciles manjares,
do vecino a mis rústicos hogares
entre peñascos corra un arroyito.
Para acogerme en el calor estivo,
que tenga una arboleda también quiero,
do crezca junto al sauce el coco altivo.
¡Felice yo si en este albergue muero;
y al exhalar mi aliento fugitivo,
sello en tus labios el adiós postrero!
Se trata del soneto Mis deseos, que según Miguel Antonio Caro fue escrito antes de 1800. Al parecer el poema tiene su historia. Fue impreso en España entre 1820 y 1823 por Tomás J. Quintero, un agente secreto venezolano que espiaba en Madrid para Colombia, haciéndose pasar por un comerciante inglés de nombre Thomas Farmer. Quintero llegó a enviar a Bogotá más de un centenar de detallados informes acerca de la situación en la corte de Fernando VII. Se sabe que Bello y Quintero (o Farmer) sostenían una intensa correspondencia. Bello mismo lo dice en la biografía que le escribió Miguel Luis Amunátegui (Vida de don Andrés Bello, Santiago, 1882), que, como se sabe, fue en parte contada por el mismo maestro. De hecho, la biografía reproduce un par de cartas de las que se intercambiaron Bello y Quintero. Allí el maestro menciona “dos sonetos” enviados a Quintero, su “respetado amigo y paisano”.
De alguna manera el impreso vino a caer a manos de Juan Vicente González, quien, con admiración sincera y agudo olfato, recogía cualquier cosa que hubiese salido de las manos de Bello. En una carta enviada desde Caracas por su hijo Carlos en 1846, éste cuenta a su padre acerca de un hombre “muy original” que “tiene talento y un entusiasmo inaudito por Usted y sus obras poéticas”, pues “no pierde oportunidad de recoger de Usted hasta aquellos versos que hacía Usted para los nacimientos”, y que “tiene una colección muy prolija”. Como sabemos, en 1851 González publicará en Caracas el Análisis ideológico de los tiempos de la conjugación castellana de Bello, con notas explicativas a su cargo, y en 1865, cuando muera el maestro, le dedicará unas sentidas páginas. González era profesor de retórica en la Universidad de Caracas. A su muerte, sus papeles fueron a parar a manos de Antonio Leocadio Guzmán, su viejo amigo y compañero de andanzas políticas, aunque después su acérrimo enemigo. Entre estos papeles fue hallado el soneto “Mis deseos” por otro entusiasta bellista, el filólogo bogotano Miguel Antonio Caro, quien en 1882 lo publicó como “inédito” en una antología de Poesías de Andrés Bello aparecida en Madrid.
Si el soneto “Mis deseos” es, como afirma Caro, anterior a 1800, se trata del primero que se conserva de Bello, aunque hay que reconocer que el asunto de la datación de sus poemas anteriores al viaje a Londres es muy complicado. Esto a pesar de la devota dedicación de coleccionistas como González o estudiosos como Arístides Rojas. Es claro que el joven Bello nunca pensó publicar estos poemas, que más bien se conservaron, los pocos que se conservaron, manuscritos en hojas sueltas que circularon de mano en mano entre la élite culta de aquella Caracas diminuta. Entregado traductor e imitador de Horacio y Virgilio, a los que reverenciaba como modelos incuestionables y a los que imitó aderezándolos con la expresión de los clásicos del Siglo de Oro español, el “cisne del Anauco”, consentido de los Amos del Valle, posiblemente tendría sus poemas por simples bagatelas. Pedro Grasses (“Temas de Andrés Bello”, en Escritos selectos, Caracas, 1989) nos recuerda que él mismo los llamaba “baratijas”, nûgae, recordamos que llamaba Catulo a sus elegías. Sonetos, octavas, églogas, odas y romances, los de Bello, para ser recitadas en los ágapes y tertulias de los principales, obritas de salón, entretenimientos sencillos, indignos, pensaría, de ser entregados a las prensas. A una imprenta que, además, no llegará a Caracas hasta bien comenzado el siglo XIX.
En el soneto Mis deseos se encuentran por primera vez para nuestra literatura los elementos propios del paisaje bucólico, tal y como se encuentran consagrados en la tradición clásica: el “rústico” hogar, la tierra fértil, el bosque, la frescura de un arroyo, la sencillez de la vida rústica. Elementos que configuran el tópico literario del locus amoenus, el “lugar idílico”, el paisaje ideal que enmarca los poemas de Horacio y Virgilio, pero antes en Petronio y muy especialmente el alejandrino Teócrito. Se trata de una tradición que podemos remontar al mito de la Edad de Oro en Hesíodo, e incluso a la descripción del Paraíso Terrenal. El término aparece por primera vez para la literatura en la Enciclopedia de San Isidoro, en el siglo VII, aunque ya es mencionado en el Arte poética de Horacio (Ad Pis. 17).
Para Curtius (Literatura europea y Edad Media latina, Berna, 1948), son elementos “esenciales” del locus amoenus “un árbol (o varios), un prado y una fuente o arroyo”, a los que puede añadirse “un canto de aves, unas flores y, aún más, un soplo de brisa”. A su vez, Gilbert Higuet (La tradición clásica, Oxford, 1949) recuerda que el género bucólico (gr. boukolikós, “pastoril”) tiene por objeto evocar la felicidad de la vida de los pastores: “los amores sencillos, la música popular, la simplicidad de los hábitos, la comida sana y frugal”. Tampoco puede faltar, en esta atmósfera ideal, el elemento erótico. En la poesía pastoril de Virgilio está presente el amor entre dos pastores, como es el caso de Títiro y Melibeo en la Bucólica I. En la Imitación de Virgilio de Bello vemos también el rústico amor no correspondido del pastor Tirsis, “habitador del Tajo umbrío”, por la esquiva pastora Clori, “que con rústico desvío / las tiernas ansias del pastor pagaba”.
En Mis deseos se trata de una hermosa campesina, a la que el poeta llama “rubia” y solo desea besar antes de morir. Mirla Alcibíades (Andrés Bello en Caracas, Caracas, 2012) asocia esta alusión a la invocación a la “Divina poesía” que abre la Alocución a la poesía, escrita en Londres en 1823. Para Mirla Alcibíades, la “rubia” del soneto Mis deseos, la “Divina poesía” de la Alocución, no son sino una “concesión a la retórica tradicional”. Sin embargo, si es verdad que la “rubia” es la Musa, hay que decir que esta invocación a la Musa ubica a nuestro soneto en lo mejor de una tradición poética que se remonta a Homero. Bello sin embargo, en un poema como este, no podría estar invocando a Calíope, la musa de la poesía épica. ¿Era acaso Erató, la musa de la poesía amorosa, rubia? Rubísima en efecto, a juzgar por como se le representa en un fresco de Pompeya del siglo I, la única imagen antigua que ha llegado hasta nosotros, coronada de mirto y rosas, el pecho desnudo y una lira entre las manos. Así la retrataron François Bucher y otros a finales del siglo XVIII. El poeta que solo aspira a besar los labios de la Musa antes de morir constituye sin duda una imagen romántica muy sugerente.
También la mención de los “fáciles manjares” vincula al texto con la tradición del pensamiento utópico antiguo, que se remonta nada menos que al mito de la Edad de Oro en los Trabajos y días de Hesíodo. En efecto, uno de los motivos más frecuentes de las descripciones utópicas antiguas es la fertilidad de las tierras y la consecuente facilidad para encontrar alimentos, garantía de una vida feliz. Hesíodo cuenta que “en tiempos de Crono”, los dioses “crearon una dorada estirpe de hombres mortales”, y que en aquellos tiempos “el campo fértil producía espontáneamente abundantes y excelentes frutos” (Op. 108, 119). También Platón cuenta que, en la Atlántida, “todos los productos los criaba hermosos, admirables y en número incontable la isla sagrada que entonces estaba bajo el sol” (Tim. 25 c) y Ovidio, en sus Metamorfosis (I 100-101) dice que “del arado intacta, por sí sola todo lo daba la tierra”. Así mismo, en la Égloga IV de Virgilio (39-41), el poeta profetiza:
…todo campo dará todas las cosas, no sufrirá el arado
la tierra, ni la vid tendrá que ser podada, y el labriego
desuncirá los robustos bueyes.
Por demás, la filiación del soneto Mis deseos es más que confesa. Como epígrafe, lo encabeza una frase, hoc erat in votis, “estos eran mis deseos”, que obviamente inspira el título y remite directamente al texto que le sirve de modelo.
Se trata de la Sátira II, 6 de Horacio, que comienza de este modo:
Estos eran mis deseos: una parcela no muy grande
con una fuente cercana que siempre mane
y un pequeño bosque un poco más arriba.
Los dioses han sido más generosos y lo han hecho mucho mejor.
Bueno está. No pido ya más,
hijo de Maya, sino que sean para siempre estos regalos.
Pongámonos en contexto: estamos hablando de la célebre Villa Sabina, una pequeña propiedad situada a unos 50 kilómetros al oeste de Roma, junto al actual pueblo de Licenza, en los montes sabinos. El “hijo de Maya” es Hermes, que según el Himno homérico, guardaba las puertas, entre tantos otros atributos, algunos, es verdad, inconfesables. Es tradición que su protector Mecenas regaló esta villa a Horacio, que el poeta se refugiaba allí durante largas temporadas para escribir y que allí fue muy feliz. Hoy el sitio arqueológico muestra con asombrosa exactitud los lugares que describe el poeta: las ruinas de la casa, el bosque, la fuente. Horacio se refiere al lugar en otros poemas, como en la Oda I, 7:
Aquí los dioses me protegen
y les gusta mi piedad y mi Musa …
Aquí, oculto en la cañada, cantando
vencerás los rigores del verano …
Aquí beberás tranquilo el vino de Lesbos …
Pero Bello no se limita a reproducir sin más el modelo clásico. Al proponer una lectura política del soneto, Antonio Cussen (Bello y Bolívar. Poesía y política en la revolución hispanoamericana, Caracas, 1995) observa que los poemas de Bello en estos primeros años caraqueños “muestran el éxito de un modelo educacional probado en el tiempo”. Allí, “de la mano de Horacio y Virgilio”, el joven poeta canta las bondades de la naturaleza bucólica, a la vez que, época de crisis bajo los borbones, vaticina la llegada de un tiempo nuevo, signado por la abundancia y la prosperidad, recogiendo así la tradición de la Égloga IV de Virgilio. Pero hay una diferencia. Para Horacio, como para Virgilio, las dulzuras de la vida campestre se muestran en contraste con la corrupción y la ambición que caracterizan la vida en la ciudad. En efecto, la oposición “campo” / “ciudad” (encarnada desde luego por Roma) constituye el eje principal en torno al que se articula lo mejor de la tradición del bucolismo clásico romano. Así se muestra claramente, y pienso que este es el mejor ejemplo de lo que estamos afirmando, en el Épodo II de Horacio, mejor conocido por sus palabras iniciales: Beatus ille. Allí, el poeta elogia la vida feliz (beata) de aquel que:
…lejos de los negocios,
como era antes la raza de los mortales,
los campos paternos labra con su yunta,
libre de toda usura,
y nunca lo despierta la diana amenazante,
ni teme al mar airado
y el foro rehúye y los soberbios umbrales
de los ricos ciudadanos…
Nada más lejos de Bello que comparar a la Roma de Augusto con la pequeña Caracas de finales del siglo XVIII, y su elogio de la campiña caraqueña transcurre por otros caminos. En Mis deseos, el poeta introduce por primera vez para nuestra poesía, y aquí el punto que me parece de mayor interés, nuestros nombres, los de nuestra geografía, “Aragua”; los de nuestros árboles, el “coco altivo”. Introduce también (de manera muy intencionada, como nota el poeta Paz Castillo en su “Introducción” al tomo I de las Obras Completas, Caracas, 1952) el diminutivo “arroyito”, más propio del habla americana que del de la Península. Tampoco pensemos que se trata de una ocurrencia aislada. Lo mismo pasará en la Oda al Anauco, “verde y apacible”:
…para mí más alegre,
que los bosques idalios
y las vegas hermosas
de la plácida Pafos…
Y lo mismo diremos de su poema A un samán, ese árbol hijo, según Arístides Rojas, nada menos que del Samán de Güere, traído “de la laguna distante que baña el pie de Valencia”, para ser plantado “del puro Catuche al margen”. Lo mismo, finalmente, pasará cuando en el Resumen de Historia de Venezuela describa los felices paisajes del interior de la provincia: “Desde La Victoria hasta Valencia no se descubría otra perspectiva que la de la felicidad y la abundancia, y el viajero fatigado de las asperezas de las montañas que separan a este risueño país de la capital, se veía encantado con los placeres de la vida campestre, y acogido en todas partes con la más generosa hospitalidad”.
En este sentido, el soneto Mis deseos inaugura un motivo, a la vez que señala un camino a la poética bellista. Una tendencia que se consolidará veinte años más tarde en las Silvas americanas, marcada por la apropiación y la inclusión de la geografía y la naturaleza del Nuevo Mundo. Una estética novedosa destinada a inaugurar toda una poética inédita y sorprendente, signo de nuestro inefable barroquismo: la incorporación de nuevos topónimos, nombres de plantas y de frutas hasta entonces desconocidos para la poesía, la expresión de texturas y aromas inéditos, de emociones y sentimientos tal vez no experimentados o no expresados antes, la creación de espacios de una luminosidad inédita marcados por la hipérbole inenarrable, la unificación, en fin, de toda una tradición americana que se extiende desde las Cartas de relación del almirante Colón a Neruda, de Landívar y Heredia a Borges y Vallejo.
Tampoco es que Bello haya sido el primero en describir las maravillas del paisaje americano, que esto no podía haberle pasado sino a los Cronistas de Indias. Su amor a la naturaleza venezolana no nace de la sorpresa ni del asombro, sino de la observación cotidiana en sus paseos solitarios por la campiña caraqueña, de la amorosa contemplación de un entorno que después redescubrirá junto a Humboldt. La originalidad y el mérito de esta poesía temprana fue más bien intentar, nada menos, la síntesis de los modelos clásicos con el entorno americano, con el paisaje y el habla de los que vivimos a este lado del Atlántico, el arraigamiento audaz y sincero de la tradición clásica en nuestro suelo, la creación, pues, de una poética del paisaje americano, la búsqueda de una expresión híbrida, nuestra y nueva, a la vez que inserta en la tradición ancestral de España y de Occidente. Podemos decir entonces que la descripción del paisaje americano que inaugura Bello en este soneto remite a una tradición que se remonta al bucolismo romano de Horacio y de Virgilio. La imagen de los árboles que crecen en la nueva tierra no es una metáfora gratuita: el sauce criollo, salix humboldtiana, primo del viejo salix de los latinos, oriundo de Europa y la remota Babilonia, que se alza orgulloso junto al “coco altivo”. Un nuevo lenguaje poético que todavía utilizan los bardos nuestros, como Palomares, Montejo y Cadenas.
Mariano Nava Contreras
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