Hipatia de Alejandría y la novela histórica

22/10/2022

Rachel Weisz representando el papel de Hipatia en la película Ágora (2009). Fotograma de la película

Muchas veces he pensado acerca del secreto de la novela histórica. La razón que hace que sea, hoy por hoy, uno de los géneros de mayor éxito. En efecto, se trata de un género extremadamente popular que siempre “lidera las ventas”, como se suele decir. Recientemente, las ganadoras de los premios más reputados –o lo que es lo mismo, mejor dotados- son novelas históricas. Ahí está La Bestia, de la polémica Carmen Mola (en realidad tres talentosos narradores), o Lejos de Luisiana, de la aragonesa Luz Gabás, ambas ganadoras del Premio Planeta los dos últimos años. La una es un thriller histórico ambientado en Madrid en 1834. La otra, una historia de amor que ocurre en Luisiana en el siglo XVIII, cuando el territorio era administrado por España. En general, la receta es aparentemente sencilla: ubicar en un contexto histórico original y sugerente (más sugerente que original) a unos personajes, mejor si anónimos, normales, nada heroicos para que el lector pueda compenetrarse mejor y reflejarse en ellos. Es lo que recomienda Lukács en su imprescindible estudio sobre La novela histórica. Lukács pensaba que la primera novela que había cumplido con estas condiciones era Waverley, o Escocia hace sesenta años, escrita por Walter Scott en 1816. También puede pasar que los protagonistas sean personajes históricos. Entonces habrá que fijarse muy bien en su lado humano y en sus circunstancias personales para no caer en el panfleto o la hagiografía, lo que sería fatal. En todo caso, la magia ocurre cuando vemos –leemos- lo que ocurre a estos personajes envueltos en unas circunstancias históricas que los arrastran irremediablemente sin que ellos puedan evitarlo, ni siquiera llegar a comprenderlo. En principio suena simple, pero hay que investigar mucho y tener una gran maestría narrativa para conseguir que esta receta funcione.

Un personaje histórico seductor es el de Hipatia, que vivió en Alejandría en el siglo IV de nuestra era. La sabia y hermosa maestra que perece víctima del fanatismo religioso se convirtió en un símbolo más que sugerente. Una de las primeras mujeres matemáticas de la historia, Hipatia era hija y discípula del astrónomo Teón, “más docta que su padre y maestro”, dice Gilles Ménage, que escribió en la Francia del siglo XVI una Historia de las mujeres filósofas (Historia mulierum philosopharum). También era bellísima, según dice la Suda, la enciclopedia bizantina del siglo X. Escribió sobre geometría, álgebra y astronomía; perfeccionó el diseño del astrolabio (el instrumento para determinar la posición con respecto de las estrellas que todavía usaba Cristóbal Colón) e inventó el densímetro, un instrumento para medir la densidad de los líquidos. También dice la Suda que Hipatia se casó con un filósofo de nombre Isidoro, aunque se mantuvo virgen. Enseñó en Alejandría, sobre todo los textos de Platón y Aristóteles, lideró la escuela neoplatónica después de Plotino y llegó a tener importantes discípulos llegados de todo el Mediterráneo.

En el apogeo de su sabiduría y de su fama, a los cuarenta y cinco años -sesenta según otros- Hipatia fue asesinada por fanáticos cristianos, quienes la torturaron, la descuartizaron e incineraron. Sócrates el Escolástico, autor de una Historia ecclesiastica en el siglo V, es quien mejor relata los hechos, a menos de cien años de que sucedieran. En medio de la cuaresma, un grupo de exaltados cristianos se abalanzó sobre la filósofa cuando volvía a su casa. La golpearon y arrastraron por toda la ciudad hasta llegar al Cesareo, un antiguo templo romano convertido en catedral de Alejandría. Allí la desnudaron, apedrearon y descuartizaron, paseando sus restos por la ciudad hasta que decidieron incinerarlos.

Convertida en mártir de la ciencia por los ilustrados del siglo XVIII y más recientemente reivindicada por movimientos feministas, la leyenda de Hipatia comenzó a forjarse seguramente durante su propia vida. Sinesio de Cirene, su discípulo cristiano que después llegó a ser obispo de Ptolemaida, la llama en una de sus cartas “auténtica maestra en los misterios de la filosofía”, y en otra la saluda como “madre, hermana y profesora, además de benefactora”. Ciertamente era considerada la sucesora de Platón, y su fama de virgen revela una conducta intachable en el cultivo de la sophrosyne, la prudencia de los antiguos filósofos. Nicéforo Calixto, autor de una Historia eclesiástica en el siglo XIV, afirma que “todos la reverenciaban y respetaban por su excelente pudor”.

También su muerte estuvo rodeada de controversia desde el primer momento. Juan Malalas, obispo bizantino del siglo VI, dice en su Chronographia que los alejandrinos eran violentos y “acostumbrados a toda licencia”, y el historiador Juan de Éfeso, por la misma época, afirmaba que los asesinos eran una horda de bárbaros “inspirada por satán”. Juan de Nikiû, obispo copto del siglo VIII, llegó a afirmar que Hipatia había sido una bruja peligrosa cuya muerte había estado más que justificada, y Hesiquio de Mileto, historiador que vivió entre los siglos V y VI, escribió en su De viriis illustribus que la habían matado simplemente por envidia. En todo caso las miradas apuntan a Cirilo, Patriarca de Alejandría y cabeza de los cristianos. El influyente eclesiástico sostenía un abierto enfrentamiento con Orestes, el prefecto imperial, quien veía en el patriarca un constante desafío a la autoridad de Roma. Orestes era, por cierto, discípulo y amigo de Hipatia. La Suda cuenta que la filósofa “explicaba públicamente los escritos de Platón o de Aristóteles a todos los que quisieran escuchar (…) y los magistrados solían consultarla para la administración de los asuntos de la ciudad”. 

Una tragedia como la de Hipatia tuvo que ser muy atractiva para novelistas y poetas del siglo XIX. Ya en el XVIII Voltaire escribía, palabras más, palabras menos, que su muerte era un ejemplo de lo que podía hacer el fanatismo religioso contra las mentes brillantes, y más tarde el ilustrado Edward Gibbon, en su monumental Historia de la decadencia y caída del imperio romano, dedicaba unas páginas a la filósofa, muerta “en la cumbre de su belleza y en la madurez de su sabiduría”. Pero es con el romanticismo que el mito de Hipatia toma un importante impulso. En 1827 la poetisa italiana Diodata Saluzzo Roero escribía un largo poema titulado Ipazia ovvero delle Filosofie en dos libros, y veinte años después el francés Charles Leconte de Lisle publicaba su Hypatie, otro poema narrativo.

La primera novela histórica sobre la filósofa fue escrita por el inglés Charles Kingsley en 1853. Hypatia or New Foes with an Old Face fue, como podría esperarse, un gran éxito de ventas, nos recuerda Carlos García Gual en La antigüedad novelada y la ficción histórica (Madrid, 2013). Kingsley fue profesor de historia en Cambridge, buen conocedor del mundo antiguo y también párroco anglicano. Crítico ardoroso del catolicismo, la novela es un velado llamado de atención sobre los movimientos ascéticos y puritanos que entonces se estaban gestando en Oxford, de donde lo de “New Foes”. Cuenta don Carlos que la Hypatia de Kingsley conoció más de veinte reediciones solamente en el siglo XIX, y en España fue traducida apenas cuatro años después de su publicación. Mientras, se publicaban en Inglaterra un par de imitaciones: Fabiola or the Church of the Catacombs del cardenal católico Nicholas Wiseman (1854) y Callista: a Tale of the Third Century, del también sacerdote católico y después cardenal J.H. Newman (1856). Claro que no fueron las únicas. Durante el siglo XX y lo que va del XXI más de veinte de novelas y biografías se han escrito en torno a la vida de Hipatia, incluyendo la película Ágora (2009), escrita por Alejandro Amenábar y protagonizada por la bellísima Rachel Weisz. 

A Hipatia le tocó vivir tiempos más que complejos, marcados por la decadencia del mundo antiguo y el ascenso imparable del cristianismo. Una circunstancia difícil de comprender y más aún de asumir, incluso para una mente privilegiada como la suya. Su historia es la de la razón que se enfrenta inerme a la barbarie y el fanatismo, también la de alguien empeñado en su lealtad a una tradición, a unas raíces, a una cultura. Su crimen representa la visión de un mundo que va muriendo, la visión crepuscular y sanguinolenta de una Alejandría ya en el ocaso. Su tragedia muestra, tantos años después, “los feroces excesos del fanatismo y la intolerancia, como advertencia contra los peligros de una involución hacia el rigor oscurantista”, nos recuerda García Gual. Nada que nos pueda parecer ajeno.


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