"Ulises burlando a Polifemo" (1829), de Joseph Mallord William Turner
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La mejor definición de “héroe” que haya leído la dio Ortega y Gasset: “héroe es aquel que quiere ser él mismo”. La lucidez del filósofo español y su prosa envolvente son tan abrumadoras que no terminaré nunca de sorprenderme del hecho de que un sujeto pueda convencerme tanto a pesar de mantener discrepancias con algunas de sus ideas. Puede que se trate simplemente de matices o perspectivas que afecten menos al fondo que a la forma. A mí siempre me ha fascinado la obra de Ortega. Pero no por lo que dice, sino por cómo lo dice. Para un literato eso tiene que ser suficiente, porque en el fondo (nunca mejor dicho) uno suele estar de acuerdo con alguien que sepa decir las cosas tan bien dichas.
En relación a la figura del héroe, esta idea de Ortega contrapone de una vez al héroe con la tendencia humana por excelencia: desear ser otro. La perpetua disconformidad humana: “el césped del vecino siempre parece más verde”. Alguien que está absolutamente satisfecho con su existencia es alguien profundamente estúpido o es, simplemente, un héroe. Pero habría que ver si realmente hay una diferencia marcada entre estos dos. ¿Es el héroe un estúpido? ¿Cómo puede alguien querer ser siempre él mismo? Ya Homero hábilmente sonreía a este respecto. En el entrañable Canto XI de la Odisea, Ulises debe descender al inframundo para conocer la profecía de Tiresias. En el viaje al abismo (hoy diríamos al “más allá”) encuentra a almas conocidas: su madre Anticlea, Elpenor, Agamenón, Áyax, Tántalo, Sísifo, Heracles y Aquiles, entre otros. Con algunos de ellos puede conversar –gracias al consejo de Tiresias– , esos diálogos constituyen un hito para la literatura universal. Pocos pasajes son tan extraordinarios e influyentes en toda la tradición poética occidental. De esas conversaciones, la de Aquiles es particularmente sorprendente.
Ulises está feliz y orgulloso de encontrar al más grande de los héroes de su “generación”, su entrañable amigo Aquiles. Viene a decirle justamente eso, que es el más grande. Le da fe de su gloria, de su fama, de su trascendencia y de su figura ejemplarizante para su pueblo. Pero Aquiles visiblemente inconforme desecha esas palabras de consuelo y dice que preferiría estar vivo y ser un indigente a ser el más grande entre los muertos. Ulises tiene la suerte de recibir ese mensaje en vida. Resulta que en la muerte, la heroicidad es menos apreciada que la vida. Y lo dice el más reconocido de los héroes. Porque en la vida se ha vendido la heroicidad como el camino más honorable a la inmortalidad, a la trascendencia. En ese punto, la cosmovisión mítica griega y la tradición judeo-cristiana se tocan: lo importante es el más allá. Esta vida es sólo un tránsito breve, defectuoso y hasta vil para alcanzar la idea, la verdad, la trascendencia, la perfección. Platón desarrolla toda su filosofía a partir de esa convicción. Pero Homero hace un retrato que subvierte eso: el héroe muerto, una vez que ha conocido el “más allá”, prefiere la vida anónima y pobre de un indigente.
Así, se ha desarrollado durante milenios el discurso de la muerte como valor en sí mismo, cuando se escuda en una buena causa. El problema es que las buenas causas, la mayoría de las veces, se oponen entre sí, son relativas y parcializadas. Una buena causa para un gitano, no es lo mismo que una buena causa para un judío. Una buena causa para un oprimido no es lo mismo que una buena causa para un opresor. Una buena causa para un colonizador no es lo mismo que una buena causa para un colonizado. Los musulmanes y cristianos estaban decididos a conquistarse unos a otros (o aniquilarse) por sus respectivas “buenas causas”. Entre los cristianos –luego del cisma de la Iglesia– se intentaron aniquilar católicos y protestantes, y ambos lo hacían por «buenas causas». Y así hasta el infinito. Todo depende del ángulo desde el que se mire y de quién lo mire. Nietzsche decía: “toda convicción es una cárcel”. En términos ideológicos siempre se ha vendido la idea de “verdad” como un absoluto. Y así los adoctrinadores (que son adoctrinados pero con experiencia) suelen dividir al mundo entre buenos y malos, de forma infantil. Cuando en realidad, como decía Cervantes, la verdad está repartida. Nadie la posee en totalidad. Los buenos puros no existen, y los malos puros tampoco. Pero el adoctrinamiento (que tiene mil formas y funciones) elimina los matices y las variaciones porque desmontan el discurso del poder dominante, tenga la forma que tenga.
Antonin Artaud escribió un estremecedor texto que tituló “Para terminar con el juicio de Dios”. Esos poemas, que fueron escritos a petición para ser leídos en radio, tratan de expresar una lucha contra el valor trascendental que le hemos dado al más allá y son un alegato contra cualquier forma de sistema que termine revelando funciones opresivas, órdenes crueles o relaciones de poder. Mientras menos importante sea en nuestra vida el Juicio Final de Dios, más importante será nuestro tránsito terrenal. No puede seguir despreciándose nuestro mundo en función de algo que no conocemos. Un héroe es alguien que quiere la trascendencia cuanto antes. Es decir, es alguien que desea morir. Con honores, con fama, con reconocimiento, como figura ejemplarizante, pero es alguien que desprecia la vida, porque ama la muerte y está, de una vez, entregado a ella. Podríamos llamarlo simplemente “patología” o, incluso, “confusión”. A mí me gusta más el término “inmadurez”. La vida no ha terminado de macerarse en esa alma, no ha terminado de tomar forma, parsimonia, vitalidad serena y por eso puede entregarse tan alocadamente al riesgo y a la muerte, porque no ha aprendido a armonizar con la serenidad de la existencia.
Un héroe es un irresponsable con las labores cotidianas, familiares, afectivas. Porque cree que su responsabilidad es superior y va más allá. Cree que su compromiso es con unos ideales, con unos valores, con una patria, con unos fines supremos que siempre están por encima del cotidiano vivir. Cuando en realidad suele ser mal padre, mal esposo, mal vecino, mal ciudadano, mal compañero. La ambición de grandeza y trascendencia es muestra de esa inmadurez. La locura de don Quijote consiste en el desarrollo de ese complejo: perder la razón en favor de fama y trascendencia. Cada quien elige la locura que le convenga o que más le agrade, por así decir. Pero el verdadero peligro lo representan los promotores e impulsores de la heroicidad. Los que alientan a otros a convertirse en héroes, y los instrumentalizan vilmente porque necesitan “ejecutores” de sus proyectos, ideas o doctrinas. La vida heroica en el mundo de hoy es locura sin atenuantes.
Los héroes componen el ámbito mítico. Se supone que las sociedades y las culturas crean sus monolitos, sus panteones y sus olimpos. Elaboran una lista interesada de héroes de su buena causa particular. Y destruyen los matices. La trascendencia o el juicio de Dios termina de encumbrar o endiosar a estas figuras que tuvieron tareas tan arduas, tan altas, tan supremas. Así se construyen las naciones, las patrias, los países, en base a identidades arbitrarias. Simón Bolívar, por ejemplo, está lleno de epítetos, de grandilocuencia, de trascendencia. Venezuela ha sido adoctrinada en ese culto desde el siglo XIX. Una figura gigantesca, luminosa, omnipresente. Pero en realidad es una vida que ha sido editada (como cualquier otra vida) y adulterada en función de un mito que está, además, plagado de oscuridades vergonzosas. Tuvo episodios y decisiones escandalosamente crueles en su devenir vital. Todo eso ha sido borrado y justificado en relación a su gran causa suprema. Simón Bolívar siempre quiso ser Simón Bolívar “y no le importaba la realidad, por eso llegó a tanto”, decía Cabrujas.
Estas figuras artificialmente creadas representan valores ejemplarizantes de conducta. Precisamente, si no literalizamos esas vidas y no nos creemos ciegamente el cuento, pueden constituirse en modelos éticos útiles de una sociedad que necesita sostenerse en referentes, pilares y puntos de apoyo. Pero es fundamental creer sólo en su valor simbólico, en su representación. Pocas cosas menos edificantes que creer literalmente en un héroe como una figura real y sin fisuras. Y pocas cosas más preocupantes que creerse uno mismo un héroe.
Juan Pablo Gómez
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