Literatura

Hermosura terrenal y belleza inmaterial en El Quijote

09/01/2023

«Dulcinea del Toboso: Illustration to ‘Don Quixote’ (Strang No. 550)» (1902), de William Strang | National Galleries Scotland

La incomparable belleza de Dulcinea del Toboso es el motor y alimento principal de la gesta del Quijote. El nombre y la fama que el caballero buscará en los combates no serán más que medios para crear y exaltar los de la dama que los inspiró; la empresa de Don Quijote es, a primera vista, aventura surgida de una gran locura de amor. Pero no es solo el Ingenioso Hidalgo quien sufre de esta locura: a lo largo de la novela (y de otras de Cervantes) veremos repetirse el efecto estremecedor que ejerce la hermosura física en muchos de sus personajes, llevándolos a cometer imprudencias y fechorías, o incluso a arriesgar o perder la vida por poseer la belleza.

Grisóstomo muere de amor no correspondido por la hermosa Marcela; Don Fernando, hijo de un duque, traiciona a Cardenio, quien le creía su amigo, para robarle a su prometida Luscinda y de paso traiciona también a la hermosa Dorotea; Basilio recurre a un truco macabro para recuperar a la hermosísima Quiteria, obligada a casarse con el rico Camacho; Anselmo, por poner a prueba la fidelidad de su bella esposa Camila, termina perdiéndola a manos de su amigo Lotario; Don Luis, muchacho imberbe, se hace pasar por mozo de mulas para seguir a su amada Clara; Don Gaspar Gregorio, caballero cristiano, llega al extremo de seguir a la morisca Ana Félix al destierro, exponiéndose a riesgos inimaginados para su hombría. Estos y otros ejemplos tienen algo en común: esa belleza que enloquece a los hombres y les cambia la vida es la de mujeres reales, de carne y hueso. Esos hombres trastornados buscan la posesión material de esos cuerpos hermosos, y están dispuestos a cometer locuras para alcanzarla.

Por el contrario, Don Quijote, aunque corre todos esos riesgos, nunca se esfuerza por buscar dicha posesión: pareciera que le basta que Dulcinea tenga noticia de sus hazañas para satisfacer su pasión amorosa. Por lo demás, se mantiene leal a su dama frente a las numerosas tentaciones que, por equivocación o burla, se le ofrecen.

Pero ¿cree Don Quijote realmente en la existencia y la belleza de Dulcinea? ¿O lo que busca es la fama en sí misma y Dulcinea no es más que un accesorio para hacer más creíble su rol de caballero andante? Así pareciera reconocerlo él en forma explícita: “yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean, y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes.” (II, 32) Pero, ¿puede explicarse tanto riesgo y sacrificio por alguien en cuya realidad no cree? Veamos cómo nos cuenta Cervantes, o su predecesor Cide Hamete, la invención de Dulcinea a partir de Aldonza.

El paso a la locura se da cuando Alonso Quijano decide convertirse en caballero andante, pero desde ese momento actúa metódicamente, tanto que podría decirse de él como se dijo de otro loco famoso: “hay sistema en su locura”. Escoge para sí y su caballo nombres adecuados a su nueva identidad, y finalmente, como Dios creando al hombre el último día, se resuelve a llenar una carencia:

“Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmádose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma.” (I,1).

Surge entonces Dulcinea como producto de la necesidad de conformarse al modelo del caballero andante que dedica sus hazañas a una dama. Pero en lugar de inventarla de la nada, parece impulsado a darle arraigo en el mundo real:

“¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni le dio cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla «Dulcinea del Toboso”…  (I,1).

Aunque Alonso Quijano estuvo enamorado de Aldonza sin que ella le correspondiera, al transformarla en Dulcinea comienza a alejarse del deseo banal de un hidalgo pobretón por una labradora; ahora es un caballero, destinado a alcanzar grandes hazañas que ofrecerá a “la que merece ser señora de todo el universo” (I, 25). Y en este punto le es útil recurrir a su propia locura, ya que es ella la que le permitirá transformar la apariencia tosca de Aldonza en la principesca de Dulcinea.

Es Sancho quien logrará hacer confesar al caballero el carácter artificial de su doncella. Cuando Don Quijote le descubre que Dulcinea es Aldonza Lorenzo, el escudero mostrará todo su escepticismo frente al mito y tratará de destruirlo:

“—Bien la conozco –dijo Sancho–, y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz!” (I,25).

La Aldonza de carne y hueso, a diferencia de las hermosas que han trastornado a los hombres de la novela, nunca fue bella. Nada más lejos de la doncella idealizada que esta labradora un tanto machorra. Pero la respuesta de Don Quijote muestra hasta qué punto Dulcinea es una ficción creada para mayor conveniencia del caballero andante. Comienza narrando una anécdota: “Has de saber que una viuda hermosa, moza, libre y rica, y sobre todo desenfadada, se enamoró de un mozo motilón, rollizo y de buen tomo…” Ante las críticas por escoger a alguien “tan soez, tan bajo y tan idiota” en lugar de otros pretendientes como maestros y teólogos, la viuda responde “…pues para lo que yo le quiero, tanta filosofía sabe y más que Aristóteles».”  Don Quijote se apropia, a su manera, del argumento:

“Así que, Sancho, por [para] lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los poetas que alaban damas debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amarilis, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Fílidas y otras tales… fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de aquellos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino que las más se las fingen por dar sujeto a sus versos y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo. Y, así, bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta, […] y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo.” (I,25)

Reconoce así el caballero que Dulcinea podrá ser una invención que poco o nada tiene que ver con quien la originó, pero en tanto le es útil a su propósito de tener una dama a quien someterse, es lo suficientemente “real”. Habla aquí Don Quijote como un “loco” capaz de manipular su propia locura para lograr objetivos coherentes con ella.

En su afán por imitar a los grandes caballeros andantes, no le parece suficiente la devoción que profesa a Dulcinea, por lo que, en medio de la Sierra Morena, decide emular a Amadís de Gaula, quien, celoso por una sospechada traición de su dama, se había retirado a un bosque donde sus lamentos y extravagancias lo hicieron tildar de loco. Don Quijote, que hasta ahora no se ha considerado a sí mismo como loco, se propone mostrar a todos las locuras que es capaz de hacer para probar su amor a Dulcinea. Es, en cierta forma, una locura planeada y programada, que se superpone a la que ven los otros. Contradiciendo su habitual pudor y reticencia frente a la exposición de su propio cuerpo, se desnuda para dar saltos y volteretas de las que Sancho, muy a su pesar, se ve obligado a ser testigo.

Pero lo admirable es que, ante desafíos y aventuras que le exigirán demostrar su valentía y compromiso con su dama, el caballero encontrará en el mito de Dulcinea fuerzas para enfrentar adversarios temibles y trances desesperados. Ya no importa si cree o no en su propia creación, porque actúa como si creyera en ella. En un momento en que Sancho le exhorta a casarse con la fementida princesa Micomicona —es decir, la hermosa Dorotea— Don Quijote, mientras golpea enfurecido a Sancho, le dice:

“Y ¿no sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua viperina, ¿y quién pensáis que ha ganado este reino y cortado la cabeza a este gigante y héchoos a vos marqués, que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada, si no es el valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser.” (I, 30).

Lo que en un primer momento parecía un simple recurso formal, la invención de una dama a quien someterse para cumplir con la ilusión de ser caballero andante, deviene, por virtud de la acción más que del pensamiento, en causa y motivo de la vida del Quijote. La soledad del solterón Alonso Quijano, quien nunca había sabido, podido o querido encontrar mujer ni concebir hijos, se convierte en la soledad escogida de quien debe andar por los caminos para demostrar su valor a una dama inalcanzable. Y su tímido enamoramiento a distancia de una labradora que a su juicio —y solo a él— es “de buen parecer” se transforma, por vía del lenguaje de la caballería andante, en aventura trascendente que lo eleva por encima de su gris existencia.

Pero mantener esta imagen mítica en el centro de su pasión y su acción enfrenta todos los obstáculos que le plantea la realidad: el escepticismo de Sancho, las burlas y la incredulidad de la gente que encuentra en el camino, y sobre todo, el traumático encuentro con una tosca aldeana del Toboso que, según Sancho, es Dulcinea. No logrando ver en ella la belleza que imagina, Don Quijote concluye que su señora ha sido encantada por algún hechicero que se cuenta entre sus numerosos enemigos.

Don Quijote sólo se encontrará con Dulcinea dos veces más, siempre en la niebla de los encantamientos y la ambigüedad. En su relato sobre la cueva de Montesinos, cuenta que la atisbó de lejos, pero apenas la pudo reconocer porque vestía como la aldeana que vio llegando al Toboso; trató de acercarse, ella escapó rápidamente y el encantado Montesinos le disuadió de seguirla. Pero al narrar el incidente, el caballero evita dar una descripción detallada de su dama. Sabe que es ella por sus vestidos y no por su belleza.

La segunda ocasión se produce cuando, por instigación del duque y la duquesa sin nombre, se monta una elaborada farsa para hacer creer a Don Quijote y Sancho que el mago Merlín les indicará la forma de desencantar a Dulcinea. Con especial crueldad, los duques eligen para representarla a uno de sus pajes, que se destaca por su rostro “más que demasiadamente hermoso”. La responsabilidad del desencanto recae en Sancho, quien se ha de dar tres mil trescientos azotes. Ante su natural resistencia, la falsa Dulcinea, “con un desenfado varonil y con una voz no muy adamada” increpa groseramente al escudero y le exige sacrificarse por su amo. Don Quijote, conmovido, no duda ni por un instante de la verdad del espectáculo, y cubre de besos a Sancho cuando éste al fin se resigna a cumplir con el castigo. (II, 35)

Pero ya se acerca el ocaso de Don Quijote y la disolución de la imagen cada vez más tenue de su dama. Vencido por el Caballero de la Blanca Luna, debe retirarse a su pueblo. Aunque Sancho, más mal que bien y más con astucia que con fuerza, ha completado su penitencia, no le es dado a Don Quijote ver a Dulcinea liberada del maléfico encantamiento. Al entrar a la aldea, el caballero cree percibir un presagio en una conversación oída al azar: “no la has de ver en todos los días de tu vida”. Es la última mención que hace de Dulcinea, pues a los pocos días morirá dos veces: una

como Don Quijote de la Mancha, y otra como Alonso Quijano el bueno, quien renegó de su pasado como caballero andante y de todas sus locuras. Pero también, sin decirlo, de su amor por la doncella de inigualable hermosura, ¿o por una labradora “de muy buen parecer”?


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