Estatua de Hermes exhibida en el Museo Vaticano / Fotografía de Jean-Pol Grandmont
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Uno de los dioses más curiosos del panteón griego es sin duda Hermes. No por su aspecto, pues éste no podía ser más común, si común puede ser el aspecto de un dios griego. Tampoco por su origen, pues en esto tampoco se diferenciaba mucho del resto de los dioses. Se le representa desnudo, calzado con unas sandalias aladas, pues era el mensajero de los dioses, el encargado de llevar su palabra a los hombres cuando los dioses tenían pereza de decírsela ellos mismos. También se le ve con un sombrero de anchas alas (el pétaso) y un báculo (el cadúceo) que le eran útiles en sus frecuentes viajes. Así aparece, por ejemplo, en la escultura romana que se conserva en el Museo Pío-Clementino del Vaticano. La historia de su nacimiento tampoco es menos retorcida que la de cualquiera de los demás olímpicos. Hesíodo y Eurípides cuentan cómo, fruto de los amores adúlteros de Zeus con la ninfa Maya, Hermes nació en una caverna del monte Cileno, al sur de la remota Arcadia. Allí había ordenado Zeus a la ninfa que lo tuviera «en la oscuridad de la noche», a ver si podía escapar de los celos enfermizos de Hera. Pero esto no es lo curioso.
Desde el mismo día de su nacimiento, el hijo menor de Zeus dio muestras de una gran precocidad y de un extraordinario talento para el engaño y la trampa. Dice el Himno homérico a Hermes que, envuelto en pañales y depositado en una pequeña cuna, Hermes encontró la manera de zafarse, escapó de la caverna y fue a dar a Tesalia, donde su hermano Apolo hacia las veces de pastor y guardaba el rico rebaño del rey Admeto, según cuentan Pausanias y el mismo Homero. Aprovechando un descuido de Apolo, Hermes robó parte de su rebaño: doce vacas, cien terneras y un toro. Después, atando una rama a la cola de cada uno de los animales para borrar sus huellas, atravesó con el rebaño media Grecia hasta llegar a Pilos. Allí sacrificó dos reses a los dioses y escondió el resto en una pequeña gruta. Hecha la travesura, volvió a su caverna del monte Cileno, se envolvió él mismo en sus pañales y se metió en su cuna, como si nada.
El Himno también cuenta que, de vuelta a la caverna, Hermes se topó con una tortuga. El pequeño dios la mató, vació su caparazón, ató unas cuerdas sobre la cavidad e inventó la lira. Poco después, hasta la misma caverna llegó también Apolo, enfurecido por el robo y reclamando a la madre de Hermes que le devolvieran las reses. Maya, cómo no, rechazó indignada las acusaciones. Mostrándole la cuna y el tierno bebé que allí dormía, preguntaba a Apolo cómo era posible que una inocente criatura como esa pudiera cometer semejante fechoría. Entonces a Apolo no le quedó más remedio que invocar a su padre, Zeus, y pedirle que ordenara a Hermes que le devolviera lo robado. Así fue, pero Apolo había visto la lira y escuchado los dulces sonidos que producía. Entonces Hermes propuso a su hermano cambiar la lira por el ganado robado. Seducido por los sonidos del instrumento, Apolo, encantado, aceptó.
Para nadie es un secreto que, a estas alturas, Zeus ya estaba orgullosísimo de su vástago. Poco tiempo después, mientras pastoreaba el ganado robado, Hermes también inventó la flauta. De nuevo fue Apolo el que, encantado con las hermosas melodías que producía, quiso comprársela, ofreciéndole como pago el báculo de oro que había utilizado en sus tiempos de pastor. Hermes aceptó, pero además le pidió como parte de pago unas clases de adivinación, a lo que Apolo volvió a aceptar. Esto ya fue demasiado para Zeus, quien, reventando de orgullo por la astucia de su benjamín, decidió nombrarlo mensajero de los dioses, consagrándolo especialmente a su servicio personal. Así aparece, por ejemplo, en la Odisea, cuando es encargado de viajar hasta la lejana isla de Ogigia y transmitir a Calipso la orden de que libere a Odiseo y lo deje continuar su viaje hacia Ítaca.
No tiene nada de extraño el que, ante semejantes cualidades, Hermes sea tenido en la mitología griega como el dios de los pastores, los viajeros y los comerciantes, pero también el de los ladrones y los mentirosos. El Himno homérico lo llama «de sutil ingenio, saqueador, ladrón de vacas, caudillo de sueños y espía de la noche». De hecho, se le solía ofrecer la lengua de los animales que se sacrificaban a los dioses. A veces se le representa llevando un cordero, en una escena que parece recordarlo como el más célebre de los cuatreros. Guiaba a los viajeros por los caminos, razón por la cual se le solían levantar estatuas en las encrucijadas. Muy especialmente solía acompañar al infierno a las almas de los difuntos, en un descenso que, se nos ocurre, tampoco debía ser muy difícil de transitar para él.
Ciertamente, a nuestro concepto moderno y cristiano de la divinidad no le puede resultar más extraño el que en la antigüedad hubiera sido tan popular un dios con semejante prontuario. En lo que a mí respecta, ignoro la razón exacta por la que los antiguos griegos se empeñaron en deificar y honrar también a nuestros defectos y costumbres más vulgares. Sin embargo, lo que nadie podrá negar es que el robo, la trampa y la mentira han sido y son, hoy más que nunca, fuerzas que mueven a la humanidad, el mundo y la historia. De eso sabemos bastante los venezolanos.
Mariano Nava Contreras
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