Literatura

Hemingway, el beisbol y El viejo y el mar

11/08/2018

Ernest Hemingway. Fotografía de Hulton-Deutsch Collection/Corbis, Copyright Gestalten 2014

Cada vez que regreso a mi ciudad natal, me resulta inevitable revisitar la casa de Andrés Eloy Blanco frente a la plaza Bolívar, sólo para sentir su obra literaria a través de una frase inolvidable de él acerca de Cumaná: “Mariscala de mi niñez, Marinera de mis sueños”.

Avanzo siete cuadras en la calle Sucre hasta arribar a otra vivienda de grandes ventanas: la residencia de José Antonio Ramos Sucre. Puede notarse una paz misteriosa. Y el viento silbando en las ventanas me hace presentir al fantasma del poeta.

De vuelta me detengo en una transversal. En esa calle, hace tiempo, había un café literario: El bote de Ernest Hemingway. Muchos profesores, escritores, estudiantes solían frecuentarlo. Ahora la edificación está abandonada, la puerta de enfrente casi derribada, cubierta de telarañas.

Siempre trato de saltar o empujar sus pesadas y polvorientas ventanas con la esperanza de ver la sala del lugar, la que hacía que pareciera más un museo que un café. Era un local de siete por siete metros. El piso era de baldosas azul oscuro. Tenían un reflejo especial amarillo que simulaba la arena del fondo del mar. La pared del fondo mostraba un marlín gigante flotando sobre el mar, con gradaciones de naranja a tonos rojizos cerca del rincón.

La sala tenía una ventana de cierta dimensión en el techo. A través de ella, la luz solar (o lunar) iluminaba la majestuosidad de un bote de cinco metros de eslora por uno y medio de ancho. Dentro había dos arpones atados a más de veinte metros de cuerda, un estuche con cinco tipos diferentes de anzuelos, una biblia de bolsillo, un ancla, unos binoculares, una atarraya de nylon, una botella de licor, un balde metálico y un cuaderno de páginas amarillentas y letras descoloridas.

Cada día había al menos diez visitantes en esa sala. Las discusiones eran tan encendidas que el dueño del local tenía que pedir a los clientes que bajaran la voz.

La última vez que pasé por El bote de Ernest Hemingway era casi de noche, pero pude ver el salón donde estuvo la barcaza por mucho tiempo. La luz de la luna entraba a través del agujero donde una vez estuvo la ventana del techo, y pude contemplar todas las señales de la embarcación. Cerca de la proa había un bate en el que se leía Joe DiMaggio Slugger. En algún lugar de la popa había dos libros: El viejo y el mar y Al romper el alba.

Uno estaba abierto en la primera página, el otro en otra intermedia con algunas líneas subrayadas. Había un guante de beisbol a mitad de estribor. En uno de los dedos del guante, se podía leer el nombre de Manolín. Sin importar cuánto tiempo había pasado desde la última vez que estuve en ese salón, todavía podía escuchar las voces de los profesores y estudiantes hablando de literatura. De Andrés Eloy Blanco, Ramos Sucre y, por supuesto, de Hemingway.

 

Dos

Sabiendo lo estricto que era el genio de Illinois en su proceso de escritura, el largo tiempo que pasaba de pie frente a sus páginas escritas, borrando, corrigiendo, reconstruyendo pasajes enteros de sus cuentos y novelas, entendemos la naturalidad con que incluyó el beisbol en algunos de sus trabajos.

Es fascinante la manera como establece un paralelismo entre Santiago, el viejo pescador de El viejo y el mar, y Joe DiMaggio en sus últimos años como pelotero. Tal vez se inspirara en el hecho de que el padre de DiMaggio también fue pescador. Acaso quería mostrar cómo el tiempo puede afectar las habilidades físicas de un pescador y un pelotero, o tal vez se proponía pintar un paisaje de épica y redención al mostrar que un viejo podía arreglárselas para atrapar un gran pez, al igual que otro viejo podía liderar a su equipo para ganar una Serie Mundial.

Hemingway tenía su propio campo de beisbol en casa cuando vivía en la Cuba de los años 50. Allí le enseñaba lo que sabía a su hijo Greg (GiGi) y los amigos de éste. Tal vez quería probarse lo mucho que apreciaba el beisbol y cuánto lamentaba no haber escrito sobre ese juego cuando trabajó como periodista en The Kansas City Star.

Explicaba casi de mal humor que nunca escribió una palabra relacionada con el beisbol para las páginas de The Star, pero reconocía que había desarrollado una técnica de escritura a través de sus lamentos por no ser periodista deportivo. Tomó como modelo la manera como un jardinero anticipaba un batazo hacia sus predios, como corría, volteaba hacia atrás, y, finalmente, estiraba su guante para atrapar la pelota. De esa manera ponía de manifiesto el argumento que sorprendía a los lectores al delinear tramas de manera inesperada.

Hay un pasaje en El viejo y el mar donde Santiago, el personaje principal, tiene momentos difíciles al forcejear con el marlín una vez que éste ha mordido el anzuelo. La criatura empieza una intensa batalla para liberarse del anzuelo de Santiago y el pescador tiene que emplear todas sus fuerzas. Pero éstas no son suficientes para vencer al marlín. Así que se mantiene batallando unos tres días. Allí, Hemingway recurre al beisbol como referencia y provee a Santiago de algunas imágenes que ha escuchado en la radio o leído en los periódicos acerca de Joe DiMaggio.

Sabía que DiMaggio también se acercaba al final de su carrera beisbolera. Y espejeó la situación recordando cómo éste se había recuperado de un espolón para regresar a jugar con los Yankees. Santiago sacó también fuerzas de la flaqueza y continuó fajándose con el marlín a pesar de los calambres de su mano izquierda.

El beisbol sigue en la atmósfera de la historia cuando Santiago trata de arrastrar el pez hacia el bote. La cruzada dura tres días. Santiago se molesta porque no puede atraparlo y finalmente lo pierde ante los tiburones, los cuales lo devoran hasta sólo dejar el esqueleto. Apenas puede repelerlos a golpes de remo. Mientras aconseja a Manolín para que se haga beisbolista, Santiago rememora la imagen de DiMaggio y cómo éste había pasado por momentos difíciles en sus últimas temporadas.

No fue el mismo pelotero después de recuperarse del espolón. No podía correr lo suficiente para alcanzar los elevados y linietazos que bateaban hacia el jardín central. Tampoco podía batear con la misma fuerza de sus grandes años. Santiago es DiMaggio en su última temporada. No es capaz de atrapar un solo marlín cuando en sus mejores momentos podía pescar hasta tres grandes en un día.

 


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