Literatura

Glorias del humanismo

01/12/2018

Retrato de Francesco Petrarca conseguido en la colección de Casa del Petrarca en Arquà Petrarca

Tres son los grandes momentos que han marcado la evolución del espíritu en Occidente. El primero en Grecia, cuando Sócrates inventó la razón. El segundo, casi dos mil años después, en Florencia, donde Petrarca, Boccaccio y un selecto grupo de visionarios, desplazaron un milenio de oscuridad cristiana para fundar el llamado humanismo. Y por último, cuatro siglos más tarde, en Königsberg, y en solitario, cuando Kant criticó toda forma de conocimiento que no fuera posterior a la experiencia.

Sobre el humanismo, los más devotos estudiosos, como Eugène Guérin y Oskar P. Kristeller, se acuerdan al señalar al aretino Francesco Petrarca, más conocido como el poeta de los sonetos de amor a Laura, como el adelantado pensador que aventuró el nacimiento de los nuevos tiempos. Desde las alturas del Mont Ventoux provenzal, según cuenta en Secreto mio, Petrarca avizoró los cambios que, como una tromba indetenible, se aproximaban. Presintió y sintió que la Edad Media, con sus supersticiones y estrecheces intelectuales, estaba llegando a su fin, y el tiempo en el cual intérpretes como Tomás de Aquino iban a ser sustituidos por los originales, como Aristóteles, en su caso. También percibió el poeta que, para ver mejor hacia adelante, había que mirar hacia atrás, hacia el pasado greco-latino, verdadero y único antecedente de una nueva manera de entender el mundo. Comenzaba con Petrarca la gesta de cantidad de artistas intelectuales que conocerían la contradicción insalvable entre cristianismo y paganismo.

Para Petrarca, la distancia entre la Roma de Virgilio y la del papa Clemente VI, no eran insalvables. A todos los grandes de la antigüedad latina, escribió copiosas epístolas en fatigosos versos en latín medieval, no ayunas de dramáticas y reveladoras confesiones:

En estos mezquinos restos de tu obra me sumerjo cada vez que quiero olvidar estos lugares, estos tiempos, estas costumbres, provisto de orgulloso desdén por los hombres de nuestra épocas, atraídos tan solo por el oro, la plata y los placeres. Mientras te leo, me haces olvidar los males actuales y me conduces a un tiempo más feliz, donde me parece vivir no con estos despreciables ladrones, entre los cuales, con tan mala estrella he venido a vivir.

Siglo y medio más tarde, emulando al bardo florentino, otro florentino, una gloria del humanismo tardío, Niccolò Maquiavelo, confesaba, desde su destierro, una pasión no menor por los pensadores de la antigüedad. A Francesco Vettori, en su conocida carta en vulgar del diez de diciembre de 1453:

Te diré cual es mi vida ahora… Llegada la noche me regreso a casa y entro en mi estudio; en su umbral me quito esta ropa cotidiana sucia y llena de lodo, y me pongo ropas regias y curiales; así, vestido decentemente, entro a las antiguas cortes de los antiguos hombres donde, por ellos amorosamente recibido, me nutro de aquel alimento que solum es mío y para el cual he nacido, y donde no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles sobre la razón de sus acciones; y ellos por su humanidad me contestan; y durante cuatro horas no siento aburrimiento, olvido todo afán, no temo a la pobreza, no me asusta la muerte…

Otros doscientos años después, en un tiempo de menguada racionalidad y revanchismo del cristianismo más oscuro, la última gloria del mezquino humanismo español, Francisco de Quevedo, también desterrado de la corte, cantaba en sus endechas la compañía estimulante de los difuntos, los mismos “antiguos” de Maquiavelo:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos. 

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos,
al sueño de la vida hablan despiertos. 

Las grandes almas que la Muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, !oh gran Don Josef !, docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquella el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudio nos mejora.

Petrarca, a diferencia de Dante, tuvo la fortuna de atraer la protección de los poderosos de su tiempo. Obispos, pontífices, reyes y nobles reconocieron sus talentos tempranamente. Una sola contrariedad conocieron sus asuntos, y fue la derrota del alzamiento de Cola de Rienzo en contra de la inútil y corrupta aristocracia romana. No queriendo indisponerse con Clemente VI, se mantuvo a distancia prudente de la geografía tiberina. A su regreso, en el transitado camino hacia Florencia, se produjo uno de los encuentros más extraordinarios de los tiempos postmedioevales. El del maestro en latín y vulgar, el gran Francesco Petrarca y el más joven, su complementario en mucho, Giovanni Boccaccio. La admiración del autor de Decamerón era pública y reiterada:

No podré olvidar cuando, viajando de prisa a través de Italia, en el corazón del invierno, no solo con los afectos, que son como los pasos del alma, sino en persona fui a tu encuentro con el deseo grande de conocer a un hombre no visto hasta ese momento. La noche se acercaba y el aire se oscurecía cuando, después de una larga ausencia, atravesé los muros de la ciudad y fui recibido con tu afectuoso e inmerecido saludo. Renovabas conmigo aquel poético encuentro entre Anquises y el rey de Arcadia.

De este encuentro memorable en buena parte dependió el triunfo final del humanismo. Por una parte, las convicciones de Petrarca; el primero de los poetas de su tiempo, y de cuya influencia no se iban a librar ninguno de los mejores vates de su siglo, ni de siglos posteriores, desde Chaucer y Du Bellay a Shakespeare y John Donne. Por la otra, la juventud y el genio del Boccaccio, con cuyo Decamerón se inicia la narrativa moderna, y cuentista modelo para el resto de los cuentistas que en el mundo han sido.

Las convicciones eran fundamentalmente las mismas: la necesidad de restaurar los ideales éticos y estéticos de la Antigüedad. Petrarca había extremado su admiración al componer en latín su África, epos virgiliano, desigual aunque no exento de páginas memorables. Y aquí se produjo una sutil diferencia entre maestro y discípulo. A pesar de su culto homérico, que lo llevo a intentar infructuosamente la lectura de algunos cantos de la Ilíada en el original, para Francesco era el autor de la Eneida el primero de los bardos antiguos. Para Boccaccio, cuyo Genealogia deorum es un manifiesto de admiración por el imaginario griego, no podía ser sino el ciego Homero el más grande de los poetas. Momentos gloriosos del humanismo en los cuales discusiones como esta ocupaban la atención de los mejores espíritus.

Otra de estas glorias es la misiva del mismo Francesco a Nicola Sigero, el embajador bizantino que le había regalado un manuscrito de la Ilíada y la Odisea. Se lamenta en la misiva su escaso griego; y agrega que, aun con tan enorme limitación, es suficiente consuelo tener el tomo en su mesa y contemplarlo a diario, imaginando las maravillas y portentos contenidos en sus páginas. El griego fue para el gran poeta un sueño nunca realizado. Ante su incapacidad para conocer el contenido de las gestas troyanas por la ausencia de traducciones, Boccaccio asumirá el compromiso de ofrecer una versión íntegra a su maestro

Es aquí donde hace su aparición otro personaje fascinante, por excéntrico y arbitrario, de los muchos que se presentaron en aquel escenario de cambios radicales. Me refiero al inefable Leonzio Pilato. Mentido originario de Grecia, este monje calabrés fue uno de los mejores conocedores del griego en toda Italia y profesor de lenguas en la Universidad de Florencia. Discípulo del gran Barlaam de Seminara, la crónica lo describe como un hombre difícil, barbudo, irritable y neurótico, digno protagonista de alguna ficción contemporánea. Petrarca lo conoció en Padua, donde había llegado en busca de un digno traductor de Homero.

A pesar de las dificultades, nada iba a detener a Boccaccio en su empeño de complacer al amado maestro. Convenció a Pilato de acompañarlo a Florencia y de encargarse de la cátedra  del estudio griego, mientras proseguía con la traducción. Después de una rocambolesca saga que incluyó la huida con el manuscrito y su versión a Bizancio, de su retorno apresurado y de un naufragio fatal, quedó la que se considera la primera versión completa de Homero del griego al latín. Boccaccio tiene que haberse sentido complacido al enterarse de que Petrarca habría de morir con la traducción de Pilato en sus manos.


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