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El viajero que llega a Milán por tren y, ya en la calle, se voltea para contemplar Stazione Centrale, por donde llegó, descubrirá una de las fachadas más ingratas de la arquitectura italiana contemporánea. Un lamentable descubrimiento subrayado por el hecho de que el terminal, en su interior, cuenta con estupendos espacios bajo su formidable bóveda de más de 340 metros. La estación fue terminada en tiempos de Mussolini, y en su época fue una de las más grandes de Europa. Por desgracia, en sus sucesivos proyectos, la fachada nunca contó con la participación de alguno de los notables arquitectos que diseñaron construcciones para el dictador. Hombres como Terragni o Angiolo Mazzoni, responsable del proyecto original de la Stazione Termini romana; o Giovanni Michelozzi, quien se encargaría de la vanguardista estación de Florencia; o aun Giovanni Guerrini, cuyo edificio para la Exposición Universal Romana (EUR) sirvió a Philip Johnson para su edificio ATT, en Nueva York, y fue uno de los escenarios de la última adaptación al cine del Tito Andrónico. Para el confundido visitante, recién llegado a urbe lombarda, ninguna recomendación más oportuna que dirigir su vista a la derecha para encontrarse con uno de los edificios más exquisitos del continente, el llamado Pirellone por los milaneses, y que fuera ideado por el también milanés Giò Ponti para Pirelli. La fachada de Stazione Centrale es uno de los tantos productos desafortunados de la estética fascista. Masivo, duro, pesado, encementado, gris, horizontal, básico y con pretensiones neoclasicistas. Concebido con el propósito de achatar la conciencia colectiva y resaltar la figura del dictador, en este caso Il Duce. Una arquitectura política, que serviría de modelo a todas las arquitecturas fascistoides del planeta. Terragni, Mazzoni, Michelozzi y Guerrini, fueron sólo cuatro de los que pusieron su genio al servicio de una ideología. Desafortunadamente, ninguno de ellos fue llamado a ocuparse de la triste fachada.
El Pirellone, por otra parte, es un manifiesto de arquitectura antifacista, como lo fueron en Alemania los mejores productos de la Bauhaus durante la década de los treinta. No sé qué tanto estuvo involucrado Ponti con las investigaciones de la escuela alemana, pero creo percibir tantas convergencias como divergencias. Desde muy temprano, Ponti, nacido en 1891, cinco años después de Van der Rohe, dedicó buena parte de sus empeños al diseño industrial, una actividad, como se recuerda, privilegiada por los directivos de Bauhaus. En 1925, en París, Ponti recibiría su primer reconocimiento internacional, no como arquitecto, sino como diseñador, aunque para él, diseño y arquitectura nunca dejaron de ser lo mismo: “En todas las cosas nos encontramos con el mismo proceso mental y la misma mano”. Ponti fue un artífice del Renacimiento en nuestro tiempo, un genio tan versátil como Bramante o Alberti. Suyo es el diseño de una de la sillas más admiradas, no sin razón, del siglo XX. La impecable y mágica, “Superleggera”, concebida en 1955 para Cassina, la conocida fábrica de muebles medanesa. Y la leggereza es precisamente el más notable atributo de esta Torre Pirelli, la cual compensará con creces la decepción de nuestro visitante recién llegado por tren a Milán. Esta misma liviandad es una metáfora del espíritu mediterráneo que, en arquitectura, tiene su mejor expresión en el templo griego; en música a compositores como Vivaldi, y en literatura a Virgilio. En la otra ribera, y esta es solo una de las divergencias con Bauhaus y sus exponentes, tendríamos la catedral gótica; a Bach, en música, y a Shakespeare en literatura. En nuestro tiempo, al Pirelli de Ponti, le correspondería el Seagrams, de Van Der Rohe, en Nueva York.
Otra divergencia de Ponti con Bauhaus, fue su oposición al llamado “Estilo Internacional”, divulgado por Jonhson y otros seguidores de Mies y que, en Venezuela, tuvo su mejor expresión en el Edificio Polar, de Martín Vegas. A este concepto del estilo internacional, a su uniformidad y divorcio del contexto, Giò Ponti prefirió el concepto de preesistenza ambientale, formulado por Ernesto Nathan Rogers desde las páginas de la revista de vanguardia Casabella, con sede en Milán La idea de los arquitectos reunidos alrededor del prestigioso Instituto Politécnico de Milán, se fundamenta en la convicción de que no hay obra de arquitectura independiente de su contexto físico e histórico: “Preexistencia ambiental, contexto, es el concepto que rompe con la indiferencia de los modernos a los lugares y el tiempo y propone una arquitectura que interpreta contextos sensibles y complejo” (Valerio di Battista). No podría ser independiente del Ávila, por ejemplo, una construcción diseñada para el valle de Caracas. Villanueva, que no sabría decir si se detuvo en la consideración minuciosa de esta tesis, a pesar de haber conocido a Ponti durante uno de sus viajes a Caracas, no hizo otra cosa con la Ciudad Universitaria. Desde cuyos salones de lectura, en la Biblioteca Central, se tiene la mejor de las visuales sobre la gran montaña. Por otra parte, no sería obvio un diseño de ubicación universal, bueno para todos los ambientes, el mar, el bosque o los llanos. “Cada región tiene su nombre”, cada una con la arquitectura que se le ajusta; una especie de adaptación de la teoría flaubertiana de “le mot juste”, la palabra justa. Venezuela fue privilegiada con una de las más acabadas ilustraciones de esta “preexistencia ambiental”. Me refiero a El cerrito, la residencia diseñada por Giò Ponti para el matrimonio Planchart en el este de Caracas, entre 1953 y 1957, al mismo tiempo que trabajaba en el grattacelo Pirelli. El arquitecto italiano no ocultó su entusiasmo con el paisaje de la capital venezolana durante sus visitas. La larga planificación del proyecto y su cuidadoso acabado, resultaría en lo que es hoy un ícono insoslayable de la arquitectura contemporánea, y una de las obras emblemáticas del maestro italiano. Ponti supo adaptar su estilo al ambiente y los requerimiento de sus patrones criollos. Entre los cuales se destacaba el imperativo de poder observar el Ávila desde diversos ángulos de los dos pisos de la casa: “Tengo enfrente a mí una montaña preciosa que se llama el Avila y quiero verlas desde todas partes”, le escribió la señora Planchart. Para un hombre como Ponti, nativo de la llanura padana, donde las elevaciones más cercanas son las de los Alpes, a casi cien kilómetros de Milán, la petición tenía que resultar fascinante. El resultado es, en la mejor de las acepciones, una “casa milanesa” en Caracas. La sofisticación característica del estilo milanés, el mismo de Munari o Fontana, entre tantos, en medio de un ambiente para ese entonces primitivo y agreste. Lo que logró el gran artífice fue incorporar a sus diseños el ambiente preexistente en la ciudad. Una “mariposa flotando sobre un cerro”, como escribió el arquitecto. La misma liviandad que sentirá el visitante que llegue por tren a Milán, y sobreviva al trauma de contemplar la fachada de su Stazione Centrale, levantando la mirada para deleitarse con la vista del Pirellone, porque, como escribió Ponti: ¨La arquitectura está hecha para mirarla”.
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Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 11 de junio de 2016
Alejandro Oliveros
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