Gabriela Kizer: «En falso»

01/05/2022

Fotografía de Noel Cisneros

De manera insustituible dice Luisa Castro en el prólogo de En falso:

Las cinco partes en que se organiza este libro dan cuenta de esa progresión, de lo sagrado a lo común, a lo corriente. Pero ¿qué es lo común? ¿Y cómo se organiza la lengua para reflejar esa dimensión sagrada de lo corriente? Gabriela Kizer nos invita a este viaje, nos embarca desde el principio en esa nave, la de Caronte, que parece llevarnos hacia el confín de la vida, y que es en el fondo un viaje iniciático hacia la memoria, hacia los primeros destellos de la memoria de un pueblo y de una familia.

Tránsito mediante el cual seremos testigos -y cómplices- de un amplio registro vital: infancia, juventud, madurez; realidad inmediata, escondites de la psique; la transformación de lo común en signo indescifrable y viceversa; pero sobre todo, como también indica Luisa Castro, del cumplimiento de una inclinación ordinaria -e ignorada- en los seres: algo que ella indica así: «tal vez no exista otra cosa más cierta en el mundo: una poética». Registro al cual añadiría un rasgo, no por disuelto en los textos menos determinante de su colocación y de su efecto, aunque en ocasiones, sea muy visible y concreto: la ironía, el humor implacable.

En su «Nota preliminar», Kizer menciona: «la gravitación (y distancia) del lector»: suave manera de hacernos parte de la escritura y la interpretación del libro: nos movemos con él, tal vez desde su propia naturaleza, pero a la vez estamos fuera. Desde esa manera lo seguiré, considerándolo como una extensión recíproca, que establece poesía, y que a la vez puede resultar tensa reflexión, orden, memorias, oratorio y, cálidamente, narraciones.

Porque en esa misma introducción, cuando ella se pregunta: «¿cómo dar forma a nuestros vínculos, a nuestra pertenencia al país, a los afectos, a la tierra, a las lecturas, a las tradiciones, a unos ancestros, al misterio sustancial e irreal, sombrío y sutil que nos sustrae y sostiene?», la respuesta, desde luego es este libro, pero también nosotros, que lo atendemos.

***

Veo a Sor María de los Ángeles escribir en su famoso poema «Anhelos»: «En cada minuto un siglo». Y en 1812 recorriendo los terrenos asolados por el terremoto:

… el moho, la necrosis de la hoja minada en lo estancado;
si acaso suponemos mi alma semejando un trozo de
madera

(…)

mi alma sin anillo que la vertebre ni trato con el dios
que tampoco puede ser mirado (…)
mi alma, dime, ¿tú oyes?, ¿tú la oyes?

Pero no es Sor María de los Ángeles (1770-1818) -hasta hacía poco María Josefa del Castillo- quien se expresa. Es Gabriela Kizer. El cuadro trágico de las señoras sepultadas por los escombros había impresionado a la monja así:

Como se iban descubriendo
los perros se las comían
y tiraban de sus carnes
por el hambre que tenían.

De manera singular, al confesar su experiencia del desastre de 1812 (casas y templos destruidos, gente atrapada en las ruinas, muerte y huida hacia los descampados), la monja no deja de registrar en detalle el escape de la hermandad hacia unos solares, con zancudos y otros animales, sobre cuyo suelo resbaladizo las monjas se caen y terminan por adaptarse a un techo bajo y a una situación incómoda. Con delicado humor Sor María describe este nuevo «convento», mientras parece sonreír, compasiva. ¿Qué es para ella en esos momentos la divinidad?

¿Sabe aquella mujer de hace doscientos años que la afectividad como un alma oruga se prolonga en el lenguaje?; ¿que «los difuntos recientes temen a los espíritus/ y quieren regresar?» Kizer tal vez sí, como lo vemos en esta frase. El humor de Sor María es delicado, el de Kizer, que le hace eco, también, pero elusivo, con ella y con los demás. Para Kizer la divinidad parece no tener nombre o poseer muchos.

***

Este es un libro recorrido por dioses, de diversas culturas y rituales. Como hubiese gustado a Roberto Calasso, se filtran por la escritura desde ignotas zonas imaginarias a las del presente, a estas páginas. Podrían inducirnos a consultar tratados, textos místicos, raros poemas; y así puede ser; pero también están sometidos a una voluntad, a una percepción inmediata, frugal y cómica: al diseño que la escritura les permite. El inmenso poder con que aparecen no tarda en adquirir relieves próximos, convertirse en rendijas, pequeñas zonas, sonrientes o adoloridas que el texto abre. A ser evocaciones. De allí el contradictorio asombro que origina su llegada y su debilitamiento. Puede obnubilar su esplendor, su misterio, aunque la voz que nos conduce prefiere «nombrar el vestido de terciopelo rojo».

No en vano a Gabriela Kizer, como ocurrió con Roberto Martínez Bachrich y sus ficciones, le place reconsiderar, dudar. Tras el abismo vital y textual, ambos han sabido siempre (lo dicen sus obras) que en «¿la irremediable cita con lo fútil/ qué queda de lo vivo?» Una posible respuesta, y ellos así lo han sugerido, es que nos resta lo fútil, que en ocasiones puede travestirse en trascendencia.

Otra es que la práctica de la escritura no escapa de tal carácter. Leer (escribir) bien puede ser como nacer y en este libro «las comadronas viejas (asisten) a las madres con los ojos cerrados,/ casi sin cordura y en silencio». En otro lugar, Kizer se pregunta: «¿quién nos da un rostro?,/ (…) ¿qué mano diestra nos prepara/ para el barro gustoso, para el cambio…?/ (…) ¿quién nos da un rostro?/ Yo quisiera traer la vieja arcilla/ de las manualidades escolares».

Gravitación y distancia del lector: nada de lo que yo pueda comentar acerca de estos poemas cruza sin coherencia el conjunto; todo circula allí, y según sus surcos in/visibles, me habla. Prosigo, por lo tanto.

 «Claro que vi antes mares y montañas,/ pero mi primera revelación/ fue de cemento»: No importa tener o no tener rostro -sobre todo en la infancia-: de manera súbita, aquí al leer, reconocemos a quien nos entrega sus palabras: es ya la escritora, una oruga de la ciudad o parte de su alma. «En esta ciudad los hombres escupen sobre las aceras./ Ayer en la noche, sin embargo,/ (…) la pareja del piso de arriba volvió a beber./ Ella cantaba en voz altísima».

¿Es todo esto futilidad o inquietud trascendente? ¿Ambas? Una indirecta genealogía cubre a Antonio Palacios, a Yolanda Pantin, a Kizer. ¿Acaso «el deseo del dios (su risa hueca, macerada, hostil)»? Esta línea en Kizer se dirige a Odiseo, a la belleza del mundo que lo sostiene, a los dioses. ¿En qué se diferencia del gusto -del deseo- en una muchacha de ciudad ante el ensueño de la playa? Puerto Azul, sitio del mar Caribe: «Yo lo soñaba./ Punto por punto lo soñaba./ Pero no sé qué soñaba./ Mi placer está hecho de esa incógnita».

El desamor, el abandono y el deseo cuentan, como esa incógnita, con grandes momentos en este libro («Boris», «Siete vidas», «El cubo roto»). Desde un Boris adolescente, rememorado treinta años después, pícaro y sugestivo; hasta el frecuente amante que se ha ido, están en aquella cuando acude a los gestos cotidianos (limpiar una mesita, evocar a la lechera clásica y su cántaro, a letras de boleros), con una amalgama de placer y melancolía o de pérdida y excitación sensual que los sintetiza, para que esa mezcla termine alcanzando una rara expresión emotiva: mixtura de pena, añoranza y amenaza, pero también de irritada venganza, de rictus que parece dibujar una sonrisa. Paradójicamente, en estos asomos del abandono centellea un humor despiadado.

Dice Luisa Castro en su prólogo:

La cuarta parte de este libro es otra vez un retorno a la memoria (…) la memoria social, de la violencia y el hambre y la indigencia de un país tomado por el ejército (…) nos hace pensar si no es esta la verdadera caja negra del libro.

Y lo es por muchas razones: entre otras, como ya intuíamos en el trato de Kizer (o de Sor María de los Ángeles) con dios, con los dioses, porque «Homero, más estoico que nunca/ (…) tal vez sigue garabateando en sueños/ los disparates que le dictaban desde el Olimpo».

Y entonces, en la escritura, pero con rara intensidad de cosa común, de realidad, la obra despliega un paisaje a lo Valle-Inclán o a lo Vallejo, pero que no se diferencia de nuestra vida diaria: «Los indigentes llegan al semáforo humanamente: Agachada en la basura,/ la mujer orina o defeca mientras/ come y rebusca desperdicios/ a la vista de todos los transeúntes».

Y si miramos a otra parte: «Esta es la ciudad que ven los ojos./ Los huecos en el cemento,/ camuflados a veces por la lluvia./ Los huecos dentro de los ojos».

 O nos preguntamos: «¿Y Caracas, qué sabes de Caracas? (…) Aquí hablamos de lo sin flor».

 ***

 Poética: el súbito o prolongado suspenderse de la lucidez simple, para captar en ella su abismo, su infinito. Guarda a los dioses, pero estos quizá no existan o dictan disparates; eleva lo íntimo o lo común y personal a un estado nuevo; elimina la historia o la sintetiza, la hace ajena a la comunidad; en la escritura atraviesa y renueva las palabras; y son estas las que necesitan acomodarse a su forma (verso, prosa, silencio); se impone como una rara verdad y a ella nos ofrendamos totalmente. Poética: hábito de vivir, sublimado. Ya lo anotaron Kizer o Sor María de los Ángeles: «En cada minuto un siglo».

Gabriela Kizer ha conocido desde muy temprano esa costumbre; contó con un hogar cuyos hacedores quizá se movían hacia tales fronteras. Elegir maneras expresivas a lo largo de estos años («¿se ha configurado en mí algo parecido a un modo de leer, escribir o comprender la poesía?») la convertían en practicante de un ritual común y desapercibido, hasta que pudo preguntarse: «Y ahora qué ofrecerte, palabra, qué desear de ti».

 Estoy siguiendo ahora las páginas del estudio con que Kizer presentó En falso como trabajo en su quehacer universitario, en diciembre de 2018.

Allí nos confiesa, oh paradoja, cómo la fuerza de la literatura, tan cómplice y unida a los dioses, la llevaron a decir: «Los dioses: poca y delicada tela que cortar aquí». Porque no son más que un pasar, evanescente. Porque tal vez ellos nos necesitan para ser y en cambio, «en el lugar de nosotros habitaría el poema». Reconoce Kizer a partir de Kafka: «La “nada de voz”, el chillido, el tartamudeo de “Josefina la cantora”, ese algo que solo puede expresarse (aludirse) a través de sonidos murmurantes y confidenciales».

Lo reconoce para oponerse, en el territorio de «lo personal como un ámbito», al chilllido -tan frecuente que supera el mil por ciento de los versos publicados hoy en el mundo- y aceptar: «pero te gusta el poema acabado, cuajado, macerado, construido con propiedad. Tienes el afán de decir, de precisar. Tienes miedo a la vaguedad, a la salida fácil, al verso flojo. Disfrutas, como quien dice, la sintaxis».

Nada de esto surge con énfasis, son vacilaciones («lo que llamamos ruta es la vacilación» ―Franz Kafka, Diarios). Nada más versátil, exigente y ambiguo que la sintaxis en el poema; es más, pareciera que existe por las filtraciones que su rigor suscita. Pero ese gusto por la sintaxis, en Kizer, posee un inverso sentido: establece el poema, lo hace cuajado, casi tangible, pero escapa hacia resonancias de humores imprevisibles. Tanto que por momentos parece narrar, ser prosa. Anotaba en el estudio mencionado:

Sueño: En una página hay una escritura. Intento contar algo, creo, pero la escritura se corta, da la vuelta, hace versos. El texto es penumbroso. Lo que dice es el estado interior de las cosas. Eso es la poesía, pienso o se piensa en el sueño. Al final de esa página observo un párrafo en prosa. Cuenta lo que el anterior no puede decir. Es un párrafo luminoso, bellísimo.

 Lo ha dicho Luisa Castro en su prólogo: «tal vez no exista otra cosa más cierta en el mundo: una poética». Sí, aquello que es la vida común, la eliminación, la interrupción y la consagración de su firmeza, de su continuidad. Algo como lo que refería Kizer en su estudio:

Entre 1998 y 1999 había escrito los últimos poemas de Amagos y Guayabo, y estaba en una cíclica revisión de Tribu, cuya escritura había finalizado en 1997 y cuya “composición” irregularmente me ocuparía hasta el año 2007. En marzo de 2005 surgieron los tres primeros poemas de este libro (En falso). No se trató de una emergencia azarosa, sino de una escritura ardua e intensamente deseada. Habían transcurrido varios años sin escribir una línea.

 

(Delta del Orinoco, abril 2022)


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