Perspectivas

Fundamentalismos

26/11/2018

The Orator (1920), de Magnus Zeller

«Cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es casi incurable»
Voltaire

En estos tiempos, la cultura occidental está caracterizada por la negación posmoderna de pensamiento fundado, es decir, la descalificación del pensar conceptualmente sólido. En nombre de un dudoso concepto de tolerancia, hemos visto a Gianni Vattimo hacer apología del llamado pensamiento débil. Esto trae como consecuencia que esa misma cultura quede desarmada intelectualmente para defenderse de la aparición de movimientos agresivos e irracionales, como el fanatismo de toda calaña. Es difícil no ver una complicidad en esa actitud posmoderna.

Según Camus, el genocidio, “el asesinato lógico”, tiene su origen en la rebeldía contra Dios. Esa es la forma más característica que tomó el totalitarismo del siglo XX. Podría uno sentirse tentado a pensar que la negación de la rebeldía contra Dios sería suficiente para evitar la intolerancia y la violencia política. Luego se ha venido perfilando otra forma de actitud genocida, pero esta vez no toma la forma de la rebeldía contra Dios; más bien se manifiesta como sumisa ante Dios. El fundamentalismo religioso encarna un totalitarismo en el siglo XXI.

Lo característico del fundamentalismo, ya sea religioso o ideológico, es que basa su doctrina en la lectura literal de sus textos sagrados. Esto implica el rechazo de la lectura contextual o la interpretación metafórica. No hay licencia para el simbolismo. Según Confucio, cuando el dedo indica a la luna, el necio mira al dedo, en este caso, los libros sagrados.

Estos textos son elevados a la dudosa categoría de autoridad máxima, por encima de cualquier otra autoridad racional. La aspiración es que esta autoridad se imponga sobre el derecho público de los gobiernos democráticos.

El odio virtuoso

Aunque las religiones enseñan la humildad como un bien, que una persona sea religiosa no asegura que cultive esa virtud. Toda religión es una verdad universal dentro de una mentira particular. La verdad universal nos habla de humildad, pero la mentira particular nos conduce a la soberbia sectaria. Esto lo ilustra muy bien Chesterton, en una aventura del cura detective de su creación, el sagaz Padre Brown, quien logra resolver un difícil caso policial con su sabiduría teológica y su conocimiento del corazón humano.

“Conocí a un hombre que comenzó por arrodillarse ante el altar, como hacen los demás, luego se fue enamorando de lugares altos y solitarios para entregarse a sus oraciones, como por ejemplo los rincones y nichos de los campanarios y chapiteles. Instalado allí, le parecía que el mundo todo giraba a sus pies como una rueda; su mente también se trastornaba e imaginaba ser Dios” (El martillo de Dios).

El padre Brown descubre que el asesino es otro sacerdote, quien creyó no solo ser siervo, sino que se atribuyó potestades propias del creador. Chesterton distingue entre dos formas de orar: de pie o arrodillado. Solo rezar postrado nos inmuniza contra el pecado de la soberbia. El mismo Chesterton nos explica que una actitud derivada del orar de pie es la de creerse con el derecho de despreciar u odiar a quienes no piensan como nosotros.

“Ese hombre creyó que a él le tocaba juzgar al mundo y castigar al pecador. Eso nunca se le hubiera ocurrido de haber mantenido la costumbre de arrodillarse en el suelo, como los demás hombres. Pero, desde las alturas, los hombres le parecían insectos” (ibíd., continuación).

La supuesta superioridad moral da licencia a los creyentes verdaderos para perseguir su utopía feroz y excluyente, aunque haya que degollar a los otros por pensar diferente. De esta forma, los grupos radicales religiosos están incendiando el planeta con el anhelo de castigar a quienes consideran infieles. En otras palabras, la religión de los que se autoproclaman virtuosos se construye con los ladrillos del odio. Desde su pedestal, sentencian iracundos a los herejes y, para llevar a cabo su condena, cualquier recurso es útil debido a su incorregibilidad y peligrosidad.

La violencia redentora

La explicación que hemos tomado de Chesterton solo nos explica el fanatismo religioso de todos los tiempos, pero no nos explica el fenómeno del fundamentalismo contemporáneo. El filósofo inglés John Gray, en su lúcido libro Al Qaeda y qué significa ser moderno (2003), demuestra que las raíces intelectuales del islamismo radical se encuentran, paradójicamente, en Europa. El rechazo a la razón se ha convertido en una afición de la intelectualidad europea. Esa pulsión irracional es un rasgo de la cultura occidental desde el nacimiento mismo de la Ilustración. A un Voltaire se le opuso un Rousseau. A partir de allí, el romanticismo fue adentrándose en el irracionalismo hasta culminar con Nietzsche.

Actualmente el más representativo fundamentalismo religioso es el islámico, el cual exige una aplicación estricta de la ley coránica a la vida social. Es la forma más eminente de la negación de lo moderno. Paradójicamente, según Gray, la vanguardia del islamismo está mucho más cerca de Nietzsche, por ejemplo, que de cualquier teólogo mahometano de hace varios siglos.

“Es un error pensar que quienes se oponen a los valores liberales son enemigos de la Ilustración. Abrazando la ciencia y la tecnología, tanto el comunismo soviético como el nazismo estuvieron animados por ambiciones que derivaban de la Ilustración. Y al mismo tiempo eran completamente antiliberales” (p. 28).

Gray nos explica que el fundamentalismo islámico también comparte la concepción de la violencia redentora de las ideologías filotiránicas del siglo veinte. Desde los nihilistas rusos del XIX hasta las Brigadas Rojas en Italia o la Baader-Meinhof alemana comparten el dogma de que es posible cambiar la naturaleza humana a través de actos de destrucción revolucionaria. Nada de eso se encuentra en las tradiciones políticas del mundo musulmán. Los fundamentalistas islámicos son el reflejo de los políticos apocalípticos, ya sean anarquistas o comunistas, de Occidente.

Según la interpretación de Gray, el violento milenarismo del islam radical no tiene su explicación en el famoso concepto de choque de las civilizaciones. Realmente, más que la vuelta al pasado medieval, se convierte en una mutación del irracionalismo occidental.

El fundamentalismo como fascismo

Aunque el fundamentalismo se nutrió de la ideología totalitaria de izquierda, el contenido de su propuesta está más cerca del fascismo, otro producto de la reacción irracionalista de occidente. Esta doctrina política es más adecuada que el comunismo para hacer el matrimonio feliz entre tradición y autoritarismo. Esto queda bien ilustrado por la siguiente agudeza de Oscar Wilde: “Cuanto más conservadoras son las ideas, más revolucionarios los discursos”.

Umberto Eco proporcionó un cuestionario, que lleva por título El fascismo eterno, con el cual aprendemos a reconocer esa doctrina política por el antiintelectualismo, por la antipatía por los nuevos conocimientos, por la insistencia en la verdad única y su consecuente negación de las ventajas de la diversidad para el desarrollo del conocimiento, por la falta de espíritu crítico, por el elitismo, por el machismo y su culto al héroe masculino, por la masificación populista, y por el abuso de términos de neolengua que utiliza. Así podremos comprobar que el fundamentalismo cumple con la mayoría de las características que Eco enumera.

La esperanza democrática

Ante el embate de los fundamentalismos, los partidarios de la democracia liberal debemos enfrentar el desafío de practicar y difundir el valor de la tolerancia, es decir, el respeto hacia las demás personas, especialmente hacia la diversidad de sus preferencias, pensamientos o comportamientos. La constitución de la tolerancia es indispensable para la formación de personalidades y sociedades auténticamente democráticas.

La democracia exige pensamiento fundado, no fundamentalismo. A pesar de que ambos términos comparten la misma raíz, son cosas muy diferentes. La democracia liberal es la lucha constante contra toda forma de intolerancia y tiranía. La diferencia está en que el pensamiento verdaderamente democrático está abierto a la opinión del otro. Es dialógico. Como en un juicio, debe haber tanto el discurso del fiscal como el del abogado defensor. Las evidencias verdaderas y los razonamientos válidos son los que deben hacer la diferencia.

Todo ello supone, como sostiene Isaiah Berlín, que el bien común no sea entendido en sentido unívoco, sino permitir la multivocidad indispensable para conversar y llegar a acuerdos. Por el contrario, para el fundamentalismo es esencial tanto el bien unívoco así como el monólogo. De esta manera es fácil caer en las políticas del odio.

Como afirmaba Tagore: “La verdad no está de parte de quien grite más”. Aunque los fanatismos, con sus gritos, traten de gangrenar nuestro cerebro, el mejor antídoto es regresar a la sabiduría socrática: es mejor buscar la verdad que tenerla.


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