Francisco Herrera Luque y su tiempo: La victoria del outsider (II)

03/06/2021

A continuación publicamos la segunda y última entrega de la serie titulada Francisco Herrera Luque y su tiempo de Tomás Straka donde se profundiza en la relación de este autor y su obra con la historia de Venezuela. Para leer la primera parte de la serie haga click acá.

Fotografía Fundación Francisco Herrera Luque.

El outsider y la historia

Todo indica que Herrera Luque llegó a la literatura a través de la historia. Boves, el urogallo parece ser la continuación de  Las personalidades psicopáticas y La huella perenne, dos compilaciones de ensayos aparecidas en 1969. Ambas lograron captar mucha atención, en especial La huella perenne, en la que estudia a un conjunto de psicópatas y otros trastornados de la historia y con la que gana el Premio Nacional de Medicina. Quien escribe no tiene claro el orden en el que Herrera Luque fue iniciando sus trabajos, pero el Boves parece ser un  largo ensayo sobre la más psicopática de todas las personalidades psicopáticas del pasado venezolano, pero que rompió las bordas y se convirtió en una novela. Como pasa con muchas novelas, es probable que Boves cobrara vida propia, se escapara de los límites del ensayo que, en efecto, escribió sobre el personaje y le demostrara que sólo en una novela podía desplegar toda su fuerza de antihéroe atormentado y contradictorio.

El matrimonio entre la psiquiatría y la historia tenía largos e importantes antecedentes, pero para finales de la década de 1960 era algo que se consideraba dejado atrás. En las Escuelas de Historia y las otras donde se estudiaba e investigaba la disciplina a nivel superior, la historia era considerada una ciencia social en la que las explicaciones de base biológicas básicamente no tenían lugar. Y no por razones irrelevantes. El biologicismo quedó muy desprestigiado después de la Segunda Guerra Mundial debido a muchas de sus consecuencias (el darwinismo social, la idea de razas superiores e inferiores, la inferioridad biológica de la mujer, las políticas eugenésicas… y por ahí hasta llegar a los nazis y los campos de exterminio), dando paso al marxismo y al funcionalismo que no veían ninguna necesidad de estudiar las razas, la antropometría, la herencia, para explicar aquello que la economía, las relaciones sociales o los valores explicaban suficientemente bien. Tal vez fueron muy extremistas en su desecho de lo biológico (hubo de esperarse al desarrollo de la genética y la neurociencia para que volviera a ser tomado realmente en cuenta), pero en su momento lograron disipar demasiadas cosas que demostraron ser pseudo ciencia.

Ya dentro de lo específicamente venezolano, el hecho de que la sociología pesimista -como en un juego de palabras sus críticos denominaron a la positivista- consideró que por razones de clima y raza estábamos condenados a vivir bajo la fusta de los Gendarmes Necesarios. Debido a ello la democracia requería, por sobre todas las cosas, desmentirla. En consecuencia, a la corriente mundial contra el biologicismo se unieron muy rápido las dinámicas del país.  Veamos un caso, que con mucha probabilidad no le fue indiferente al joven Herrera Luque: para 1951, cuando Carlos Siso recibe el premio del Instituto de Cultura Hispánica por La formación del pueblo venezolano, el conjunto de sus ideas raciales y geográficas aún estaba más o menos vigente, y de cualquier modo lo estaba lo suficiente como para que los regímenes de Venezuela y España, muy aliados entonces, lo aplaudieran a través de una de las instituciones clave de la diplomacia cultural del franquismo. Pero sólo siete años después, en 1958, en la recién fundada Escuela de Historia, un libro como el Siso ya parecía antediluviano.

Así las cosas, la “Neurosis de los hombres célebres de Venezuela”, de Lisandro Alvarado (1893), o un estudio aún sugestivo como la Psicopatología del Libertador (1916), de Diego Carbonell, no se ocupaban de asuntos que en realidad les interesaran a los historiadores del momento. Asimismo, el célebre trabajo de Eduardo Fleury Cuello, Estudio antropométrico de la colección de cráneos motilones (1953), no podía animar demasiado a un estructuralista o a un marxista de la nueva camada de antropólogos. Aún lo genético no se había desarrollado lo suficiente como para demostrar que, más allá de los excesos de la eugenesia y el racismo, no todo estaba equivocado en lo de la carga hereditaria de las personas y las poblaciones.  Y aunque un joven historiador recién llegado de su postgrado en México, Elías Pino Iturrieta, ya se asomaba con su muy renovadora Mentalidad venezolana de la emancipación (1971), lo subjetivo, lo inconsciente, la psique, como aspectos esenciales para entender la historia, aún necesitaban esperar un buen par de décadas para difundirse.

De modo que si ha de buscarse una escuela de Herrera Luque, ésta se encontraba en la medicina, no en la historia de la época. Los médicos, por razones obvias, siguieron muy interesados en los temas de herencia, y por esa vía continuaron con la antropología física que ya no entusiasmaba a los historiadores. La tesis de Herrera Luque en la Universidad Central de Venezuela, Bosquejos para una interpretación antropológica de Venezuela, está en esta línea, y la que hizo para su doctorado, los citados Viajeros de Indias, era una continuación de este esfuerzo, pero ya con las herramientas de la psicohistoria. Herrera Luque afirmará que en esa obra “están ya los principios fundamentales que en los años venideros desarrollé en el ámbito literario”. En España estudió bajo dirección de José López Ibor, pero es muy probable que se encontrara, si no lo había hecho ya en Caracas, con la obra de Gregorio Marañón, la gran figura, en realidad el creador, de la psicohistoria en el mundo hispánico. La huella perenne y Los viajeros de Indias son esencialmente trabajos de la psicohistoria española. Incluso en el estilo desenfadado y ágil de su prosa es posible identificar alguna afinidad, consciente o inconsciente, con Marañón.

En la década de 1970, paralelamente a sus novelas, escribió un conjunto de ensayos sobre personajes históricos, o del presente político de entonces, pero que ya estaban pasando a la historia, como Rómulo Betancourt y Gustavo Machado, y algunos francamente históricos. El más famoso de todos fue el dedicado a Simón Bolívar, que le dio título al libro en el que los compiló, Bolívar de carne y hueso, y otros ensayos (1983). Se trata de un texto obligatorio para quien quiera entender a esa alma tan compleja, llena de baches, contrastes y agitación, que fue la de Simón Bolívar. ¿Y cómo no recordar cuando leemos al “ensayo biológico” que Marañón le dedicó a Enrique IV de Castilla? ¿No parece La huella perenne el libro de un discípulo de Marañón, con esos reyes perturbados que estudia, como Pedro El Cruel y Juana La Loca, todos en la línea de Enrique IV El Impotente?

Así Herrera Luque terminó de delinear su perfil de outsider. Cercano a la psicohistoria española cuando en Venezuela no era leída por nadie -o por casi nadie-, tributario de los grandes médicos de una generación anterior, interesado en ensayos “biológicos” de la historia -como Carbonell y Marañón-, cuando la acusación de biologicista bastaba para desacreditar a cualquiera, y, encima, novelista; no había modo de que los historiadores lo vieran algo distinto a un intruso. Al principio, según ha podido recoger quien escribe, su Boves, el urogallo fue leído entre los historiadores con el mismo deleite con el que lo leyó el resto de los venezolanos. Los problemas comenzaron cuando, cada vez más, la gente empezó a citarlo a él y no a los historiadores profesionales, como su referencia en temas históricos: el temido “lo leí en Herrera Luque”. Eran los tiempos en los que Germán Carrera Damas lideraba un giro copernicano en los estudios históricos venezolanos, cambiando de arriba a abajo la forma en la que se la veía en la academia.  Irreverente, crítico, autor de dos revisiones fundamentales, la de la figura histórica de Boves y la del culto a Bolívar, aparecidas respectivamente en 1964 y 1969, su encuentro con Herrera Luque fue cuestión de tiempo. Se leyeron y apreciaron mutuamente, aunque no sin diferencias, en especial en torno a la capacidad de una novela para sentar tesis histórico-historiográficas.

¿Fue ésa la intención de Herrera Luque a la hora de escribir sus novelas? Aunque es algo que merecería una investigación mayor, todo indica que sí. En ellas parece cumplir un programa, recorre la historia venezolana y da una explicación de la misma. Y una, además, presentada de forma divertida y sugerente.  Herrera Luque afirmó que sus historias son “verídicas” y “verosímiles”. Con respecto a lo primero, cabe la matización de que también aclaraba que eran fabuladas, pero con respecto a lo segundo, no cabe duda de que todo lo que escribió, si no lo fue, al menos parece ser muy verosímil. ¿Cómo no iba a aparecer un montón de personas citándolo a la hora de hablar de historia?

La historia vista por el outsider

Temáticamente, las novelas de Herrera Luque recorren la historia venezolana desde la conquista hasta la segunda mitad del siglo XX. Y no lo hacen sólo para enmarcar el desarrollo de unas determinadas tramas, sino con una intención, salvando las debidas distancias, tolstoiana. Aunque en grados mayores todas las novelas históricas contienen alguna tesis sobre la historia, no es exactamente lo mismo Salambó que el proyecto de La Guerra y la paz. En el primer caso, la historia sirve de base para un relato, en el segundo, el relato sirve de medio para una gran explicación de la historia. En Venezuela existía el antecedente de Enrique Bernardo Núñez, en especial Cubagua, que al mismo tiempo es un gran cuadro histórico de Venezuela y la primera gran novela de lo que años después sería el Boom. Y también, claro, la obra de Arturo Uslar Pietri, que, de hecho, había arrancado también con el tema de Boves.

La segunda novela de Herrera Luque, En la casa del pez que escupe agua (1975), es una secuela del Boves, en la que, a través de una familia, se ve la continuidad desde la muerte del caudillo en 1814 hasta de Juan Vicente Gómez en 1935, aunque la novela se proyecta con un epílogo cuarenta años más, con la llegada de Carlos Andrés Pérez a la presidencia de la república. Estos tres hitos (Boves-Gómez-Pérez) ya hablan de una visión de la historia, pero la tesis fundamental de la novela está en otra parte: hay una continuidad en las élites nacidas en la colonia, que han jugado un papel fundamental en el moldeado del país. Pero eso no significa, ni remotamente, que hace un retrato complaciente de ellas, sino al contrario. Esa continuidad es un plano inclinado. Las elites coloniales han ido desmigajándose, y en la medida que pierden poder, deben reacomodarse a las circunstancias, transigir en casi todo, aguantar con una sonrisa a los caudillos a los que en el fondo respetan, y aprovechar en lo que puedan los negocios.    El retrato es casi tan duro como el que hizo Rómulo Betancourt en la década de 1930. Cosa notable, porque del mismo modo que Herrera Luque no tiene rodeos a la hora de describir la larga decadencia de la aristocracia, manifiesta sus reservas frente a la democracia instituida en 1958. La idea decimonónica de Boves como el “primer jefe de la democracia venezolana” se reconduce en su obra con la imagen de desorden y demagogia que en esta novela, en Los cuatro reyes de la baraja y en la distópica 1998, hace de Betancourt, uno de sus personajes constantes, de Jóvito Villalba y de Pérez.

No es una visión muy optimista la de Herrera Luque. Si la chispa criolla de muchos de sus personajes hace sonreír, a veces durante páginas enteras, en conjunto con su obra ocurre lo que se dice del Quijote: a la primera lectura, da risa; a la segunda, hace llorar. La base teórica está, como dijo, en Viajeros de Indias, es decir, en la psicohistoria. La tesis central es que hay, digamos, una psicología (¿un pathos?) que define a los venezolanos. Más allá de los avatares de la economía, cuya importancia de ningún modo niega, o de las variables de geografía o raza, a las que le atribuye poco o nada, es en sus características psicológicas donde podemos hallar la clave para entender por qué hemos tomado las decisiones que tomamos, haciendo, para bien o para mal (sobre todo para mal), a Venezuela lo que es. Hay una “huella” que no se puede terminar de borrar.

Cuando En la casa del pez que escupe agua el linaje desparece en 1975, con la tragedia del último de sus descendientes, está cerrando un ciclo, pero tal vez no desvaneció la huella.  Extranjero por sus valores y sentimientos, sin memoria real ni conexión con el mundo de sus mayores, su tragedia es sólo  broche a una desaparición que ya había ocurrido. Es algo que hoy, con las familias cuyos descendientes están desperdigados por el mundo, se ve en toda su amplitud. No deja de sorprender que Herrera Luque lo haya entrevisto tan claro hace medio siglo. 1998, póstuma y distópica, de una Venezuela que básicamente desaparece aquel año, demuestra hasta qué punto fue precisa su intuición. De más está decir que En la casa del pez que escupe agua generó una sensación casi tan grande como el Boves. Objeto de numerosísimas ediciones, lo convirtió en una referencia de la literatura tanto en Venezuela (donde la república de las letras seguía siendo bastante remisa a su obra) como, cada vez más, en el exterior. Gabriel García Márquez le tributó un enorme respeto, así como se lo tributó Betancourt, quien se halló ante el caso de verse convertido en el personaje de una novela. Hasta donde se sabe, la visión crítica de Herrera Luque no impidió que Betancourt, con su usual sentido de historia, elogiara la obra. Si sus visiones de la élite durante el gomecismo coincidían, para mediados de los setentas estaban comenzando a compartir también las del rumbo que el país estaba tomando.

El interés por los mantuanos de Herrera Luque es la propia base psicohistórica de su obra. “La psiquiatría es mi locura, la literatura es mi terapéutica”, dijo en una entrevista. Tal vez la psiquiatría era también parte de la terapéutica. A riesgo de pecar de audaces a la hora de enmendarle la plana a un psiquiatra, si una locura tuvo, fue la historia.  Proveniente él mismo de una familia mantuana, fue en gran medida su propia saga, los cuentos de sus abuelos, las referencias de tiempos y glorias idos, uno de los basamentos de su obra. Su celebérrimo Los amos del Valle abre el ciclo cuyo final ya había descrito En la casa del pez que escupe agua. Se trata del cuadro de los tiempos coloniales, cuando las elites lo eran de verdad, amos del Valle de Caracas, de todos sus alrededores, de los llanos hasta donde había alcanzado la espada y la cruz. Dueña de las tierras, de los animales, de las gentes, sientan las bases del país. Un tiempo en el que aún Boves no las había mancillado, Gómez no las había controlado como quien controla a un caballo domeñado, con el fuete y los estribos; y el petróleo no las dejaba atrás en la escala de las nuevas riquezas.

Pronto Herrera Luque volvería a ser un fenómeno mediático con sus micros radiales de La Historia Fabulada (1981), que después aparecerían en dos libros que otra vez fueron un éxito de ventas. Sólo le faltaba a Herrera Luque abordar la conquista de forma literaria. La luna de Fausto (1983) de algún modo respondió a ello, aunque no del todo. Herrera Luque ya parecía haber dicho lo que tenía que decir de la historia venezolana, y se entregó, aunque en el escenario venezolano, a un problema más general. Apegado a los temas y tiempos marañonianos, la novela tiene menos vocación de ensayo histórico y, según la crítica, con eso adquiere una estatura literaria mayor. Es, por lo tanto, un tema que debe dejarse a especialistas en la materia.

Ya no es un outsider

La mayor victoria de un forastero, bien sea inmigrante o conquistador, es que con el tiempo dejen de considerarlo como tal. Que sea naturalizado. Aunque las paces de la academia con Herrera Luque es algo que aún no se ha completado, a treinta años de su muerte pocos discutirán que tiene un lugar como autor de obras importantes. Para unos, importantes siquiera porque se leyeron mucho y siguen generando gran influencia, pero cada vez más por sus valores literarios. En la historiografía, el biologicismo sigue siendo cosa del pasado, la psicohistoria en realidad no es leída por los historiadores, al menos no por la mayor parte de los venezolanos, y la genética, que está empezando a hacer cambios enormes en nuestra forma de ver el pasado, sobre todo en lo referente a la evolución, no ha regresado a la herencia y otras huellas a interpretaciones de aspectos más recientes.

No obstante, con la historia de las mentalidades, la entrada con fuerza de lo antropológico con sus indagaciones sobre las imaginaciones y las sensibilidades, y la creciente importancia del lenguaje para entender a la historia, sabemos que el inconsciente (aunque no se le llame así) y las anécdotas de personas comunes y cosas íntimas, son tan importantes como los cuadros estadísticos. Además, después de la verdadera revolución que en términos estilísticos comenzaron autores como Manuel Caballero y Elías Pino Iturrieta, comprendemos que la buena escritura no va reñida con la solvencia académica. Mucho del éxito de algunos historiadores actuales se debe a una combinación de prosa ágil con anécdotas vivas, que sirven para apuntalar tesis de aliento.

Así las cosas, y advirtiendo que por muy verídicas  y verosímiles que sean, las novelas son obras de ficción, el Herrera Luque novelista ya no es un outsider tan completo (del Herrera Luque ensayista no hay discusiones serias al respecto). Viendo lo que nos preocupa ahora y la forma en la que lo escribimos, debemos admitir que nos hemos acercado. Viendo, también, que muchas de las tesis que presentó a través de sus novelas se han verificado con el tiempo, es tal vez el momento de bajar un poco la guardia. Al menos ya no debe temer tanto aquello de que “lo leí en Herrera Luque”. Es cuando menos una invitación a dialogar.

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Se agradece a Carlos Sandoval y a Carmen Verde por su ayuda en la redacción de este texto.

Isaac López detonó, con sus agudos señalamientos, algunas de las reflexiones que acá se desarrollaron.

Las frases citadas de Herrera Luque fueron tomadas de la entrevista que le hizo Juan Alberto Dávila en la revista Imagen en 1991. La misma se puede leer en la web de la Fundación Francisco Herrera Luque.

El texto de Alfredo Schael, “Algo del laberinto de Herrera Luque”, aparecido en el Papel Literario, el 16 de abril de 2021, fue de un valor inestimable para la redacción de este artículo. 

La conferencia de Manuel Rojas Pérez, “Rómulo Betancourt en la pluma de Francisco Herrera Luque”, pronunciada el 19 de febrero de 2013, es un texto cuya lectura es esclarecedora.

María Susana Harrington y Rosmar Brito tienen un estudio sobre la historia en la obra de Herrera Luque que representa todo un aporte: “Los amos del valle de Francisco Herrera Luque: un análisis desde lo intrahistórico”, Inter Sedes. Vol. X. (19-2009). 130-150. ISSN: 1409-4746.


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