Francisco Herrera Luque y su tiempo: El triunfo del outsider (I)

27/05/2021

Francisco Herrera Luque | Fotografía Fundación Francisco Herrera Luque

“Eso lo leí en Herrera Luque”. La frase, repetida con mucha frecuencia, generaba espanto entre los historiadores. Algunos tramontaban en furia, otros apenas dejaban asomar un gesto de displicencia, pero a todos, o a casi todos, disgustaba. Y no eran los únicos. Otro tanto pasaba con los escritores, críticos y académicos del mundo de la literatura. Si lo del escritor muy popular menospreciado por el establishment cultural es casi un cliché, el caso de Francisco Herrera Luque (1927-1991) se muestra especialmente certero. No obstante, como suele suceder, a treinta años de la muerte de quien fue considerado una especie de intruso en la literatura y la historiografía, es tan venerado y leído más que nunca. Incluso la academia poco a poco empieza a hacer las paces con él. Es, por lo tanto, propicio el momento para revisitar su obra. ¿Qué dijo, o cómo lo dijo, para entusiasmar a tantos venezolanos? ¿Por qué eso generó tantas prevenciones en los especialistas? Como en la trama de una biopic, ¿carecieron de razones quienes daban un paso atrás de susto cuando oían aquello de “lo leí en Herrera Luque”?

El presente ensayo espera ofrecer algunas hipótesis al respecto. La idea de base es que el impacto, a favor y en contra, que generó Herrera Luque fue un síntoma del universo de las ideas venezolanas en el último tercio del siglo pasado. A la larga, como indica el título, el intruso parece haber ganado la batalla, pero eso no significa que los motivos de quienes lo rechazaron siempre estuvieron desencaminados, sobre todo de cara a las formas de ver las cosas en la época; ni que la victoria represente un aval a todas sus ideas vistas el día de hoy. El texto tiene tres partes. En la primera trataremos de entender de qué era un outsider, de fuera de qué fronteras estaba y, por lo tanto, a cuáles penetró, tal vez sin proponérselo, para conquistar un pedazo muy importante del territorio que otros consideraban su coto. Es decir, el contexto. La segunda ya se refiere a lo específicamente historiográfico (una de las fronteras que traspasó), donde el problema adquiere una complejidad que probablemente la mayor parte de los no especialistas, e incluso alguno de ellos, no se imaginan. La tercera se centra en las ideas específicas que sostuvo sobre la historia venezolana. En alguna medida, esto fue lo más importante para la mayor parte de sus lectores, después del placer en sí mismo que hallaron leyéndolo. Cuando alguien señala como fuente de un dato o de una interpretación que “lo leí en Herrera Luque”, generalmente lo hace en referencia a la historia de Venezuela. 

¿Outsider de qué?

Un outsider es un extraño, un forastero, incluso, sí, un intruso. Y, por lo general, uno que no sólo llega para quedarse, sino también para hacerse notar. La definición de ese territorio en el que incursionó Herrera Luque en 1972, cuando apareció Boves, el urogallo, la hallamos en el panorama de la lectura en Venezuela durante las décadas de 1970 y 1980. Decimos la lectura, que no la literatura y la historiografía, porque no todo lo que se leía en el país estaba definido por estas dos disciplinas. Más bien al contrario. Se leía bastante más de lo que suele pensarse y, de hecho, era un momento dorado de la industria editorial. Pero no era dominado por los escritores ni por los historiadores (aunque en Venezuela siempre le ha ido mejor a la historia que a la literatura en las ventas). Es esa combinación de un mercado ansioso de lectores, de escritores que no escribían lo que ellos buscaban y de editores dispuestos a invertir en un outsider, lo que explica una parte muy grande del fenómeno de Herrera Luque.

Cuando salió a luz el Boves… nada auguraba que Herrera Luque se convertiría en un novelista exitoso. No había publicado relatos ni ganado algún concurso importante o participado en alguna tertulia o grupo literario. Se le conocía como un importante psiquiatra, profesor de la Escuela de Medicina de la Universidad Central de Venezuela, así como autor de trabajos de su especialidad, como Viajeros de Indias (1961) o La huella perenne (1969). Ahora, es probable que justamente por haber sido un outsider, por llevar años escribiendo al margen de los círculos literarios (sabemos que de adolescente ya había redactado una novela que circuló entre sus compañeros del colegio), pudo pensar sus trabajos con la libertad de quien no se sentía comprometido con la comunidad literaria del país. Como a las claras lo demuestran sus novelas, poco o nada lo había impresionado las grandes innovaciones que desde la década de 1960 venían experimentándose en la literatura venezolana. “Son narrativas donde no se narra nada”, dijo una vez. Y como lo indica el éxito que obtuvo (y que le fue tan esquivo a los otros más apegados a las tendencias de la hora), la mayoría de los lectores pensaban igual. 

Naturalmente, en lo inmediato la reacción del mundo literario fue adversa. Ser muy leído no es garantía de calidad, como lo demuestra una larga lista de best sellers, por lo que fue fácil descalificar a Herrera Luque: si gusta tanto, fue la conclusión, es porque algo malo tendrá. Por otro lado, sin embargo, las buenas ventas tampoco significan que un trabajo sea necesariamente malo. Los autores referenciales del momento, los del Boom, vendían enormes cantidades de tirajes y nadie ponía en duda por eso que Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa fueran escritores de calidad. En la actualidad, como siempre pasa cuando los años ponen distancia a las pasiones, vemos las cosas distintas. La reconciliación con la academia la llevan adelante investigadores como Carlos Sandoval y Carmen Verde, y en gran medida lo que en 1972 se veía como un defecto en Herrera Luque, hoy es considerado un mérito. Entonces se produjeron demasiados textos de estructuras audaces, algunos experimentos con verdaderos logros, pero intraficables para quien no estuviera dispuesto a hacer un análisis estructural. El resultado fue que a demasiados lectores los libros se les escurrían de las manos, en medio de bostezos. Es algo que definitivamente no ocurre con una novela de Herrera Luque y que cualquier autor del siglo XXI aspira a alcanzar.

La dimensión del problema la podemos apreciar mejor si retomamos lo que en términos más amplios pasaba en la región. Eran, como se señaló, los días del Boom. Venezuela jugaba un papel de primera línea en todo lo referente al fenómeno, menos en lo de crear obras emblemáticas. En el país habían vivido un par de décadas antes Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier; muy pronto se establecerían Tomás Eloy Martínez e Isabel Allende; Arturo Uslar Pietri había sido el inventor de la categoría realismo mágico; el Estado otorgaba muy buenas subvenciones a los artistas a través del Instituto de Cultura y Bellas Artes (INCIBA), y tenía editoriales de fama continental -como Monte Ávila Editores- que los publicaba; los académicos gozaban de sueldos y apoyos para la investigación cercanos a los del primer mundo; y el Premio Rómulo Gallegos otorgaba las aguas lustrales de la consagración, como hizo con Mario Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes, Fernando del Paso… Y, sin embargo, los venezolanos no lograban entrar al star system del Boom. Se puede hablar de casos, como el célebre de Adriano González León o el de Miguel Otero Silva cuando decidió montarse en la ola renovadora con su Cuando quiero llorar no lloro (1970) o el de Francisco Massiani, cuya entrañable Piedra de mar (1968) ha convencido tanto a los lectores, agotando muchísimos tirajes, como a la crítica. Lo mismo puede decirse de Eduardo Liendo con su El mago de la cara de vidrio (1973). Pero la verdad es que, en conjunto, al pináculo del star system no entró ninguno. Uslar Pietri seguía siendo por mucho el autor vivo más conocido en el exterior y en el país, pero era anterior al Boom y no mostraba intenciones de adaptarse a sus modelos. Por algo podía competir con Herrera Luque en lo que a receptor de encono se refería. 

Pero ésta es sólo una de las caras del asunto. La otra es que esos libros que no se leían estaban apareciendo justo cuando en el país se vivía un momento de oro de la industria editorial, se publicaban libros de grandes tirajes para los estándares venezolanos y había autores que se hicieron francamente populares. Pero todos eran más o menos outsiders como Herrera Luque. De hecho, sin esta variable, él es imposible de comprender, porque fue justo esa industria editorial, al margen de las grandes instituciones públicas y privadas, la que apostó a su manuscrito de Boves, el urogallo. Textos como Cuatro crímenes, cuatro poderes, de Fermín Mármol León (1979), los libros periodísticos e históricos de Alfredo Tarre Murzi -que firmaba con el seudónimo de Sanín-, trabajos de políticos como Domingo Alberto Rangel, Pedro Duno, Juan Pablo Pérez Alfonzo y José Vicente Rangel, las novelas históricas de José León Tapia, textos a medio camino entre la historia y el reportaje -como La caída del Liberalismo amarillo (1973) y Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez (1980) de Ramón J. Velásquez- demuestran que había un público ávido de leer libros, que tenía dinero para comprarlos (¡era la Gran Venezuela!), pero que era atendido por editores sagaces como José Agustín Catalá, Manuel Vadell, Jorge Barros, José Luis García y Domingo Fuentes, y no por Monte Ávila Editores. 

Esta industria parecía sufrir lo que todas las industrias venezolanas en la época: una enorme dificultad para exportar. Ninguna pudo convertirse en algo como la Editorial Losada o las editoriales españolas, probablemente por los enormes costos que el fortísimo (y ya, en realidad, algo sobrevaluado) bolívar le imponía a cualquier cosa. Por ejemplo, era muy común que para ahorrar costos las impresiones se hicieran en España. También es probable que la seguridad y abundancia del mercado venezolano no incentivaron el riesgo de colocar a un autor en el exterior, lo cual requiere de inversión. Pero sí tomaban algunos más acotados. Por ejemplo, un psiquiatra que casi a los cincuenta años decidiera escribir su primera novela parece la combinación perfecta para el fracaso. Cualquier editor sabe que la segunda cosa que da más miedo después del poemario de un novato de mediana edad es el anuncio de su novela.

Pero todo editor también sabe que hay que, al menos, echarle un vistazo, porque uno de cada tantos resulta ser un tesoro oculto. Eso fue lo que debió pensar Domingo Fuentes cuando Herrera Luque le entregó las cuartillas de su manuscrito, o le advirtió que su próximo libro sería una novela. Pero también hay muchos casos en los que se encuentran sorpresas o se descubren a autores que, no por carecer de publicaciones, carezcan de oficio. Fuentes conocía, y bien, su negocio. Desconocemos cómo fue su contacto con Herrera Luque, pero de algo no debe caber duda: desde la primera cuartilla, Fuentes, quien sabía reconocer un éxito cuando lo veía, debió convencerse de que tenía un tiquete ganador. En un año vendió cinco ediciones de Boves, el urogallo. Y ya en 1974 fue llevada a la pantalla en una miniserie producida por Radio Caracas Televisión, con guión de José Ignacio Cabrujas. Los casos anteriores, como Los días de Cipriano Castro -de Mariano Picón-Salas (1953)-, que probablemente tiene el récord de ser el único libro de historia en el mundo que ha vendido todo su tiraje en un solo día, y Mensaje sin destino -de Mario Briceño-Iragorry (1951)- respondieron en buena medida a coyunturas políticas específicas (y demuestran la preferencia de los lectores venezolanos con la historia y la política). Y ninguno tuvo algo que se le pareciera a una exitosa serie en la televisión. 

El triunfo del outsider había sido completo, por nocaut, y uno que se repetiría casi anualmente: En la casa del pez que escupe agua (1975), Los amos del Valle (1979), La historia fabulada (1981), La luna de Fausto (1983), Manuel Piar, el caudillo de dos colores (1987) y Los cuatros reyes de la baraja (1991). Los lectores no sólo habían ovacionado al recién llegado, y le habían dado carta de ciudad en la República de las Letras, sino que parecía con intenciones de ponerlo a su cabeza. El outsider pudo incluso más: vendió tanto que logró el prodigio de dedicarse por entero a la escritura. Con sus novelas también habría pintado el arco de la historia venezolana desde la conquista hasta la segunda mitad del siglo XX. Y los lectores, fascinados, comenzaron a llenar las lagunas que la escuela había dejado en su memoria histórica con estos libros. Fue entonces cuando comenzó la frase temible entre los historiadores: “eso lo leí en Herrera Luque”.


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