Caracas puertas adentro

Felipe Delmont, una casa siempre afuera

El arquitecto Felipe Delmont retratado en su casa por Gaby Oráa | RMTF.

01/04/2021

La casa de la dramaturga Lupe Gehrenbeck y el arquitecto Felipe Delmont, quien la suscribe, es un edén urbano que incluye un río (Tócome). Golosa de verde, la naturaleza —convidada por la desnudez de vidrios y celosías—, no distingue el afuera del adentro y las paredes se retiran a los lados, no definen ni interrumpen: son el discreto marco de fondo donde ocurre la vida.

La exultante población de plantas en cada esquina, mezcla de claros y oscuros, conforman un catálogo de hojas curvadas, lanceoladas, aterciopeladas, que todo el tiempo está abanicándote.

Recibe un árbol de mango florecido. Un pájaro seducido por el aroma a naranjas. Enclavada en las sensuales faldas del Ávila —“el termómetro siempre está cinco grados menos”—, la brisa circula realenga, levantando las cortinas al cielo, como en el blanco picón de Marilyn Monroe.

Casa acogedora, regazo de abuela, casa solariega, lo que Felipe Delmont quería con su diseño concéntrico era revivir la casa de La Pastora de Elisa de Mauri. La narrativa arranca en el patio interior donde nace el jardín o más bien la edénica selva doméstica. Cual ciudad a escala, esa plaza es el punto focal en torno al que giran sus habitantes, con sus sueños y rutinas. A un lado, el estudio hasta el tope de proyectos; del otro, la cocina.

La dramaturga Lupe Gehrenbeck (en el balcón) y el arquitecto Felipe Delmont (en las escaleras). Fotografía de Gaby Oráa | RMTF.

Casa fecunda, es el retoño que brota gracias a su voluntad en un terreno en el noreste del valle donde había un basural, atestados de cosas oxidadas, podridas, desdeñadas menos por las ratas. Sí, el paraíso es cosa de tesón. Felipe Delmont empezó la puesta en valor, ampliación, embellecimiento de aquel espacio como si fuera una causa.

Con intervenciones de caña brava en los techos y materiales que fue pescando en la calle, losas extraídas de los pisos de otras casas en remodelación, puertas abandonadas en demoliciones, ventanas coloniales arrumadas en aceras, construyó una de las casa más oxigenantes de Caracas. Compilación de tesoros que serán fundacionales, tendrá reminiscencias decimonónicas y una deliberada prescindencia de fasto. Casa que propone un sentido lúdico, tiene un puente de madera que cruje igual a cuando lo cruzaban correteando los hijos que ya se han ido. Es el vínculo sobre el que se flota para llegar a la biblioteca. El puente llega a Londres o New York, Barcelona, donde los hijos están. “Ellos sienten que aún es esta su casa, y llaman a las suyas comarquitas en honor a esta”. Y esta es la casa del árbol, faltan las lianas.

En cuatro años, Felipe Delmont cimentó un hogar en el que la prole se crió entendiendo que su tesis de los caminos cortos –los que deambulas en el vecindario donde vives y juegas– es felicidad, no utopía.

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF.

Casa escenográfica, casa para ver, es una proyección de sus dueños. Luz pertinaz que permiten los guiños del diseño a cielo abierto, parece el teatro donde Lupe recrea sus textos. Casa orgánica que exuda vida, hecha de infinitos trazos, como el juego de palitos chinos, crece, se reinventa y muta. Pícaros pasillos y laberintos que conducen a opciones poco convencionales de entrepisos, terrazas voladoras y habitaciones secretas, la última casa del callejón es puesta en escena que se prolonga hasta el asfalto.

Cada 21 de diciembre, la víspera de la Navidad, desde hace más de 30 años, los Delmont Gehrenbeck convocan a una parranda que ya es tradición. Comienza con una pieza teatral interpretada por los niños de la cuadra según guión de la escritora. Luego de los regalos que a cada uno entrega un san Nicolás (si ese año no ha nacido en la cuadra un niño Jesús), Lupe echa un pie con Felipe y la vía pública se convierte en pista de baile; la comarca es una fiesta. Espacio público que se precia de tal, la calle no se cierra.

La experiencia cargada de significaciones ciudadanas —en la que el espacio privado se vuelve público y lo público, privado— confirma la teoría de Delmont sobre La ciudad de los caminos cortos, esa a escala humana, esa compacta y autosustentable que late en un radio vital —de unos cinco kilómetros— dentro del cual puedes desplazarte a pie o en bici, el auto solo para paseos, y hacer tu vida con calidad. En ese perímetro puedes satisfacer las necesidades básicas.

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF.

El “de al lado”, el vecino que está más allá del candado y la reja, no es un desconocido sino un semejante con nombre y apellido. Y los problemas comunes se resuelven en equipo, más que por solidaridad, porque estar organizados produce beneficios. Entre otros, democracia: la blinda. “Sabemos qué piensan el panadero y el farmacéutico de la cuadra e inscribimos a nuestros hijos en la escuela de la esquina: más aconsejable a que estudien en extramuros”. ¿Y si el cole a mano no me gusta? “Pues trabajamos para que nos guste: participamos en el cambio que queremos”, dice entendiendo que con esta propuesta le abre las puertas a la polémica al ejercicio de la negociación y la participación que plantea.

El urbanista, que ha llegado lejos y trabajado en Francia, Laos, Canadá, Estados Unidos, México y Venezuela, ha dejado huella. Sus disertaciones están en los libros, convertidas en trazo en las urbes reales en las que ha influido. Experto en el cuidado de los espacios, su historia y circunstancias, trabaja con la Unesco como experto en defensa de las ciudades declaradas Patrimonio de la Humanidad. Es un devoto de la belleza y de las formas de vida que se tejen en su paisaje. Belleza que para él no es la que refulge o contiene más arabescos sino la austera —como su casa—. Asimismo, abjura de las ciudades alzadas con el látigo del poder, las cuales contienen, más que ciudadanos, esclavitud. Son las que se desoyen los anhelos de quienes las pueblan y desconocen su condición orgánica inherente.

Fotografía de Gaby Oráa.

Es quien cuidó y propuso la mudanza de unas 300 familias que vivían riesgosamente en las inmediaciones de la refinería Meneven en Puerto La Cruz. Proceso hecho con pinzas, además de resguardarles la vida, Felipe Delmont consiguió que el dejar sus viviendas no lo consideraran un trauma o una pérdida sino un cambio para mejor. Diseñó en contrapartida una urbanización considerada una de las más arraigadas de la ciudad erigida en la cercanía del camino corto por los propios desalojados. Otro efecto: reimpulsaría el desarrollo del complejo turístico el Morro, entonces en estado de abandono. El reducto turístico rosa coralino eternizará en sus fachadas el color del ocaso marino.

“El secreto para que no se atrofien los procesos está”, según dice, “en avalar que el poder de cada una de las partes que integran la ciudad, sus barrios, la vida urbana y las formas de productividad  compartida, se amalgamen en un territorio dado”.

Considerado como alguien que entiende que no se imponen las cosas y que construir es un proceso colectivo signado por el consenso, entiende que para avanzar hay que llegar a acuerdos con la gente, incluso con los árboles, y hasta con el tiempo. Su casa refleja esa vocación. El espacio creado para que lo habitara su padre, es ahora un taller donde se hace arte, así como el cuarto del primogénito fue oficina y ahora cuarto de huéspedes, en tanto que el lavandero es un territorio donde se lee en un delicioso butacón. Con ese sentido del maridaje, consiguió darle perennidad a la ciudad laosiana de Luang Prabang, la de la historia de un príncipe Khmer, un millón de elefantes y una sombrilla blanca.

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF.

Allí, en esa ciudad que había quedado casi inalterada en el tiempo, en una zona que reúne poblaciones distintas con idiomas diversos que se pierden entre las arrugas de un terreno en el cual queda atrapado el río Mekong, Felipe Delmont evoca imágenes de película. “Cuando llegué, entendí que esa ciudad tan mágica, donde la vida transcurría de la misma manera desde hace 600 años, iba a recibir un impacto violento a causa del enorme cauce de turistas que iba a llegarle y del inevitable desarrollo económico. Los dirigentes ya habían tomado ciertas decisiones como la construcción de un puente sobre el Mekong cuya vía de acceso atravesaría la ciudad. Tuve que invertir mucho tiempo, energía y una buena dosis de diplomacia para lograr que aceptaran desviar el puente y la carretera que empalmaba con él”.

De esa manera se logró preservar la ciudad, desviando su nuevo desarrollo, aguas arriba. También propuso la reorientación del aeropuerto proyectado, cosa de evitar que los aviones sobrevolaran la ciudad. Como ambos diseños iban a significar una gran afluencia de obreros, reclutados para tales fines, diseñó una urbanización cerca de los nuevos puente y aeropuerto, “potenciando el surgimiento de un nuevo centro urbano que absorbiera el impacto inevitable de lo que yo llamo la Ciudad de los Flujos, en contraposición a la de los Caminos Cortos”.

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF.

La memoria es algo que le importa. Su casa la contiene, es. En los estantes hacen guiños recuerdos que evocan ceremonias y rituales, cumpleaños, graduaciones, bodas, viajes; objetos curiosos —mapas, globos terráqueos, astrolabios, libros, fotografías, conchas de mar— los cuales reiteran la identidad de los habitantes. La cocina también es un desbordado álbum familiar: cuelgan frente a fogones y calderos los retratos ovalados de los ancestros. Felipe Delmont, respetuoso de la Historia, entiende de valoración patrimonial. Consideración no implica corsés sino raigambre e hilo conductor.

Disconforme con el formato actual, acelerado y consumista, de sustitución y desarraigo, en el que la tecnología masifica valores, procedimientos y mitos, su casa, casa baúl, colección, inventario, sostiene que cada ciudad es las voces de sus actores, los espacios de movilización, de contemplación, de reencuentro y su infraestructura. Contenedores fluctuantes, que respiran, como Luang Prabang.

Su colección de más de un centenar de imágenes de José Gregorio Hernández muestra su reconocimiento, no solo por el beato, sino por los miles de joségregorios anónimos de a pie que pueblan esta ciudad, que se repiten en su historia y en las calles. “Más que fe es admiración por este hombre íntegro y amable de la caraqueñidad, que fue solidario y caminó cada día la ciudad”, de los caminos cortos.

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF.

El primer José Gregorio está estampado en la fachada, talla popular que pintó el propio Felipe Delmont junto a las guacharacas que plasma corriendo. Santo y seña en los anaqueles, poyos y armarios de la casa, es reiterada presencia en figuras de todos los tamaños, trajeado de blanco o negro, con sus mostachos y su sombrero que un día quizá compita con la aureola de la santidad.

Casa paraje, casa pajarera, casa flotante color mandarina, a cuyos altos accedes por una escalera de cemento, sin pretensiones, de talante ledzepelliano, parece ir al cielo o contenerlo. Casa caraqueña que huele a tierra húmeda y a frutas, casa donde se ha escrito, pensado y dicho, casa donde están todos los tiempos y aquellos vestidos, es el paraíso perdido a la vez tan accesible y fácil de hallar.


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