Entrevista

Federico Vegas: “Quien está convencido tiene una buena dosis de vencido”

21/10/2020

Foto cortesía de Federico Vegas

Federico Vegas (Caracas, 1950), escritor y arquitecto venezolano, autor de la novela Los años sin juicio publicada en España por Editorial Kalathos. A simple vista una obra sobre un hombre inocente encerrado en la cárcel, escrita con la agudeza que caracteriza la prosa de su autor. Un libro introspectivo lleno de exhaustivas descripciones, abundantes temas, y observaciones que hurgan con ironía y elegancia en la conciencia del narrador interno de la pieza. De ese modo, Vegas logra insertar inquietud, romper certezas al generar incertidumbres y cuestionamientos que ya no lograremos apartar de nuestro pensamiento.

Como los arquitectos, los escritores son creadores de lugares. A partir de esta cita del japonés Toyo Itõ, también arquitecto:

La arquitectura se puede entender como algo similar a la literatura. Se parte de una teoría propia y luego se va construyendo una obra que tiene muchos ingredientes sociales. Siguiendo ese proceso, siempre me pregunto si la idea es demasiado parcial, si logrará la aprobación de la gente. Otros colegas siguen una línea predeterminada. Yo decido en función de cada proyecto, aun a riesgo de vivir en la duda.

 ¿Qué piensa de esos dos procesos de creación: la escritura literaria y la arquitectura? ¿En qué se excluyen y en qué complementan?

Vamos a partir de una exageración: “Los arquitectos son creadores de espacios; los escritores son creadores de momentos”. Si esta reducción tiene algo de cierto, bien le vendría a los arquitectos asumir que el tiempo es una dimensión tan inevitable como el largo, el ancho o el alto.

La arquitectura se disfruta más recorriéndola que observándola desde el punto ideal donde un fotógrafo colocaría su trípode. Mejor todavía si ese paseo por una casa o una ciudad llega a tener una dosis de comedia y hasta un ligero toque trágico. En otras palabras, toda buena arquitectura debería ofrecer un escenario donde podemos ser protagonistas, actores secundarios o simples espectadores.

Según esta posibilidad tan amena como factible, al hacer arquitectura estamos diseñando un teatro donde puede darse un drama de posibilidades infinitas. Un hospital renacentista puede convertirse en un museo y una fábrica de tornillos en una escuela para niños. Si en un teatro puede repetirse la misma obra noche tras noche, en el estrado de la arquitectura el argumento siempre será distinto. Todo puede cambiar, los actores, los diálogos, el trasfondo. Incluso podemos decir que el argumento es inagotable, con principios a los que siempre llegamos tarde y finales inesperados.

Para aprovechar al máximo esta capacidad de albergar dramas espontáneos, al diseñar un espacio conviene pensar más en los seis elementos que Aristóteles propuso para la tragedia (trama, carácter, retórica, pensamiento, melodía, espectáculo) que en los seis que Vitruvio dispuso para la arquitectura: orden, arreglo, proporción, simetría, decoración y economía.

Adoro las explicaciones que nos ofrece Aristóteles. A la trama la define como una adecuada sucesión de eventos e incluye la agnición, «cambio desde la ignorancia al conocimiento». El carácter es la capacidad de mostrar lo que realmente somos, nuestra coherencia, decisión y actitud ante una determinada situación.

Esta palabra, “situación”, nos viene bien para hablar de espacio y tiempo, porque implica estar ubicado en un punto en un momento dado.

Siento que estos elementos de la tragedia resultan más divertidos y más urbanos, en cambio los de Vitruvio lucen estáticos. Parecieran describir cualidades que no necesitan la presencia de personas. De hecho, los fotógrafos de arquitectura prefieren los espacios sin usuarios que distraigan la atención.

Quizás el haber percibido estas cualidades latentes en la arquitectura me fueron motivando a intentar escribir narraciones. O quizás el deseo latente de escribir narraciones me llevaron a iniciarme con la creación de escenarios.

El romano Marco Terencio Varrón escribió en tiempos de Julio Cesar que «narramos cuando ponemos a otra persona al corriente», y nos explica que «se trata de palabras que están conexas a ideas temporales». De la espacialidad de la arquitectura pasé a zambullirme en la temporalidad de la narración. Me fascina la misteriosa sensación de navegar en esa corriente narrativa que es la vida acompañando de cerca a mi lector, sin permitir que se aleje demasiado o se acerque tanto que invada mi aura de narrador. Ciertamente estamos juntos en un lugar, pero ese lugar es como el agua de un río o las olas de un mar cuyas costas están siempre cambiando.

Sigo amando la arquitectura, pero ya no acudo a ella como ejecutor sino como ejecutante. Me conformo con ser parte del coro. Ya no me interesan los espacios sino los lugares que no se miden en metros sino en tensiones, flujos, luminosidad, participación, descubrimientos. Podríamos decir que un lugar es un espacio donde percibimos el paso del tiempo.

Del texto de Toyo Itõ que propones me atrae la última frase: «aún a riesgo de vivir en la duda». El más tedioso riesgo en esta vida es caer en un estado de absoluta certeza y reducirnos a fanáticas convicciones. Quien está convencido tiene una buena dosis de vencido y un exceso de convicción puede convertirte en un convicto. Estos no son juegos de palabras, sino palabras que definen un juego. También es peligroso, peor aún, terriblemente aburrido, el oficio de ser un creyente.

Ese verbo “creer”, tan breve y pomposo, nos plantea dos posibilidades casi contradictorias. Puedes decir: “Creo en Dios padre todopoderoso”, y ese mismo día responder cuando te preguntan si va a llover: “Creo que sí”. En un caso estás dando un testimonio de absoluta fe, en el otro de razonable duda. Las dudas pueden ser más creativas y conducentes que las creencias. Dicen que seguro mató a confiado; yo creo que quien duda puede, a la larga y si persiste, vencerlos a los dos. Quizás un verdadero creador sea alguien capaz de llevar una duda hasta sus últimas consecuencias. Podemos proponer una variante y hablar de “Dubito, ergo sum”. Descartes estaría de acuerdo en que no podemos pensar, ni existir, sin dudar.

Noto cierta similitud de Los años sin juicio con El proceso, de Kafka: la postergación del juicio sin motivo claro y la falta de sentencia. En su novela también está muy presente la culpa. Parece que el personaje se siente culpable de estar preso, del fracaso de su matrimonio, del derrumbe de su empresa. Al igual que en la obra de Kafka, no sabe muy bien qué ha hecho: «yo he llegado hasta aquí, yo lo he hecho mal». ¿Qué es para usted la inocencia?

Cuando hablas de cierta similitud con El proceso de Kafka, me hubiera encantado que no utilizaras las cursivas. Es decir, que no te estuvieras refiriendo a esa novela en particular, sino al kafkiano proceso de crearlas.

Quisiera conocer a fondo ese proceso creador de Kafka, su método, sus revisiones, sus dudas, su manera de enfrentarlas, de blandir esa hacha “capaz de romper el mar helado dentro de nosotros”.

En el trabajo de todo artista hay algo, quizás mucho, quizás demasiado, de esa postergación del juicio y, por consiguiente, de una falta de sentencia. ¿Cómo ser capaz de enjuiciarse mientras se escribe hasta encontrar una sentencia definitiva? Quizás lo más cerca a una sentencia, a un veredicto, llegue a ser el propio libro, el acto valiente y doloroso de escribirlo, de terminarlo y finalmente de compartirlo. Ya conoces la reticencias de Kafka a dar este último paso.

Pero volvamos a la idea de esa duda constante, angustiosa, que genera la incapacidad de juzgarnos a nosotros mismos y regresemos a la novela. En los primeros epígrafes de Los años sin juicio aparece el triple sentido de la palabra juicio:

Acción y efecto de juzgar.

Facultad por la que el hombre puede distinguir el bien del mal y lo verdadero de lo falso.

Estado de sana razón opuesto a locura.

La novela trata sobre un juicio a un hombre que intenta distinguir entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso, mientras lucha por mantenerse cuerdo; un proceso, por cierto, muy kafkiano. Para Kafka, y para muchos venezolanos, no parece existir un Dios capaz de poner orden en el juicio a nuestra propia historia individual y colectiva. Estamos a merced de las dudas que no logramos aprovechar, girando en círculos, sumidos en aproximaciones sucesivas e inconducentes. Solamente el nacimiento y luego la muerte parecen ofrecernos referencias inobjetables. El cuento de Kafka, «Ante la ley», lo explica de una manera devastadora.

Un campesino ha pasado años ante las puertas de la ley esperando acceder a ella. Es solo cuando ya está a punto de fallecer que se atreve preguntarle al guardián:

–Todos se esfuerzan por llegar a la Ley; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián le responde:

–Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

¿Cómo no perder el juicio, tanto el legal como el mental, ante una ley que se aplica única y exclusivamente a nuestra alma y lo hace con perfidia y alevosía? La idea es terrible, ¿pero acaso no tiene su lógica esta soledad absoluta y enloquecedora que nos abruma? Es comprensible, después de tragar grueso, que exista una sola ley para cada uno de nosotros y nuestro afán de universalidad sea solo una ilusión, una convención, un ecuménico mecanismo para la disgregación de las culpas y la distracción de los egos. El caso Venezuela ha revelado lo que sucede cuando el pacto económico, social y político se acaba y cada quien debe salvarse como pueda.

En Los años sin juicio llega un momento en que el tema de la inocencia es tratado por el protagonista de una forma ciertamente cínica. Cansado de rumiar la idea de su propia inocencia llega a decir que, en su oficio, «nadie invierte en inocencias».

Me pareció divertida la idea de un banquero inocente. Es un adjetivo que va bien con los niños y es triste cuando lo aplicamos a un preso, pero imaginemos un juez inocente o un Dios inocente. Tampoco suena bien aplicado a un médico, aunque tendría sentido hablar de un cirujano inocente pues la etimología de “inocencia” es básicamente no hacer daño.

Lo cierto es que nuestra cultura no tiene el término en tan alta estima. Recuerdo que el día de los inocentes, 28 de diciembre, lo dedicábamos a burlarnos de quienes tienen esa aura transparente. Lo hacíamos tragarse una mentira y luego le gritábamos: “¡Caíste por inocente!”. Puede que haya pasado de moda esta costumbre, ahora que todos estamos indigestos y saturados de caer en la misma trampa.

En la obra hay variedad de asesinos, guerrilleros, militares crueles, narcotraficantes. El protagonista llega a comprenderlos sin juzgar. «Necesito asomarme a esa maldad sin límites y comprenderla». ¿Dónde está el límite entre la compasión y la complicidad?

Mi visión de la cárcel es muy superficial, basada en breves y espaciadas visitas, plagadas del miedo a quedarme varado en una celda, pero tuve la impresión de que entre los presos aumentan las diferencias en la misma proporción que las semejanzas y van cayendo en una creciente e insoportable identificación.

¿Cómo afecta esta ecuación los niveles de compasión y de complicidad? Ese prefijo “com” que comparten ambas palabras proviene de “juntos”, pero son dos maneras muy distintas de juntarse. La complicidad se intensifica cuando se está en el mismo bote y bajo la misma tormenta, pues suele referirse a un hecho que está ocurriendo y aún no ha sido resuelto. La compasión, en cambio, suele referirse a algo que ya ha ocurrido, que ya se ha manifestado e incluso ha sido sentenciado.

Al “juntar” de la palabra cómplice se suma el verbo plectere que tiene que ver con trenzar, plegar, entrelazar, incluso con fundirse al punto de que muchas veces es difícil establecer de quién es la culpa o quién es el instigador, el cerebro, la voz cantante y sonante. Estamos hablando de un tejido donde las hebras pueden llegar a formar un mismo dibujo, lo que conlleva un alto nivel de reciprocidad. Dos personas pueden compartir un mismo nivel de complicidad, pero no de compasión. La compasión rara vez es recíproca; la unilateralidad está en su naturaleza. Incluso suele suceder que quien compadece se siente superior al compadecido. Una actitud muy episcopal que suele lindar con el desprecio.

Esta crucial diferencia nos abre una ventana. Al referirnos a “una sociedad de cómplices” lo hacemos con desprecio, pero hay situaciones donde la complicidad es más justa que la compasión. Pensemos en las películas donde unos prisioneros de guerra intentan fugarse de un campo de concentración. Ese estar entrelazados y trenzados de la etimología puede ser una virtud para una población condenada por un régimen opresivo que ha cerrado las puertas a la compasión.

Sobre el tema de asomarse a la maldad y comprenderla, imagino que en una cárcel poco ayuda el andar juzgando a los demás; ni siquiera en el hogar, o en el lecho matrimonial, es conveniente esta actitud. Lo que sí ayuda es entendernos unos a otros. Esta actitud puede ser la base de una genuina compasión y una provechosa complicidad.

Muchos autores hablan de la necesidad narrativa, aparentemente la suya también es una necesidad de plasmar la historia aunque sea desde la ficción. Me da la impresión de que sus libros desafían constantemente la memoria en un empeño de recordar el pasado y un empecinamiento en reflejar el poder. ¿Qué opina del poder? ¿Siempre tiene una onda destructiva?

Una de las frases que resume el mensaje de la novela Falke aparece en el penúltimo capítulo:

–¿Sabes por qué los perros se lamen las bolas?

–Porque pueden.

El poder adquiere prestancia, relevancia, en la medida en que puedes hacer lo que otros no pueden o no saben o no se atreven a hacer. El rango de las razones para no acceder al poder es amplio, va desde la debilidad hasta la repugnancia.

Auden, el poeta inglés que me acompaña en estos días, habla de tres tipos de líder. El líder estético, quien tiene cualidades que los demás no tenemos. El líder religioso, quien conoce verdades a las que no tenemos acceso. El líder ético, que tiene nuestras mismas cualidades y conoce las mismas verdades, pero está dispuesto a trabajar por los demás para cumplir una función específica.

La destructividad del poder aumenta a medida que el líder estético o religioso se siente más y más superior a los liderados. El chavismo, representado por Chávez y caricaturizado por Maduro, es un paroxismo de religiosidad y estética revolucionaria, una auténtica involución de puros giros, revolcones y vueltas de molino.

Hablemos del encierro como detonante de la inspiración. Cervantes, Wilde y Thoreau, entre otros, escribieron desde la cárcel. Ahora el mundo entero vive un encierro obligado y como afirma su personaje, citando a la escritora Marguerite Yourcenar: «toda prisión es imaginaria». ¿Cuál es su sensación ahora? ¿Encuentra algo positivo en esta especie de prisión?

El poeta Joseph Brodsky nos dice que a medida que se reduce el espacio aumenta el tiempo. Es una teoría de la relatividad más comprensible y más doméstica que la de Einstein. Estamos viviendo un momento glorioso para los escritores, con estas enormes dosis de encierro que estiran el tiempo. Lo único que hace falta hacer es creer que hemos elegido estos meses en vez de lamentar que nos hayan sido impuestos.

En un futuro, espero que no tan lejano, las mascarillas serán un motivo de inspiración para los escritores, tanto como lo fueron las rosas amarillas para García Márquez. Recuerdo que de niño, la manera más rápida y barata de disfrazarme era cubrirme la boca con un pañuelo amarrado en la nuca. En primer lugar estaban los antifaces, pero eran más complicados de fabricar.

Voy a citar tres ideas sobre la arquitectura: 

«La regla de la arquitectura es hacer las cosas con amor y obsesión en gran proporción». Miguel Fisac, arquitecto español.

«La arquitectura es el alcance de la verdad». Louis Kahn, arquitecto estadounidense.

«Para ser arquitecto tienes que ser dos cosas: optimista y curioso». Norman Foster, arquitecto británico.

¿Considera que las frases anteriores podrían equipararse con la literatura? ¿Qué representan estas artes para usted?

Las frases de los arquitectos no suelen gustarme. Me alegré cuando Robert Venturi respondió con un “less is a bore” (menos es un fastidio) al “less is more” (menos es más) de Mies Van der Rohe. La máxima de Le Corbusier: “Solo vale la pena aprender lo que no se puede explicar”, me atrae, pero es tan ingeniosa como tendenciosa. Incluyo este segundo adjetivo para asomar cuanto detesto a Le Corbusier.

Los ejemplos que aquí ofreces son interesantes, como la idea de una gran proporción de amor. ¿Acaso el amor puede ser proporcional? Y de ser así, ¿proporcional a qué? ¿A lo que obtienes? ¿Al esfuerzo de amar?

También llama mi atención esa frase tan trillada de “alcanzar la verdad”. Habría que ver si consiste en rozarla con modestia o en poseerla con saña; o si se trata de correr más rápido que ella o de esperar a que se canse de ser cierta.

A la optimista curiosidad de Foster le falta un toque de pesimismo, de fatalidad, de eternidad. Toda arquitectura tarde o temprano es un monumento funerario. En esto Kahn es un maestro.

Goethe decía que la arquitectura es música congelada. Sería interesante componer un adagio que fuera arquitectura descongelada. La relación de la arquitectura con la literatura suena menos atractiva, pero algo se ha escrito sobre el tema. La frase más emblemática es de Víctor Hugo. Aparece en su novela Nuestra Señora de París:

El archidiácono extendió su mano derecha hacia el libro impreso que estaba abierto sobre la mesa y su mano izquierda hacia Notre-Dame, y paseando una triste mirada del libro a la iglesia, exclamó:

–Esto matará aquello.

Dicho esto, el propio Víctor Hugo analiza la frase que puso en boca del malvado archidiácono, Claude Frollo, y nos explica que la arquitectura empezó como toda escritura. «Fue, primeramente, alfabeto. Se ponía una piedra de pie, y era una letra, y cada letra era un jeroglífico, y sobre cada jeroglífico descansaba un grupo de ideas como el capitel sobre la columna».

Otro tema destacable del libro es el lenguaje. En Los años sin juicio incluye un poema de Eugenio Montejo, seguido de unas líneas que usted escribió sobre esos versos:

Hablan poco los árboles, se sabe

pasan la vida entera meditando

y moviendo sus ramas.

Basta mirarlos en otoño

cuando se juntan en los parques:

solo conversan los más viejos,

los que reparten las nubes y los pájaros

pero su voz se pierde entre las hojas

y muy poco nos llega, casi nada.

Esa es la razón de tanta plenitud: “lo poco que nos llega”.

(Eugenio Montejo)

Siempre creí que las palabras nos ayudan a expresarnos. Hoy creo que su propósito es hacernos conscientes de todo lo que ellas mismas no logran abarcar, descubrir.

(Federico Vegas)

Reflexionando sobre la palabra: ¿Qué sentido tiene moldear el lenguaje e intentar simular la realidad, las emociones y los sentimientos?

Mi obsesión en este momento no son las palabras con sus infinitas combinaciones, sino nuestras letras con sus exiguas veintisiete posibilidades. Las palabras son de una riqueza infinita, pues pueden ser habladas, cantadas, susurradas, gritadas o escritas. Celebremos esta riqueza del lenguaje, pero a mí me atrae más la escueta pobreza de sus letras. No solemos cantarlas y deletrearlas resulta inconducente. Solo tienen sentido escritas una tras otra, en una misma línea y en la misma irreversible dirección.

La historia de nuestras letras ha sido un proceso de renuncia y depuración; basta compararlas con los jeroglíficos egipcios. Por más que se dependiera de un cincel y un martillo, debe haber sido muy divertido el puro acto de escribir con tantas opciones. Aun sin entender nada, hoy es un deleite observar esos textos, incluso los de la famosa piedra Rosetta, escrita cuando los jeroglíficos habían perdido mucho de su gracia y variedad.

En Los años sin juicio aparece un ejemplo bastante polémico que encontré leyendo a Wisława Szymborska. Wislawa nos cuenta que los poetas chinos están obligados a la concreción y las reducciones, pues sus ideogramas tienen una carga muy fuerte, y da un ejemplo poco feminista: la esposa es representada con una mujer y una escoba. La amante con una mujer y una flauta.

Es posible que el proceso de gradual desnudez que culminó con nuestro abecedario, dejando atrás las alusiones gráficas y fonéticas, se debiera a las exigencias del comercio. Quizás los fenicios pensaron que las creativas elaboraciones en los documentos egipcios ocasionaban malentendidos.

De niño escuché un chiste que resume estas dificultades. Un Jaimito de la época de Tutankamón está escribiendo mientras la maestra dicta: “El faraón era un guerrero muy valiente”. Jaimito detiene el golpeteo y pregunta:

–Perdone maestra, ¿valiente se escribe con dos o con tres bolas?

A los traviesos labios venezolanos les cuesta diferenciar la “s” de la “c” y la “v” de la “b”. Algún niño preguntará si valiente es con “v” de vaca o “b” de Bolívar. Vaya extremos. Amo esas letras, con la sequedad de sus palitos y el limitado surtido de curvas. Pensemos en la “x”, en la “i”, en la “o”. Mi favorita es la “m”, que solía representar las ondas del agua y se ha vuelto tan maternal.

En estos tiempos la sobreabundancia de medios hace más patético nuestro aislamiento. Las grandes empresas digitales parecen haber estado aguardando a que nos aisláramos para reinar sin pudor, apoderándose de ese sobretiempo maravilloso que nos permite adentrarnos en nuestro interior. A partir de marzo, los nuevos medios empezaron a apoderarse de mi aislamiento, hasta dejé de leer antes de dormir, una costumbre que ha marcado mi vida y quiero que me acompañe en mi lecho de anciano. Estoy intentando volver a las letras, a su desnudez y silencio, a su negrura sobre un fondo blanco.

Quienes estudian literatura hablan de una “Escuela de Letras”, como si estudiaran en un kínder. Yo quiero ser un hombre de letras. Ellas son nuestro refugio, el último de los reductos y de los medios para buscar lo fundamental. Nos niegan los colores, las armas, el sol, los monos, peces y bisontes que usaron los primeros creadores del lenguaje, y esa negación de símbolos es lo que nos hace pensar, elucubrar, abstraernos. De las creaciones del hombre ninguna ofrece tanto con tan poco.


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